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Los calabozos de la Moncloa

No pocos españoles quedamos consternados al leer en grandes titulares, un domingo por la mañana, que el presidente había perdido la libertad. Al instante pensé en organizar un equipo de socorro con la misión secreta de liberarle, porque si es insufrible la falta de libertad de cualquier persona, la de un jefe de Gobierno puede además resultar muy costosa. Por fin entendía la política económica y social de este Gobierno, se me revelaban las razones ocultas por las que había cambiado en la cuestión de la OTAN: el presidente ha perdido la libertad y nos pide ayuda para que lo liberemos.Busqué por toda la casa Los sótanos del Vaticano. En momento tan angustioso, podía servir de guía la narración detallada de cómo, hace ya casi un siglo, un grupo de santos varones acometió la audaz empresa de liberar a un Papa preso de los masones. Vencido por mi desorden -nunca encuentro lo que busco-, tuve un respiro para leer con calma las palabras exactas del presidente -es recomendable dar una ojeada a la letra chiquita, que por lo general difiere considerablemente de los epígrafes-, y la consternación se convirtió en estupor, tristeza y desánimo. ¡Menuda idea que de la libertad se hace el presidente!

Apliqué todas las técnicas heurísticas que conocía y algunas otras que aprendí para la ocasión, pero el párrafo de marras sólo permitía una interpretación: por "perder la libertad", quién lo iba a imaginar, el presidente entiende no poder hacer lo que le apetece, como le apetece y cuando le apetece; en consecuencia, "disfrutar de la libertad" debe significar algo así como hacer lo que a uno le dé la real gana, y si el gusto no pide demasiadas lindezas -hay quienes exageran, como el marqués de Sade-, basta para ser libre con tener tiempo, salud y pesetas.

Lo malo es que los demás tampoco andamos demasiado holgados de estos bienes. También cada hijo de vecino puede hacer sólo lo que le permita la bolsa, el status social, el decoro profesional y otras mil cortapisas. El vagabundo puede tomarse libertades que ya las quisiera para sí el buen burgués, pero éste, al menos, come caliente todos los días. No hay ventaja social que no comporte algún inconveniente, y cuando los privilegios son enormes, también lo son las molestias. Al parecer, sólo Dios consigue el conjunto de todos los bienes, sin mezcla de mal alguno.

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Calderón, al comparar los distintos oficios y estamentos en El gran teatro del mundo, se esfuerza por mostrar un sabio equilibrio entre mercedes y trabajos, pero, pese a que nadie está contento con su suerte, tiene que reconocer que no es frecuente que el rey quiera cambiar su papel con el labrador, mientras que nunca faltan candidatos para la operación inversa. Si algo me saca de quicio -cada cual tiene su tic-, es la queja de los ricos por el peso de sus millones; de los que han acumulado todos los poderes y no están dispuestos a soltar ninguno por la responsabilidad que les agobia; de los encumbrados por la enojosa carga de la púrpura. Cada vez que les proponemos aliviarles de sus millones, responsabilidades y honores nos dan la espalda con desprecio, conformes con seguir sufriendo.

Contra la fuerza de los hechos no sirve la mejor voluntad. Abrumado, tuve que admitir que nuestro presidente comparte, de las muchas posibles, la noción de libertad más trivial, y pienso que socialmente la más onerosa, pero, como no hay mal que por bien no venga, también la más extendida y popular, lo que puede acarrear bastantes votos. Así que libre es el que hace lo que quiere, y como suele darse por descontado que, en deseos y apetencias, muy poco nos diferenciamos los mortales, libre es aquel que vive como todos quisiéramos vivir, o sea, el que se da la vida padre. Lo malo es que este don preciado de la libertad, que al parecer consiste en hacer lo que nos pide el cuerpo, es un lujo que nadie, ni el más rico ni el más poderoso, puede permitírselo. De ahí el afán ilimitado de poder y de riquezas, que, como se ha dicho, no cesa más que con la muerte.

Pero aun admitiendo esta noción de la libertad, ¿de dónde se habrá sacado el presidente que su margen es más estrecho, y no, como es obvio, simplemente distinto del de los demás? Puede lo que los otros no pueden, y no puede lo que muchos pueden. Conozco a un biólogo que pasa más horas en su laboratorio que el presidente en la Moncloa. Hay empresarios que han sacrificado cada minuto de su vida a su empresa, como el monje a su dios. ¿Acaso cabe ignorar el tamaño de la renuncia que supone ser poeta? "He donat la meva vida pel dificil guany d'unes poques paraules despullades", cantaba Salvador Espriu con la angustia que nos invade en las horas de duda y de hastío.

No tiene sentido tratar de medir la magnitud de la renuncia, o si se quiere, la reducción del margen de libertad que implica consagrarse a la ciencia, al arte, a la religión o a la política. Además, ¿con qué criterios medir la incidencia que sobre la sociedad tiene la labor del empresario, el artista, el científico o el político? Cuando queremos identificar una época, lo primero que salta a la memoria no es precisamente el nombre del ministro de turno. En cambio, las diferencias en prestigio y remuneración son evidentes, pero hasta el menos avisado las pondrá en relación más con las estructuras de poder que con la justicia.

