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El pragmafismo bien entendido

¿Qué tienen en común la Iglesia católica y un partido comunista, especialmente si puede ser llamado el partido comunista?Para empezar, muy poco, casi nada, en lo que toca a doctrina. Y nada en lo que concierne a lo que José Luis López Aranguren (si éste me perdona el tergiversar y simplificar tan sustancioso concepto) llamó "el talante". Pero más de lo que se podría pensar en ciertos rasgos formales y estructurales.

El lector, que, contra lo que barruntan algunos escritores más o menos pontificantes, no tiene nada de tonto, habrá comprendido ya que he puesto en el mismo saco a la Iglesia católica y a un, o al, partido comunista principalmente para llamar la atención. Los rasgos formales comunes aludidos no son propios sólo de tal iglesia y tal partido. Lo son asimismo de cualesquiera agrupaciones humanas suficientemente bien unificadas y organizadas, presuntas herederas de un número más o menos estable de creencias, seguidoras de un conjunto relativamente bien asentado de normas y, por si fuera poco, deseosas de agrupar, en principio, al mayor número posible de seguidores o fieles.

La cláusula en principio desempeña un papel importante. En efecto, aunque se tiende a catequizar a la mayor cantidad posible de gentes, se aspira a hacerlo sin que las estructuras tradicionales de la organización sufran gran quebranto. Y ahí está justamente el problema.

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Para seguir con mi (relativamente provocativa) comparación, seguiré confinándome a las dos organizaciones o agrupaciones de referencia. Comencemos con los comunistas.

Creo que en todos los países, pero especialmente donde el partido comunista es el partido, se ha dado de cuando en cuando la circunstancia siguiente: en vez de seguir captando adherentes, los dirigentes del partido han llegado a la convicción de que conviene reducir su número, aun si es a costa de alguna cruenta purga. La razón más común de esta decisión aparentemente peregrina es alguna crisis que obliga, al entender de los dirigentes del momento, a formar una piña, un conjunto monolítico en el que no se permite ninguna fisura. Por supuesto que en los países últimamente aludidos la restricción, y consiguiente selección, de posibles militantes es cosa ordinaria. Por una parte, se da por sentado que hay un fundamento sólido de ideas, doctrinas, creencias, verdades, o lo que fuera, que puede peligrar si se abren demasiado las puertas y todo el mundo comienza a entrar desordenadamente. Por otro lado, como ser miembro del partido es un reconocido privilegio dentro del sistema, se suelen imponer condiciones, a menudo muy estrictas, para ser admitido. Los aspirantes no tienen más remedio que seguir punto por punto las condiciones impuestas (o disimular hábilmente para aparentar que se siguen). Pero la situación a que me referí al comienzo es anormal: no sólo se trata entonces de sentar condiciones estrictas para la admisión de miembros del partido, sino también, y sobre todo, de excluir, aun si es por la violencia, inclusive (y a veces especialmente) a viejos militantes. Se piensa que sólo de este modo el partido, aunque numéricamente más reducido, será más vigoroso.

En la Iglesia católica las cosas no ocurren ni mucho menos exactamente así. Tal vez en el pasado algunas gentes se pasaron de raya en lo que toca a exclusiones. En todo caso, las actitudes apocalípticas de ideólogos como Joseph de Maistre o Juan Donoso Cortés han pasado a la historia. La Iglesia es -algunos afirman que ha sido siempre- bastante más pluralista que todos los partidos comunistas (o no comunistas) habidos y por haber. En todo caso, muchas son las vueltas y revueltas que hay que dar hoy antes de sugerir siquiera que una determinada persona deba ser excomunicada. Por tanto, las analogías sugeridas entre las dos organizaciones parecen un tanto superficiales.

Sin embargo, se le planteada la Iglesia alguna vez problemas estructurales similares y emergen actitudes similares para confrontarlos.

Consideremos varios de los problemas que agitan hoy las conciencias de los creyentes: las tesis de la teología de la liberación, el control artificial de la natalidad, la libertad de una mujer embarazada para abortar, la ordenación de mujeres como sacerdotes.

Muchos piensan que lo más prudente en estos (y otros) respectos es atenerse a la vieja consigna quieta non movere; basta negarse a tomar decisiones apresuradas para que las aguas vuelvan a su cauce. Otros estiman que no se puede seguir poniendo diques a los tiempos nuevos: ponerse real y verdaderamente al día es la condición indispensable para que la Iglesia no termine sus días como una anciana inválida, acaso respetada, pero no escuchada. Así, si alguien, como el ministro de Cultura de Nicaragua, Ernesto Cardenal, se declara marxista cristiano, ello no obligará a nadie a seguirlo, pero permitirá que muchos que de otra suerte deberían salir de la Iglesia permanezcan en su seno. Otros, finalmente, estiman que el único resultado que, a la postre, puede tener semejante manga ancha es convertir a la comunidad de fieles en una especie de elefante ponderoso, en una comunidad obesa y casi inmanejable. Mejor, pues, poner las cosas bien en claro: quien no esté conforme con un conjunto doctrinal, y tradicional, perfectamente bien definido, que se quede atrás y salga de la fila. No se le va a excluir, excomunicar o purgar, porque no hará falta. Él mismo se excluirá de la comunidad de los fieles, que será entonces más enjuta, pero más eficaz.

¿Estamos, pues, en presencia de dos modos muy similares de ver el modo como los miembros de determinadas comunidades de creencia se integran, o pueden integrarse, en éstas?

Señalé al comienzo que hay cierto parecido formal, o estructural, en el tipo de problemas que a veces se plantean a tales comunidades y las posibles soluciones que pueden dárseles. En este sentido, los modos de ver antedichos son -una vez más, formal y estructuralmente- similares. Apunté luego que, por lo menos en la época actual, se tiende en la Iglesia católica a ser más prudente de lo que se había sido en otros momentos de su historia. Mientras hasta tiempos bastante recientes ha seguido manifestándose en diversos partidos comunistas una fuerte propensión a pronunciar expulsiones fulminantes e inclusive a amenazar con alguna sonada purga, en la Iglesia todo toma mucho tiempo, y va mucho más despacio. A la hora de escribir estas páginas se está reuniendo el sínodo de obispos en Roma, y cuando se publiquen habrá ya terminado. Sospecho que de él no van a resultar expulsiones urbi et orbi y que se va a decidir dar tiempo al tiempo. (Terminadas estas páginas y habiendo terminado el sínodo, la sospecha se ha confirmado: se ha dado tiempo al tiempo.) En este sentido, y aparte otras muchas diferencias -de historia, talante y contenido doctrinal-, el parecido entre las dos organizaciones tomadas como ejemplo es menor de lo que odría pensarse, y hasta cabe decir, con Quevedo, que se quiebra de sutil.

Una vez admitido todo esto, sigue habiendo un parecido: el hecho de que se planteen problemas similares y de que haya que confrontar alternativas comparables.

A ello se agrega otra circunstancia, y es que, por razón del complejo y cambiante mundo en que vivimos, la Iglesia católica, los partidos comunistas y todos nosotros no tenemos más remedio, si queremos sobrevivir, que adoptar áctitudes crecientemente pragmáticas. Se trata, sin embargo, de un pragmatismo nuevo, nada dogmático, capaz de tener encuenta no sólo las realidades, sino también los deseos.

Digamos, para usar la expresion consagrada, que es un pragmatismo bien entendido.

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