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Ilusión de Europa

Acabo de ver La ilusión en el Teatro de Europa, de París. La preciosa puesta en escena es de Giorgio Strehler. ¿Pero qué es La ilusión? ¿Pero qué es el Teatro de Europa? ¿Pero por qué titulamos este artículo Ilusión de Europa? Pero aún y también: ¿qué es una ilusión en general? ¿Y es algo Europa todavía? No hay que decir, a la vista de este cuadro de interrogaciones, que estamos ante el proyecto de un artículo imposible. Escribámoslo, sin embargo, voto a tal.Para quienes no somos demasiado conocedores del teatro clásico francés no viene mal que se nos diga que La ilusión es una obra de Corneille, más conocida -aunque tampoco mucho entre nosotros- con el título de La ilusión cómica. ¿Cómo no decir de esta comedia que es una obra maestra en la historia del teatro... de Europa? Su más severo crítico fue, precisamente, su autor, para quien se trata de un "extraño monstruo" y drama, en fin, que "no vale la pena considerar". Para sus más entusiastas panegiristas, con él empieza, así, hale, hop, el teatro moderno. Pero obra maestra sí que parece que lo es: ocuparía, pues, ese discreto altiplano en el que es posible encontrar, en cualquier cultura, algunas decenas, por lo menos, de obras maestras... Dicho que ésta lo es o, al menos, a nosotros nos lo parece (este nosotros no es una forma mayestática de referirme, con afectada modestia, a mí mismo, sino que es un verdadero plural: se trata de una obra, efectivamente, muy admirada por muchos y distintos observadores y críticos en el curso de los tiempos), ¿en qué sentido es tan meritoria? ¿Acaso porque en ella se produce "teatro dentro del teatro"? ¿Acaso por la libertad formal que en ella se advierte? Precisamente es esta libertad la que el mismo Corneille consideró como una especie de desarreglo monstruoso: "El primer acto no es más que un prólogo, los tres siguientes son como de una comedia imperfecta, el último es una tragedia, y todo esto cosido resulta ser una comedia". Recordemos en pocas palabras la fábula que tan monstruosa se nos presenta. Pridamant es un señor cuyo hijo Clindor abandonó la casa paterna hace ya muchos años. Su padre, en su búsqueda, acude a un mago, Alcandre, habitante de una gruta en la que reproduce, fantasmáticamente, las aventuras de Clindor en el curso de su larga ausencia, durante la cual ha sido escudero de un extraño personaje -el grotesco capitán Matamoros (y no hay que olvidar que lo más probable es que grotesco venga, etimológicamente, de gruta; y esto de que las " acciones humanas sean acciones grutescas es algo que se viene diciendo por lo menos desde el coloquio séptimo de la República platónica: "Imaginaos una cueva subterránea...")- y corre distintas aventuras, particularmente amorosas, hasta verse abocado a cometer un homicidio y encontrarse preso y en peligro de muerte. Con grave preocupación asiste su padre a toda esta fantástica evocación de la vida, venturas y desventuras de su hijo, el cual es ayudado para su evasión y se casa con Isabel: final feliz. Sólo que la obra continúa y asistimos al acto trágico en el que, nada menos, muere; pero cuando su padre expresa su desesperación por tan terrible desenlace de lo que había sido, provisionalmente, un final feliz, resulta que este acto es el de una tragedia que Clindor representa en su nueva condición de actor, oficio con el que continuó su historia como prolongación de aquel feliz desenlace. Canto a las excelencias del oficio de actor y a la ilusión teatral, y contento del padre que anuncia su propósito de encontrarse con su hijo y abrazarlo en una explícita aprobación de la ilusión cómica. La cosa ha resultado, después de tantas vicisitudes, y a pesar de las sangres -unas,- superficticias- derramadas, una comedia...