Rousseau ha llamado "natural" a esta noción de la libertad, para diferenciarla de la "libertad moral", que supone, dicho en una fórmula que plantea más problemas que los que resuelve, cumplir con el deber que nos hemos dado libre y autónomamente. Plegarse a las exigencias que impone el perseguir el fin propuesto no implica pérdida alguna de libertad, sino tal vez la única posibilidad de realizarla. Este concepto ético de la libertad, reclaborado por Kant, ha dado hasta nuestros días bastante juego; entre otros, el permitir una fundamentación ética del socialismo; tal vez no quede otra, cuando se han desmoronado las metafísicas de la historia y dudamos hasta de que pueda ser eficiente.

Lo que importa tener claro es que de esta concepción de la libertad natural Hobbes deriva el poder absoluto del Estado -sin él no puede concebirse la propiedad-, y Locke, el liberalismo económico. Que cada cual decida libremente cómo organiza su vida, siempre que el Estado proteja las riquezas de los que las tienen, así como las reglas para adquirirlas, conservarlas o enajenarlas, de modo que los que las disfrutan -justamente los mejores, acorde con el principio de legitimidad que aguanta esta construcción- puedan realmente hacer lo que quieran. El marco real de la libertad de cada uno es el tamaño de su fortuna.

Andaba en estas cavilaciones cuando sonó el teléfono. Al otro lado del hilo, un amigo hispanista, tan enviciado con la lectura matinal de EL PAIS que ya no recupera el pulso los días que, por alguno de los imponderables del destino, no llega a Berlín. Con una voz en la que se delataban el estupor y la ironía, me espetó sin más preámbulos: "¿Has leído? Felipe se cree Cristo". Sin poder contener la risa, le pregunté que de dónde sacaba semejante barbaridad. Con los conocimientos inagotables que le distinguen, mi amigo me explicó que la ftase "he perdido la libertad para que los demás la tengan" resulta ininteligible si no se considera una transposición del misterio cristiano de la salvación: Cristo pierde su vida en la cruz para que todos los hombres podamos alcanzar la vida eterna.

"Porque, a ver", continuaba mi amigo, dominado por la lógica de su argumentación, "¿cómo cabe si no entender que la pérdida de la libertad pueda comportar una ganancia para los otros? Cuando alguien pierde la libertad, todos perdemos un poco de la nuestra, y al revés, cuando una persona o un pueblo recuperan la libertad, ganarnos todos. ¿Te puedes imaginar forma más terrible -y en el fondo, más reaccionaria- de entender la libertad que dar por supuesto que la pérdida de la libertad de uno puede ser el precio a pagar para mantener la libertad de los otros? Convéncete, esta frase, en boca de un líder socialista, únicamente puede entenderse en un sentido religioso: ha perdido la vida-libertad para que los españoles consigan la vida-libertad, y como hasta ahora sólo Cristo ha llevado a cabo esta dialéctica de salvación, es por lo que te digo que vuestro presidente se cree Cristo revivido".

En vano le recordé que un trasfondo religioso se trasluce en el lenguaje cotidiano, y muy en especial en el idioma español, pero que ello no debiera dar pie para sacar conclusiones tan extravagantes. Pero no hay forma de parar a mi amigo cuando se lanza al vértigo de sus especulaciones; con voz que parecía provenir de ultratumba, añadió: "También es desgracia que ahora que vais a entrar en la Comunidad estéis gobernados por un presidente que a ratos se siente tentado por la ilusión de recobrar la libertad, mandando a paseo las restricciones que impone el cargo, y otros aguante convencido de su misión salvadora. Entre el riesgo de que un buen día lo abandone todo para vivir por fin su vida y el de que quede amarrado con la tentación caudillista del salvador, este segundo me parece el más probable, pero también el más peligroso. Fíjate cómo se vincula este afán soteriológico con el culto que tributa al Estado en estas mismas declaraciones: como en los tiempos pasados, la política partidista tiene un sabor negativo, mientras que la cabal y justa sería la política de Estado. Déjame explicarte qué es lo que vuestro presidente entiende por política de Estado...".

Aquí acabó mi paciencia, incapaz de seguir escuchando juicios tan estrafalarios. Aun con mi natural tolerante, no hubiera aguantado tanto si no hubiera estado seguro de que la argumentación de mi amigo, por enloquecida que parezca, no brotaba de ningún resentimiento o ambición malsana. Todo lo contrario, me consta el cariño que siente por las cosas de España, a las que dedica gran parte de su tiempo; eso sí, sin haber visitado nunca nuestro país, ni pensar por lo más remoto en hacerlo. Éstos son los resultados a los que se llega cuando no se distingue entre realidad y lenguaje y no se posee otra experiencia que la que proporcionan los libros.

Con el fin de conseguir un acuerdo para acabar nuestra conversación en armonía, comenté, a manera de resumen, que Felipe podría ser un pésimo filósofo, pero que no por ello dejaba de ser un buen gobernante. "No lo creas", replicó, sacando a relucir todo su platonismo. "No hay una buena política que no se base en una buena filosofía". La llamada de mi familia para que acudiera a la mesa -entre tanto era la hora de comer- puso punto final a diálogo tan descabellado.

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