Los intelectuales y los 'media'
La larga tradición de análisis crítico sobre los media (medios de comunicación de masas) parece hoy barrida por la marejada de posiciones contrarias. Y esto en el momento mismo en que la explosión de las nuevas tecnologías de la comunicación y la información dan a la cultura mediática (o de los medios de comunicación de masas) un papel cada vez más determinante en la vida social.Muchos de aquellos y de aquellas que ayer se encontraban en la contestación a la "sociedad de consumo" y/o a la "sociedad del espectáculo" se aglomeran hoy en la orilla opuesta, celebrando el advenimiento de la "sociedad de la información" y de las nuevas batallas situadas bajo el signo de la filosofía del mercado.
Cultura/mercado, cultura/industrial, dilemas maniqueos de ayer, mucho menos sentidos como tales hoy. ¿Habrá encontrado al fin su legitimidad la cultura mediática? Con esta evolución, es toda una parte de la historia occidental de las ideas y de las teorías sobre la cultura la que se ve de nuevo puesta en cuestión. Con ella, también se ve cuestionada la historia de las relaciones que ha mantenido con los media la clase intelectual. Con ella, igualmente, la historia de las relaciones que los intelectuales han mantenido con las otras clases y grupos sociales.
LA RECONCILIACIÓN
El ritmo con que han evolucionado las mentalidades en los países que todavía ayer defendían ferozmente su patrimonio contra el orden del marketing supera todo lo que podía esperar la industria de la publicidad. "Recuerden ustedes", escribía en 1980 un publicitario de la primera agencia francesa, Publicis, "que todavía hace poco más de 10 años, en 1968, se planteaba el problema de una civilización sin publicidad. Esos debates tenían derecho a existir y no eran forzosamente ridículos. En la actualidad, resultaría difícil conseguir una página en Le Monde para un debate de esa naturaleza... Es un síntoma que hay que retener".
Como una nueva legitimidad nunca viene sola, le han seguido otras.
Con el nuevo derecho de ciudadanía del medio ambiente publicitario, la conexión cultura-negocio, sobre la que (según la expresión de Umberto Eco) se han arrojado los apocalípticos, se ha procurado un lugar al sol. En algunos medios intelectuales no se ha llegado a discernir lo verdadero de lo falso en las teorías de la Escuela de Francfort. Y algunos se libran hoy alegremente de las dudas que, a sus ojos, han inhibido a tantos de sus predecesores.
El contexto en el que rompe esa ola de fondo es el de la distorsión, el de que, a fuerza de tener la nariz pegada a la vitrina de los nuevos artefactos técnicos, no se vea más que a través de cristales de aumento. Es el de un conflicto entre el sector privado y el sector público, cuya resolución domeñada desembocaría en una adaptación destinada a lograr mejores resultados en la evolución tecnológica. Ahora bien, más allá de las disputas y los debates sobre el futuro del servicio público, más allá de su posible desaparición como marco que estructura la televisión y las comunicaciones, lo que está en juego ¿no es, acaso, sino la avanzadilla de una nueva concepción de lo social? Es así como la distorsión opera también en el campo de la producción teórica y en el de la producción del saber sobre los media, contribuyendo a desestabilizar los paradigmas que han legitimado las instituciones y las prácticas inscritas en la filosofía del servicio y del interés público. Estos paradigmas han acompañado, mal que bien, a una relación determinada entre los creadores y el Estado, los creadores y la producción industrial, los creadores y el mercado, los intelectuales y la producción mediática y, por encima de todo, a la relación entre el emisor y el receptor, entre la institución mediática y el ciudadano-consumidor.
El placer, el deseo, lo lúdico se mencionan tanto en las conversaciones ordinarias sobre la experiencia cotidiana de los media como en los discursos formalizados. A través de ellos se enfrentan unas referencias históricas que recubren otras tantas maneras de concebir la apropiación del nuevo entorno tecnológico. Esto se ha visto recientemente en Francia durante la discusión sobre los usos sociales de las nuevas tecnologías (videotexto, teletexto, cable, etcétera) y sobre el papel que puede jugar la investigación en las ciencias sociales para acompañar al dominio democrático de las nuevas redes. Citemos las frases del discurso de apertura de un publicitario durante la celebración en París de un debate sobre las perspectivas que los nuevos media ofrecen a la industria del marketing. En el curso del debate fueron claramente atacados aquellos sociólogos presentes que, apelando a una idea renovada del servicio público, veían en la experimentación social una de las vías más democráticas para asociar a los ciudadanos con las opciones tecnológicas, porque permitía captar sus demandas y escapar así al determinismo de las lógicas de ofertas de los fabricantes. "Si yo miro", confesaba ese publicitario, "lo que sucede actualmente fuera de Francia, lo que me llama la atención en particular en el Silicon Valley, en California, es que no se trata tanto de experimentación, sino más bien de un brote. En todas esas exposiciones que escucho hay un gran ausente: el deseo. Ahora bien, lo que está pasando con esas tecnologías es un formidable trastorno del deseo, un formidable aspirador movido por el deseo; lo que pasa en California es que las gentes tienen ganas de ello. Cuando digo las gentes hay que tomar el término en una acepción muy amplia: son quizá los publicitarios, los jóvenes empresarios, las asociaciones de consumidores, etcétera. Se trata, sin duda, mucho más de crear las condiciones para que las gentes tengan ganas de jugar con... Van a llegarnos nuevos productos japoneses o estadounidenses porque ellos habrán conseguido crear las condiciones en que las gentes van a jugar con el deseo e inventar productos y usos nuevos".
