Otra vuelta a la tuerca
Pasado ya felizmente el verano, el otoño ideológico se me presenta caliente. Lo agradezco porque nada aherrumbra más el pensa miento que no ha renunciado del todo a su función emancipadora -aun considerada con su pizca de ironía- que el darlo ya todo por dicho. De tal peligro me Ebera ahora Alfonso Sastre, permitiéndome no ya inventar nuevas doctrinas por afán polémico, sino recordar de nuevo lo cauta y políticamente olvidado. Y es que el fundamentalismo radical que siempre está dispuesto a reprochar a los divergentes un interesado olvido de los santos orígenes, olvida a su vez interesadamente otra cosa, a saber: la contraprueba histórica que recibieron éstos al intentar ser aplicados y de un modo atroz. No sé si ello merecerá también para Sastre ser calificado como "obedecer con las formas de la rebelión", práctica de la que se me considera representante destaca do. Si tal fuera el caso, le exhorto vivamente a que me señale cuáles son los jefes a cuyas consignas me pliego en este momento: le agradecería tanto su revelación que hasta prometo no responder haciendo públicos aquellos a los que bien pudiera avasallarse él. Por mi parte, ni siquiera aspiro a considerarme ligeramente subversivo, como se autotitula Sastre, por miedo a no pasar de subversivo a la ligera, cual es realmente su caso.Resumen de los episodios anteriores. Sastre comenzó haciendo una caracterización del actual pensamiento de derechas, centrado en la cuestión del individualismo y de la actitud ante el nacionalismo revolucionario fundamentalmente. Lamentaba entonces que antiguos militantes de izquierda hubieran adoptado hoy puntos de vista derechistas; preguntándose por los motivos de esta metamorfosis, avanzaba dos: el envejecimiento moral o intelectual y el soborno por el poder. Es interesante hacer notar que no mencionaba el tercero y mejor intencionado, la reflexión, como dando por sentado que sobre cuestiones de fe no hay nada que revisar teóricamente y que quien abandona las sanas creencias no puede hacerlo sino por causas inconfesables. Por supuesto, nada tengo que objetar contra quien, pensando, llega a pensar otra cosa; como señaló Gabriel Matzneff, sólos los imbéciles y los muertos no cambian nunca de opinión. Pero además, en este caso y respecto a los puntos en litigio, ni siquiera era preciso hablar de cambio de pensamiento, pues ha habido teóricos rigurosamente de izquierdas -si es que tal denominación tiene algún sentido más allá de lo incantatorio- que han pensado sobre estas cuestiones de manera notablemente distinta a Alfonso Sastre. Me permití citar extensamente a Adorno porque es el representante destacado de una reflexión que en los temas suscitados por Sastre -no en cualquiera otros, sino precisamente en ésos- se resiste al secuestro grandilocuente tanto del oportunismo pragmático como del energumenismo neoleninista (a los cuales, por cierto, no faltan puntos en común). Alfonso Sastre se declara inmediatamete antiguo y aventajado lector de Adorno, lo que acepto sin rechistar; incluso señala que se da la paradoja de que lo hostigo con argumentos que comparte. Paradójico es, en efecto, que Sastre comparta argumentos tan diametralmente opuestos a sus planteamientos, pero las paradojas son la sal de la vida, y en el caso de Alfonso Sastre, hasta el pan y la sal.
