Invierno andaluz
¿Seguirá España bajo las nubes? Llevamos el sol a babor, lo que a estas horas de la mañana indica que el piloto nos conduce por el camino correcto hacia el Sur. Este recinto ronroneante es también España y, aunque poco, lo parece. Uno de los pasajeros ha sido designado en estos días comisario para Europa y, a unos metros de esta caballero, me siento, gracias al contaminado invierno de Madrid, como un enorme virus gripal con apariencias de madrileño. Nos obsequian con el zumo de rigor, cuya metálica acidez sólo puede conseguirse en esta patria de naranjas. ¿Permanecerá la patria bajo la destellante Ranura de nubes? Y ¿si, al bajar de las nubes, nos encontrásemos, al estilo de leyenda medieval de ficción científica, en el Estado octogésimo de la Unión?Nada más bajar del avión, el húmedo aire atlántico mata al virus que yo era y me devuelve a mi natural condición de madrileño. Con la misma instantánea naturalidad, la hospitalidad andaluza nos hace sentirnos cómodos y vivaces. No en balde no somos los primeros fenicios que llegan a estas tierras a debatir si existe o no la generación literaria de los años cincuenta. Parece mentira, pero Cádiz, bajo la lluvia, es todavía más hermosa. Y aún más hermosa, paseada en una noche de lluvia con amigos que son poetas. Es lógico que aquí se congregasen contra la patria adusta quienes entendían la belleza como indispensable componente de la libertad. Unas cuantas gentes de esa estirpe pasan sus primeras horas de ayuno colectivo para manifestar su repulsa a que España sea llamada a filas en ese bloque de los buenos contra los malos. En esta noche de templado invierno gaditano resulta evidentemente necia la pretensión de imponer a bombazos nucleares el propio sistema de injusticias.
Ha salido el sol para todas y para todos. Algunos de los brillos que sus rayos levantan en la otra punta de la costa corresponderán a los submarinos de Rota. Nadie quiere irse de Cádiz, pero como tampoco partimos para el cuartel general de la OTAN, sino para Granada, terminamos por
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irnos. Conducidos por Caballero Bonald, que haya o no generación de los cincuenta es uno de los grandes escritores de ella, emprendemos un viaje escindido entre la obligación de llegar y la querencia de parar. ¡Qué inmenso es este país andaluz! En quien no haya vivido en Cuenca, ¿qué sobresalto producirá Arcos, si a mí me sobresalta? Esta tierra dilatada, sorprendida por pueblos de gigantesca blancura, suscita reflexión hasta en los que sólo vemos en el paisaje una sucesión de desniveles, imprescindible para llegar a las gentes y las ciudades.
El invierno hace más acogedora a Andalucía, más real. La bárbara luz que atrae a las hordas turísticas le hace aflorar sus aspectos inauténticos, cubre con la pandereta la sagacidad, la generosidad, el ímpetu y la espontaneidad de una de las más auténticas naciones que viven en el siglo. Bajo el mismo frío que ahora hace en mi barrio, ni los japoneses logran restituir a los palacios y jardines de la Alhambra su impostura de decorado de festivales de España. Y si en esta mañana, fría y transparente, incluso la Alhambra es verosímil, cabe preguntarse qué derecho tiene Europa a integrar a Andalucía en su uniformidad de colonia norteamericana.
Pero, asistidos por un público que para sí quisiera un Nobel yanqui, lo que se discute es si después de la del 27, la del 50. En este foro, hasta un madrileño parlanchín prefiere escuchar. Y hasta los escritores catalanes se mueven tan sueltos como si esto fuese el Ampurdán. A pesar de la mayoritaria menor edad de los participantes en los coloquios, se recuerdan con insistencia los oscuros tiempos de silencio. Congruentemente, algunos de la generación de los abajo firmantes firmamos en solidaridad con los granadinos, que, encerrados en huelga de hambre, sostienen también la pretensión de los gaditanos de no dejarse embaucar por las falacias de los señores de la guerra; para ser precisos, y ya que estamos en Andalucía, de los señoritos de la guerra.
Debido a la labor de Juan Carlos Rodríguez y otros excelentes profesores de la universidad granadina, experimentamos los literatos el inusual fenómeno de hablar de literatura con lectores avisados. Para remate, todos callamos y los poetas leen sus propios poemas y prestan su voz a los poemas de los poetas ausentes. Se trata, para el conocedor refinado, de una ocasión única de oír a Costafreda, a Barral, a Valente, a Gil de Biedma, en las versiones recitativas de Claudio Rodríguez, Ángel González, Brines, Caballero Bonald, Fernando Quiñones, Carlos Sahagún y José Agustín Goytisolo. El congreso ha terminado y es posible que no haya generación o que la haya, porque todo es posible en Granada. Pero lo cierto es que en esta última mañana congresual todos quedamos convencidos de la existencia de un grupo de poetas contemporáneos, cumbre entre las cumbres de la cordillera poética española.
Nadie quiere irse de Granada. Presiento que el influjo de este viaje será fecundo. Se cumple el contrapeso consolador de toda partida indeseada: dejamos amigos y llevamos recuerdos. Pronto Luis García Montero y Mariano Maresca vendrán a devolver las reliquias que les prestamos para esta exposición fetichista de incunables, fotos, autógrafos y botellas vacías de la generación. Hecha por otra gente, la muestra nos habría envejecido sin la conformidad del humor.
Quizá envejezca más subir a este avión de prima noche, que nos desembarcará en el cuartel general de la santa Alianza. Bajo la oscuridad quizá siga España. No cabe hacerse ilusiones, sin embargo, sobre la ciudad que encontraremos al descender de la niebla contaminada. Y ¿si, como en una película de ficción científica, hubieran sido devueltos a los orígenes esos loquinarios de la defensa occidental, esos pintureros andaluces de verano que, además de querernos vender la burra ciega, quieren convencernos de que es yegua? Cabe hacerse ilusiones, porque, antes de deshacer las maletas, a este cincuentón le están ya pidiendo una firma de solidaridad con los huelguistas de hambre madrileños. Aunque no toda Europa sea Andalucía, ni el invierno andaluz sea exportable, la inteligencia también se alía, así sea con la gallega o con la griega.
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