Frente a la pesadez de la herencia de un servicio público cuyo pensamiento sobre lo social se asimila a las formas arcaicas del cuadriculado tecnocrático, he aquí legitimado como natural el empuje de las nuevas tecnologías porque responden a la dinámica, también natural, de los deseos, "deseo de comprar, deseo de comunicar, deseo de utilizar los nuevos medios".
Para poder creer en la idea de un deseo-placer-juego, expresión natural de la espontaneidad individual y de la libre elección, hay que suscribir, evidentemente, esa otra idea de que toda tentativa de repliegue en relación con la dinámica tecnológica es una tentativa de puesta en orden y, por consiguiente, una ideología. Pero nos queda una certeza, la que han establecido las filosofías y las sociologías negativas: lo que no se refiere a un momento y a un lugar histórico y filosófico particular, se refiere, de todas maneras, a la naturalidad de un sistema que en último análisis gobierna el sentido, un sistema que debe al hecho de haberse autobautizado natural la facultad de hacer olvidar que es un sistema concreto, con sus relaciones de fuerza y sus mecanismos de regulación social. Un sistema en el que determinados grupos pueden hacer prevalecer sus intereses sobre los demás. La sociedad que este sistema patrocina se presenta como una sociedad en la que los intereses contradictorios se armonizan y se han armonizado siempre espontáneamente. Esta explicación por el deseo que modelaría espontáneamente la definición armoniosa de los usos de las nuevas herramientas tecnológicas es profundamente coherente con esa idea de un orden natural, en el que las libertades serían inmanentes a la sociedad, y que bastaría dejar germinar y multiplicarse las iniciativas privadas para realizar el bien de todos. Pues bien, la historia particular de la constitución de los usos de las técnicas y de los sistemas de comunicación muestra que, a semejanza de la gran historia, son los conflictos entre grupos e intereses los que determinan su evolución.
Durante años, la visión de un nexo entre la cultura de la modernidad y el sometimiento social han definido la mirada dirigida por los análisis, las denuncias, las críticas a la cultura de masas, a la cultura del consumo y a la sociedad del espectáculo. Al denunciar el trabajo de construcción de mitologías a que se entregaba la cultura de los media, Barthes establecía, a finales de los años cincuenta, el paradigma de la modernidad como nueva modalidad de la dominación social, de la dilución del conflicto social. Barthes demostraba de forma brillante cómo el mito vaciaba de su realidad a los fenómenos sociales y absolvía así al sistema. Lo purificaba. Privaba a esos fenómenos de su sentido histórico y los integraba en la naturaleza de las cosas. El mito domesticaba la realidad, la anexaba al beneficio de una pseudo-realidad, aquella que venía impuesta por el sistema, aquella que no era real más que a condición de admitir las bases sobre las que se edificaba la ideología dominante, es decir, a condición de admitir el punto de vista particular de una clase propietaria de la cultura legítima como parámetro de objetividad y de universalidad.
Barthes escribía: "Lo que el mundo proporciona al mito es lo real histórico, definido, por muy lejos que haya que remontarse, por el modo en que los hombres lo han producido y utilizado; y lo que el mito restituye es una imagen natural de lo real. Y lo rrásmo que la ideología burguesa se define por la defección del nombre burgués, el mito está constituido por la pérdida de la cualidad histórica de las cosas: las cosas pierden en él el recuerdo de su fabricación".
EL DESCOMPROMISO
Al mismo tiempo que identificar el mito, este paso ponía de relieve cómo la cultura de masas realizaba su trabajo a partir de lo dado social, cómo la cultura de masas se adueñaba del movimiento social y lo trataba a su manera. En esa misma perspectiva de desmitificación se forjaron las nociones de recuperación y de dilución de las formas de la contestación social. Estos enfoques muestran cómo el nuevo ideal publicitario se construía en un movimiento de intercambio y de apropiacióna incesante del campo semántico de los múltiples procesos de liberación que agitaban a la sociedad. En esa época, la modernidad tecnológica hacía del ideal de la mujer moderna en la ascensión de la sociedad de crecimiento y de consumo la línea de impacto de las estrategias de ventas. Esa modernidad se amparaba en la sonrisa de la feminidad y se alimentaba con las pulsiones del movimiento de emancipación de la mujer, grupo social emblemático donde los haya.