Respondiendo ya a las cuestiones que antes he planteado, mi opinión es que lo que en ella hay de magistral reside, justamente, en esta libertad formal, por cierto tan anticorneilleana. En su condición de "extraño monstruo" (para Corneille) reside precisamente su principal virtud. ¡Qué bueno que, en aquellos momentos, Corneille escribiera una obra de circunstancias! ¡Qué bueno que escribiera un papel -precisamente el de Matamoros- a la medida de las facultades de un actor! ¡Qué bueno que, en aquella ocasión, no tuviera en cuenta las reglas de las que durante toda su vida de autor había de ser tan devoto! ("¡Hagamos un teatro más cerca del monstruo que del canon!", exclamábamos nosotros con sincero entusiasmo en nuestros manifiestos cuando compusimos el grupo de teatro de vanguardia Arte Nuevo, en 1945; y no me habré reído yo poco de Corneille cuando vi que en El Cid la acción sucede en Sevilla y que los moros llegan por el Guadalquivir para que el Cid no tenga que ir a combatirlos a la frontera y así evitar un cambio de lugar dramático ... ). Sin embargo, no es tanto el que se dé en La ilusión una doble rotura -de géneros y de las unidades lo muy notable, sino más bien el modo en que se produce esta fractura en su desarrollo, en función de la fantasía pura -un mago que muestra en su caverna fantástica los fantasmas de lo sucedido- y por el hecho de que el personaje, en su vida aventurera, cambia una vez más de oficio y representa, entre otras, una tragedia que podría ser la prolongación (pero que no lo es) de su propia vida. En ello reside, seguramente, la mayor originalidad de este drama que, de todas maneras, viene algo después de que otros autores franceses -Gougenot y Scudéry- escribieran sendas obras con un título, por cierto, idéntico: La comedia de los comediantes.

Ya mucho antes, en el teatro español, se daba tranquilamente esta rotura de las unidades y más de una vez se había hecho teatro dentro del teatro. Miremos, por ejemplo, a Cervantes. En su Retablo de las maravillas se da, ciertamente, unidad de acción, pero nada menos que un teatro invisible dentro del teatro; y hay, sobre todo, esa otra obra maestra que es Pedro de Urdemalas. ¿Se ha señalado alguna vez la posible influencia de esta obra en La ilusión de Corneille? No, que yo haya visto o leído; y no es que no se haya insistido siempre en la influencia del teatro español en su obra: de Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro, en El Cid; y de La verdad sospechosa, de Ruiz de Alarcón, en Le menteur; y sin embargo parece, al menos a primera vista, muy probable que el Clindor de Comeille le deba algo a Pedro de Urdemalas: dos vidas aventureras que terminan en la profesión del teatro itinerante y en sendos cantos a la vida del actor. También hace pensar La ilusión, a veces, que Corneille pudo conocer el Viaje entretenido, de Agustín de Rojas, antes de escribir su drama, aunque ésta sea, en verdad, una hipótesis sin fundamento alguno. En cuanto a la falta de respeto a las unidades, con mucha gracia habla el personaje de Cervantes de estas obras en las que "parió la dama esta jornada / y en otra tiene el niño ya sus barbas / (...) y al fin viene a ser rey de cierto reino...".

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De manera que queda hecha así una cierta apología de lo que en este espléndido texto teatral de Cervantes se define como la comedia libre y suelta". Lo es, sin duda, la de Corneille; también es cierto que ésta se publicó, si no me acuerdo mal, 21 años después que Pedro de Urdemalas. Dato apenas interesante, si no es a la hora de estimar la originalidad de la famosa y no muy representada obra que acabamos de aplaudir, en un Odeón pletórico y entusiasta, hace unos días. El modo particular de la transgresión y de la articulación entre el primero y el segundo grado de la ficción quedan como los argumentos importantes, creo yo, a la hora de postular la maestría de este Corneille inmediatamente anterior al que escribió El Cid, obra con la que, según se suele decir, empezó la verdadera historia de la tragedia francesa. También, en esta referencia al teatro español de su tiempo, que parece obligada cuando se bucea en el contexto de la obra de este abogado de provincias que fue ,Corneille -referencia en la que se suele incluir lo que en El Cid puede haber, asimismo, de La estrella de Sevilla, de Lope de

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llusión de Europa

Viene de la página 13Vega-, es notable que se da la curiosa coincidencia de que 1636 es la fecha tanto de La ilusión ,como de La vida es sueño, de Calderón de la Barca, sin que en este caso pueda hablarse de una relación de influencia entre ellas. Además, la obra de Corneille plantea, si es que alguna tesis subyace en su texto, la noción, contraria a la de Calderón de la Barca, de que el sueño es vida, o sea, de que la ilusión es realidad. El teatro como vida -y no sólo como imitación de la vida- es afirmado en La ilusión, como lo había sido en la cervantina Pedro de Urdemalas; quizá con más vigor en ésta, en la que Pedro considera que en su nueva condición de farsante se realiza cumplimiento de un antiguo vaticinio sobre su persona: él llegaría a ser rey. ¡Ahora iba a serlo! Rey y otras mil maravillas en la realidad de la ficción.