Volvamos, por ejemplo, al caso del individualismo. Sastre se empeña en que los individualistas (es decir, quienes se preocupan más de la autodeterminación de los individuos que de la autodeteminación de los pueblos, pues de tal expresión mía en un artículo anterior han brotado todas estas discusiones con las que quisiéramos entretener al respetable) se proponen el magno proyecto de ser sí mismos, olvidando que irremediablemente forman parte de un colectivo. Yo no dudo, claro está, que Sastre haya leído, y bien, a Adorno; lo que digo es que en este punto hace como que se le olvida para refutar victoriosamente opiniones que, por desgracia para su argumentación, nadie sostiene. Quien habla de autodeterminación del individuo no clama por ser él mismo, lo cual resulta una obviedad o un martirio forzoso; lo que pretende es resistir a la. obligación de ser lo mismo, impuesta por el mecanismo coactivo del perverso unanimismo social con que se fabrican los ejércitos, los entusiasmos patrioticos y las dictaduras totalitarias. Repase su Dialéctica negativa maese Sastre y hallará el tema de la no-identidad, es decir, el rechazo de un concepto -científico o político, tanto da- que pretende sustituir sin resquicios, inmediatamente y por completo, a la objetividad insurnisa de que quiere dar cuenta. La subjetividad burguesa está enajenada por mediaciones manipuladoras que desconoce, pero en ella aún queda la dolorida protesta ante la falsa generalidad de las voces de mando y los vivas de rigor. De nada sirve aquí recordarle al menoscabado sujeto individual que irremediablemente forma parte de una colectividad, porque es precisamente en su vinculación al grupo, y no de otro modo, como la subjetividad se descubre, defendiéndose. Lo que justamente Adorno enseñó es que "la sociedad es un conjunto de sujetos y su negación", es decir, una fábrica de identidades alienadas, para las cuales ser sí mismos y ser lo mismo resultan fatalidades complementarias. La autodeterminación de los individuos se refiere sin más a esa reclamación de lo no-idéntico frente a la identidad forzosa, que no mejora por verse instituida bajo el alto patronazgo del pueblo. ¿Por qué Sastre, buen lector de Adorno, finge ignorar todo esto y me habla de los dandys, amonestándome con lo de que "lo gregario salta donde menos se piensa"? En efecto, ahí donde se piensa menos se afirma más lo gregario; y precisamente por eso.
O veamos la cuestión del nacionalismo. No es que Adorno no se diera cuenta de la aparición de movimientos patrióticos "de carácter revolucionario, o por lo menos progresista" -Sastre dixit-, pues tan torpe no era y fue coetáneo de Argelia, Cuba, Vietnam y tutti quanti: es difícil que una cosa que a Sastre le resulta tan fácil ver, a él se le escapara por completo. Pero lo que vio también, y con claridad que le honra, es la hipoteca de oscurantismo narcisista y de unanimismo teocrático que la exaltación nacionalista hace pesar sobre el proyecto emancipador que vehicula. Esta hipoteca se hace tanto más gravosa cuando ya no se trata de pueblos económicamente oprimidos por el imperialismo que luchan por su descolonización (aquí lo decisivo no es el sojuzgamiento de una identidad nacional que en ocasiones ni siquiera preexistía, sino la explotación colonial), sino de países pertenecientes a áreas desarrolladas en los que el énfasis nacionalista no suele ser más que el travestimiento alucinatorio de otros problemas políticos. Pero dejemos esto de lado, pues Sastre no es nacionalista e incluso está dispuesto a entregar el concepto de nacionalismo en manos de la derecha, en las que -como bien dice- sigue estando. Hasta llega a contar el proceso de su desnacionalización, tragedia -íntima, por supuesto, sin mayores efectos públicos ni legales- a la que ha llegado no por disconformidad con la idea nacional en sí misma, sino por antipatía a la España de la derecha española y de sus cómplices de izquierda. Si en España no hubiera habido más que Bartolomé de las Casas, Cervantes y, pongamos, Miguel Servet, Sastre hubiera seguido siendo nacional; pero como también hay españolazos patrioteros, pues nada, se nos marcha y sólo vuelve a Madrid para los estrenos. No está mal la idea: la nación es aceptable si funciona como una especie de comunión de los santos, pero cuando también incluye pelmazos y verdugos más vale irse de veraneo. Lo malo es que sin pelmazos y verdugos no hay naciones... Inglaterra es Shakespeare y la Thatcher; Euskal Herría es, Unamuno, Oteiza y Sabino Arana: lo mejor, pues, es desnacionalizarse del todo o aceptar la nacionalidad como una pura convención política y nada más, tal como querían los cosmopolitas.