En la actualidad, mientras que la estrategia de reindustrializ ación invoca la modernidad, sus intelectuales se encuentran ya en los tiempos de la posmodernidad. Es la época del look, la era de las apariencias la que se abre. Se asiste a la pérdida del vínculo social. La necesidad, reconocida por Barthes, de identificar el nexo social que une la cultura de masas, la estrategia publicitaria y el movimiento social se difúmina. La forma es soberana. En el goce de la forma y sus resplandores ha dejado de tener importancia el contenido.
El medio como vector de la ideología, produciendo, por tanto, un efecto en lo vivido de los individuos y de los grupos: durante decenios, la relación de causa a efecto ha marcado la aprehensión de la cultura mediática. Hoy ya no es más que el rastro de un pensamiento que se niega. De la misma manera que se rechaza la precedencia de la pregunta sobre la respuesta, de la conclusión sobre la premisa. La idea de que todo se da en el instante trastorna los órdenes y las jerarquías que presidía la determinación de lo que era importante y no importante, esencial y no esencial, entrada y salida, "primera instancia" y "última instancia", preámbulo y desenlace. Devolución al remitente para las ciencias de la revelación barthesiana: después de tantos años de hacer pasar por el tamiz de la denuncia los discursos políticos, religiosos, literarios, publicitarios, este paso de la revelación que, ejercida bajo el manto de la etiqueta científica, se pretendía dar al margen de las ideologías, ve cómo se vuelve contra él su propia argumentación: esta oposición de la ciencia a la ideología se había tomado como el antagonismo de la verdad y el error. Se había creído que este discurso era objetivo, que estaba inmunizado contra la ideología, esa ideología que, como desquite, desacreditaba los demás discursos. No hay nada de esto. Las teorías y las prácticas de la revelación nutrían también el discurso del orden y montaban nuevos decorados para la vieja escena racionalista.
En la actualidad, el rey está desnudo. La puesta en cuestión de la separación entre ciencia e ideología pone de manifiesto aquello sobre lo que estaba construida la ideología: la idea de que existen detentadores y propietarios del saber. Un puñado de gente que tiene las llaves del código. Y las masas, condenadas bien a pasar por las horcas caudinas de la mediación intelectual y a recibir los sésamos de ésta, o bien a permanecer en su estado predestinado de narcotizadas, de intoxicadas.
El único problema es que, sin otra forma de proceso, se tiene la tendencia a dejar ir al bebé con el agua de la bañera. Y de una ideología de la revelación, de la desmitificación del sentido latente, del significado oculto, se pasa a las ideologías de la transparencia.
Y en este tránsito desaparece la reflexión proseguida a partir de la Escuela de Francfort, desaparece el vínculo que existía entre la cultura de masas y lo social profundamente segregado, que hacía decir a Adorno y Horkheimer que ellos "no detestaban la cultura de masas porque fuera democrática, sino precisamente porque no lo era".
Esas ideologías tienen sus nuevos mediadores. En el contexto posmoderno ya no es ciertamente el intelectual tradicional el que está llamado a ocupar el lugar central. La pérdida del nexo social que lo asigna significa también la pérdida del nexo entre la teoría y la práctica y, por ello mismo, la pérdida de un área de competencia e intervención en la sociedad. Porque los nuevos sectores profesionales del tratamiento del saber sobre el comportamiento de las diversas categorías sociales son ahora quienes conciben y administran el nexo social, en nombre mismo de su desaparición y de la evaporación de lo político.
Si se quiere sobrevivir en este nuevo campo de fuerzas, resulta oportuno observar las reglas de la puesta en escena mediática, con el riesgo de dejarse en el vestuario toda interrogación sobre las apuestas del trabajo intelectual. Es necesario ocupar el terreno preocupándose ante todo de definir la mejor imagen para ofrecer al público, de la misma manera que se define la escritura de más éxito.
Como observa la novelista Armie Ernaux: "En los medios literarios ha hecho su aparición un nuevo lenguaje; se habla de carrera en lugar de obra, de público con preferencia a lectores... Existe como una renuncia progresiva y casi generalizada a las preguntas que siempre se ha planteado más o menos la literatura sobre su papel, su finalidad; su relación con lo real, con la sociedad, aunque sólo fuera para negarla... Es posible que por un extraño sentido de los límites, latente bajo la irrisión ambiente, la literatura renuncie a todos los poderes distintos de los del placer y la distracción".
Es posible entrever las resonancias que puede tener la crisis de la conciencia negativa cuando se conoce la importancia que la misma ha tenido en la formación de la mayor parte de la clase intelectual, especialmente en Europa, donde, repitiendo la frase de Michel Foucault a propósito de Francia, "intelectual e intelectual de izquierda es casi lo mismo".
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