El suceso que comentamos ocurre, como queda dicho al principio, en el Teatro de Euro pa, pues así se llama esta joven institución teatral -si no me equivoco, ésta es su tercera temporada- que reside en la ilustre sala del Odeón, en París. ¡El teatro de Europa.! ¡La ilusión! ¿Pero es que hay una realidad que se llama "teatro de Europa"? ¿Qué ilusión es esa? ¿Puede ser Europa a estas alturas de la historia algo más que una morbosa nostalgia? ¿Quizá un juego intelectual? La común raíz etimológica -el parentesco originario entre lo lúdico y lo ilusorio- nos pone a punto para decir: el teatro, en cuanto que es -entre otras cosas- una residencia de la ilusión, un espacio del juego, no es raro que haya presentado su tablado como albergue de una ilusión europea, que sea algo más, o por lo menos otra cosa, que una adhesión retrospectiva a una entidad de la que ya en el siglo XVIII se pudo decir, con mucha claridad, por un enciclopedista como Claude-Adrien Helvetius: "Se estará de acuerdo conmigo en que no llega a Europa un solo barril de azúcar que no esté teñido de sangre humana". También es conveniente recordar, a la hora de las ilusiones "europeas", que ya en nuestros tiempos la afirmación de Europa como presunta alternativa al comunismo y al capitalismo produjo un mal invento (el fascismo), una ilusoria perspectiva (lo que se ha llamado muchas veces nueva izquierda) y una solución pragmática (la socialdemocracia) que, en definitiva, es un modo de gestionar y administrar el capitalismo.

Con todo esto, es aceptable decir "teatro de Europa" para quienes entendemos el teatro como una exploración crítica. El teatro en Europa ha sido siempre, por lo menos, esta ilusión, desde Chejov, en el Este, a O'Casey, en el Oeste, desde Ibsen, en el Norte, a Valle-Inclán, en el Sur. El teatro europeo de hoy ha de ser, seguramente, un instrumento crítico contra toda tentación de resucitar cualquier forma de eurocentrismo, pero también ha de contener la afirmación de una compleja identidad que albergué, transfiguradas en lo imaginario, las grandes luchas de nuestro tiempo. En el orden propiamente poético, hacer teatro europeo quiere decir, por lo menos, trabajar en una especie de acuerdo crítico con la tradición teatral que se inicia en Grecia, y conversar desde ahí con las otras tradiciones. Un buen ejemplo de este modo de entender este asunto es Brecht, que establece su línea negando a Aristóteles (que es una forma de asumir esa tradición) e incorporando enseñanzas y experiencias del teatro chino. Malos ejemplos, sin embargo, son los que se produjeron en la Europa de los años sesenta por algunos superficiales lectores de Antonin Artaud que trataban de hacer en Europa teatro libanés.

También es bueno lo que puede traer esta empresa -el Teatro de Europa- en el sentido de confirmar el antichovinismo del mejor teatro europeo: ese espíritu internacional que hace que, por ejemplo, el mejor teatro francés se haga con temas griegos, romanos, turcos o españoles, o que uno de los mejores dramas españoles -La vida es sueño- suceda en Polonia, y que los héroes shakespeareanos sean moros, veroneses o de cualquier otra parte. Pensando en esto, yo no puedo por menos de recordar que yo empecé a escribir mis dramas porque había leído a Ibsen (Espectros), a Pirandello (Vestir al desnudo), a Ernst Toller (Hinkemann), a Lenormand (Los fracasados)... Pensando también en esta deuda mía con el teatro de Europa, ¿cómo no decir que la discontinuidad de mi existencia como escritor de teatro en España ha sido tan felizmente compensada en Europa: una y otra vez han sido Italia, la URSS, Suecia, la RDA, Francia, Grecia, Polonia y otros países quienes han acogido con delicadeza y pasión algunos de mis textos, para mí tan queridos y tan ignorados en España?

¡Déjenme recordar! Hace 40 años, en estas fechas, creamos el grupo de teatro de vanguardia Arte Nuevo, en Madrid. De este modo -sin saber muy bien cómo, algo como un milagro- un grupo de jóvenes de Madrid nos incorporamos, con cuánto entusiasmo y pureza, a la "ilusión cómica". Nuestros propósitos eran mucho más que madrileños y, claro está, mucho menos que planetarios. Si acaso, un tanto metafisicos.. Sin querer, sin saber, nos incorporábamos a esa ilusión de Europa que ha sido, desde hace más o menos 25 siglos, el teatro.

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