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Reportaje:

Chop-suey en domingo

Las familias madrileñas abarrotan los días festivos los 250 restaurantes chinos de la capital

Tiempo atrás los occidentales hablaban del llamado peligro amarillo y alguno de ellos llegó a escribir que "el día que China despierte, el mundo temblará". Tan agoreros presagios no se han cumplido y todo parece indicar que los únicos que han de temer una invasión china son los propietarios de restaurantes. Madrid cuenta con 250 restaurantes chinos, y todos los domingos y festivos familias al completo y grupos de amigos y compañeros de trabajo pugnan por conseguir una mesa en alguno de ellos. Sólo el panda Chu-Lin ha hecho tanto por la amistad hispanochina como las verduritas picadas, el bambú y el pato laqueado.

Los domingos Wei Woei veía a María del Mar en el restaurante chino de la avenida de Brasil en que él trabajaba de camarero. La chica y unas amigas iban a comer allí el clásico menú de rollitos de primavera, ensalada tres delicias, ternera con setas y bambú, pan ni probarlo, vino rosado español y lichís de postre. Wei miraba furtivamente a María del Mar, y ella también le miraba. Y un día un compañero español de Wei le dijo en voz alta y demasiado cerca de la mesa donde almorzaban las muchachas: "Te gusta, ¿eh?".Wei se sonrojó hasta el alma. Convencido de que la clienta había escuchado el comentario se acercó a disculparse, y la chica, que no lo había oído, le sonrió. Así empezó una historia de amor que terminó en boda; una unión a la que los padres de María del Mar no pusieron problemas, pero sí el progenitor de él, que creía que Wei debía casarse con una muchacha de su raza y lengua. El joven camarero zanjó el asunto apelando al sentido común: "Pero, papá, si aquí no hay chinas".

Ahora Wei Woei, nacido en Taiwan hace 26 años, trabaja en otro restaurante. No ha tenido hijos con María del Mar porque la pareja se ha dado un plazo de varios años para ahorrar y montar un negocio propio, el sueño de todos los cocineros y camareros chinos. Y, como la inmensa mayoría de sus compatriotas, Wei luce casi siempre rostro de plácida felicidad. El cliente no puede evitar la pregunta:

-Wei, ¿por qué los chinos sonríen siempre? ¿Es una cuestión de musculatura facial o es que no tienen angustias?

-Mire, reímos por no llorar, como dicen ustedes.

El restaurante donde trabaja es uno de los 250 locales de este tipo que existen en Madrid. Está en la parte alta de la ciudad, entre Nuevos Ministerios y plaza de Castilla, zona abundamente poblada de restaurantes chinos. Tan sólo en los alrededores del Rastro existe una oferta semejante. El local está en los bajos de un edificio moderno y su fachada es la inevitable falsa pagoda pintada de colorines. En el interior, enorme, con capacidad para 200 personas, están los no menos inevitables farolillos, cuadros con pájaros y flores y mucho terciopelo rojo, color este que simboliza la alegría en la tierra de Confucio y Mao Zedong.

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Clientes ilustres

Chen, nacido en el continente asiático hace 43 años, es uno de los tres propietarios del local. Tiene la cara redonda y aplastada, el pelo negro y lacio, viste con atildamiento un traje gris con corbata y, aunque apenas habla castellano, sí conoce los nombres de algunos de sus clientes más ilustres: Miguel Boyer, Victoria Abril, Alaska, Fernando Rey y, al citar su nombre la sonrisa es incontenible, Miliki. -Chen, ¿usted sabe por qué la comida china gusta tanto a los occidentales?

Su empleado Wei Woei traduce su respuesta:

-Porque es fresca, ligera y económica.

Será por eso, será por vivir durante un rato la sensación de estar en Oriente, lo cierto es que los restaurantes chinos vuelven locos a los madrileños, que todos los domingos y festivos se amontonan ante sus mesas. Las mujeres y los niños son los clientes más entusiastas. Ellas por lo de mantener la línea -"¿ha visto usted muchas chinas gordas?", inquiere Chen-; los pequeños, por comer unos platos de sabores extraños que parecen hechos a su medida, todo muy cortadito y con la posibilidad de abandonar esos instrumentos odiosos que son tenedor y cuchillo y ensayar con palillos.

Comer en un resturante chino es un rito amable, muy apropiado para familias o compañeros de trabajo en fin de semana. El fenómeno empezó hace una década y ya ha producido especialistas, españoles que saben distinguir un rollito bien hecho de uno cuya pasta es demasiado gruesa y aceitosa. Aun que, como dice, Wang Zhen, agregado de Prensa de la Embajada de la República Popular, en realidad es un abuso hablar de una única cocina en un país tan enorme Wang cita hasta ocho grandes escuelas de comida china, y explica que la más difundida en Europa es la del sur del país.

El diplomático es rotundo al afirmar que "el mejor restaurante chino de Madrid es la embajada" "Y si no", añade con una de esas muecas que el tópico occidental llama inescrutables, "que se lo pregunten a Felipe González y su plana mayor, que en 1975, antes de que muriera Franco, comieron en nuestra embajada".

Wang, hijo de campesinos del norte, está orgulloso de que la pasión de tantos españoles por la comida china empiece por la familia real. Según dice, y él sabe, el Rey adora el pato laqueado, la Reina el pescado al vapor, y a las Infantas se les ha podido ver en un restaurante del paseo de la Castellana. La explicación que el diplomático encuentra al hecho de que gran parte de los 2.500 chinos residentes en Madrid trabajen en restaurantes es que "la profesión de cocinero es la más fácil para nosotros, porque nos gusta comer y sabemos hacerlo".

Zu Biao es uno de esos cocineros; es además uno de los pocos que ya lo era en su país. Sus compañeros españoles en el establecimiento en que trabaja le quieren como se quiere a una mascota. Conejo le llaman, y él responde siempre al apelativo con una sonrisa de oreja a oreja que lo explica todo. En honor del cliente, los empleados nativos le hacen decir una frase cargada de erres. Zu se conoce el truco pero no le importa repetirlo: "El pelo de Loque no tiene labo", suelta.

Chinos no chinos

En ocasiones los propietarios de los restaurantes chinos no son chinos. Es el caso de Francisco, filipino y casado con una china, Pui Ling, la cocinera del establecimiento, situado en las proximidades del teatro Calderón, en un sitio de tamaño medio y decoración habitual que se precia de haber alimentado a los componentes de la ópera de Pekín durante su estancia en Madrid. Y también a populares miembros de la farándula española como Concha Velasco, Quique Camoiras, Bárbara Rey, Angel Cristo, Fernando Esteso y Bibi Andersen.Pui Ling, la cocinera, nació en un sitio del norte de China tan frío que en invierno hay que poner carbones encendidos bajo las camas. Allí, dice su esposo, fue donde se inventó el jamón. La primera sorpresa que la pareja chino-filipina recibió en su negocio madrileño fue una noche en que alguien robó un gran jarrón de porcelana, con flores y todo. Francisco y Pui Ling rieron durante horas imaginando cómo el desconocido había escondido el botín en su chaqueta.

Pese a esos menudos incidentes, puede decirse que la amistad hispano-china tiene una sólida base en el estómago. Sólo el panda Chu-Lin ha hecho tanto por ella como la soja, el té y el bambú. Esa amistad será inquebrantable el día que los españoles descubran las bondades del Ma Zong She Chiew, un licor que se sirve en una botella con dos lustrosos lagartos dentro. El bebedizo es el mejor remedio que la sabiduría milenaria de Oriente ha encontrado para la artrosis.

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