Vientos del Oeste
El signo de los tiempos apunta a ser de derechas. Los vientos que soplan vienen del Oeste. La intelectualidad europea ha encontrado, como tocada por una revelación divina, la faz, por fin, de Europa. Y ésta no sería otra que liberalidad, instituciones que se renuevan críticamente, moderación inteligente. Entre el fanatismo, la brutalidad y la puerilidad, Europa se alzaría depositaria de una racionalidad que sólo la más necia irracionalidad querría eliminar.Esta derecha mesurada se mueve, ciertamente, con afectada elegancia. Camina, rítmicamente, entre los extremos. Segura de sus éxitos, de los éxitos de Occidente, pero sin olvidar las buenas palabras de la tradición, como son, por poner un ejemplo ritualmente repetido, los derechos humanos. Sin mucha pasión y con bastante escepticismo, la consigna es volver a un redil que nunca se debería haber abandonado.
Así, si en otro tiempo se habló de socialismo o barbarie, hoy se diría que el socialismo es barbarie. Si antes se antepuso el ser rojo al estar muerto, hoy sería preferible estar muerto a ser un rojo tiranizado. (Esto último no es, en rigor, cierto, pues el eslogan real más bien suena de esta manera: matemos antes, como sea, a los rojos.) Bernard Henry Levi ha sido el último enviado a España en esta cruzada. Por cierto, que si los Levis hubieran puesto tanto fervor en derrotar a la dictadura chilena como el que han empleado en Afganistán, mal le iría en estos momentos al dictador. De la misma manera que si se hubiera empleado en Etiopía todo el dinero y el trabajo que se invierte en el refinamiento gastronómico, los niños etíopes, sin llegar a grandes tasas de colesterol, al menos no se extinguirían de hambre.
Lo primero que llama la atención ante la situación descrita es la rapidez con la que se ha producido el cambio. Rapidez más que sospechosa. Porque (y es también un ejemplo, sólo que un ejemplo de esa España que así se europeiza) si el entrar en la OTAN sirve a la causa de la paz como el salir de ella servía a la causa de la paz, quiere esto decir que nunca se ha creído en el pacifismo, pues difícilmente se puede llegar al mismo fin por caminos contradictorios. De ahí que sea más probable que quienes antes ponían un rotundo no al sistema lo que estaban haciendo realmente era aprovecharse de éste (sabían y deseaban que no cambiara) bajo una negación puramente estratégica. La conversión ideológica, por tanto, no parece que se haya dado. Cada uno sigue estando en su sitio, y si antes lo que seducía era el lujo de la contestación, ahora se intenta
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seducir argumentando desde las deficiencias de la izquierda o con los bienes estatales en los que no habríamos reparado. En esta ceremonia no suele faltar el testimonio de algún disidente del Este. Son como recordatorios que proclaman: "¡No sabéis lo que tenéis!".
Y sigue llamando la atención que no se note nostalgia alguna en lo que se ha dejado atrás. Quien confesara que ha perdido una causa o que le parecen inalcanzables unos ideales que aún son atractivos, siempre tendrá el mérito de la sinceridad. La nostalgia o la melancolía no tienen por qué ser falta de firmeza de ánimo. En nuestro caso, su ausencia puede servir, más bien, como criterio para enjuiciar las creencias que se dice que se tuvieron. Los que se separan de ellas como liberados de una pesadilla o los que, alborozados, abrazan la buena nueva, probablemente defendieron lo anterior o por el dictado de la corriente o con una frivolidad que ahora se atribuye a los otros. Si se hubiera abandonado un ideal a sabiendas de que no se puede realizar, el fracaso no traería alegría, sino pena.
Dicho de una manera mas fuerte y provocativa. Ser de izquierdas es seguir siéndolo aunque no se vea cómo se pueda ser. O lo que es lo mismo, es no dimitir de una idea de hombre al primer tropezón, no confundir la autocrítica con la adaptación a la derrota, y es, sobre todo, saber perder, no avergonzarse de uno mismo. Sólo así es estética la derrota. Pasarse con todo el equipo al otro campo es rendirse al único mundo que se nos ofrece. La izquierda añora otros mundos posibles. Por eso podría tomar como emblema esta frase de Lichtemberg: "No puedo asegurar que las cosas irán mejor cuando vayan de otra manera. Pero lo que puedo decir es que es necesario que vayan de otra manera si han de ir mejor". Lo que no le es propio es entrar en lo que Sloterdijk llama realismo in artículo mortis, o sea, en el descaro de "los mentirosos que llaman mentirosos a los mentírosos".
A la izquierda, en consecuencia, le queda la tárea de defender las causas perdidas. No por un sentido de autorrenuncia, sino porque sabe que sólo defendiéndolas (y muchas veces no le quedará otra función que recordar las verdades mínimas, esas que en modo alguno conviene olvidar) se podrán obtener, si alguna vez se obtienen. Para ello es evidente que ha de depurar su lenguaje. Y sus actitudes. Pero esto es lo opuesto a la huida al otro terreno. Y a lo que nunca ha de renunciar es a exigir de los que detentan el control del poder que sean claros y consecuentes. El que habla de libertad y no la realiza en todo el mundo sólo tiene libertad en la boca. No es lo mismo ser libre que ser libre contra o por medio de los otros. (Como no es mucho mejor tener libertad de crítica con tal de que nada cambie que no tener libertad de crítica.) El que habla de libertad, que la lleve, en fin, a todas partes, que no descanse hasta que todos sean libres y no sólo el mundo libre. Por eso un Occidente que se aferra a su libertad está mostrando claramente lo poco que la estima. Tanto es así que pronto va a ser más costoso ser disidente en Occidente que en Oriente.
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