Lo que a Sastre le parece ética y políticamente aceptable es el intemacionalismo, pero el leninista, no el de Rosa Luxemburgo, demasiado próximo para su gusto a un cosmopolitismo proletario. Esta última, como tantos libertarios del pasado siglo y del presente, consideraba la división del mundo en naciones como el enmascaramiento burocrático-teológico de la fundamental comunidad de intereses de los explotados frente a los explotadores; las naciones son la cristalización colectiva del egoísmo burgués y la hipóstasís masiva de la lucha de todos contra todos, en beneficio de los militaristas, los jefes y los traficantes de sangre. En cambio, el internacionalismo leninista, según Sastre, no va contra la división del mundo en nacio
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nes, sino que pretende la "interrelación fraternal de ellas".
El milagro de que las naciones, que son instituciones mutuamente opuestas y convencionalmente enfrentadas, alcancen la fraternidad -es decir, lleguen a amarse unas a otras como Lenin y Sastre las aman- sin por ello desaparecer como tales se logrará por la obra regeneradora del proletariado. Lástima que de momento las muestras del internacionalismo leninista efectivo que conocemos incluyan Hungría en 1956, Checoslovaquia en 1968 o Polonia y Afganistán ahora mismo...
Si bien el nacionalismo es de derechas, en cambio el patriotismo ha hecho crisis en manos de la derecha y "tiene epifanías de izquierda". Por lo menos esto es lo que dice Sastre. Nacionalismo, no; patriotismo, sí... ¡vaya usted a saber por qué! Otra paradoja más: el concepto político es patrimonio de la derecha, pero el sentimiento visceral de adhesión a él ha sido mágicamente rescatado por la izquierda. ¡Y pensar que hubo épocas en que el marxismo se enorgullecía de ser una visión científica de la realidad! Pero no nos entretengamos en minucias, que llegamos a lo importante. Ese patriotismo de izquierdas es evidente en Euskal Herría -izquierda abertzale- para todo aquel "que no mira desde la óptica del nacionalismo español". Pues muy bien, aceptemos que hay izquierda abertzale: pero no una, sino dos... por lo menos. Hay una izquierda en Euskadi que combatió contra la dictadura franquista incluso con las armas; que reivindicó las excluidas y perseguidas señas de identidad de los vascos; que ahora participa de modo radical pero pacífico en la Vida política del país; que lucha contra la supervivencia indigna de la tortura, contra las leyes de excepción, contra los crímenes por razón de Estado de los que hoy mandan y de los que quieren mandar mañana; que pretende un replanteamiento efectivo de las exigencias de todos los trabajadores como vía del verdadero cumplimiento del proyecto socialista; que se esfuerza por la conservación del euskera, resguardándolo tanto de quienes quisieran verlo desaparecer como de quienes lo vacían de su universalidad para convertirlo en vehículo de una nueva Formación del Espíritu Nacional; que naturalmente creen que hay una vía política para la paz en Euskadi, pero que tal vía debe ser efectivamente política, no un pacto entre militares bajo fuego cruzado. Y también hay otra izquierda abertzale, la que pretende aplicar en el País Vasco la cauterización de la guerrilla como si estuviésemos bajo la férula de un Somoza o de un Pinochet, la mitificadora de un leninismo al pil-pil, la que no propone a la juventud del país más ejemplo que el de los caídos heroicos cuya sangre debe dar fuerzas a otros para morir también, la del pacifismo unilateral, la que está contra las centrales nucleares pero a favor de la Goma 2, la monopolizadora del pueblo, lo nacional o patpiótico y la bandera, tal como estamos en otras latitudes acostumbrados a ver hacer a grupos de signo aparentemente distinto, aquella en cuya boca lo de "Por una Euskadi alegre y combativa" suena como lo de la "España alegre y faldicorta" de José Antonio Primo de Rivera. Seamos claros de una vez: a mí me gustaría saber a cuál de esas dos izquierdas abertzales se refiere ponderativamente Alfonso Sastre. Porque es entre esas dos entre las que hay que elegir, no entre los patriotas de izquierda y los españolazos. Y eso lo sabe Sastre tan bien como yo: lo que pasa es que a veces la afición a rebelarse con las formas de la obediencia se lo quita un tanto de la cabeza.
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