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Actividad política en EuropaANÁLISIS

Los partidos británicos 'abren el curso' con programas electoralistas

Las tres principales fuerzas políticas británicas (conservadores, laboristas y la Alianza entre socialdemócratas y liberales) ya están preparadas para iniciar el curso parlamentario 1985-1986, que dará comienzo a principios de noviembre con la lectura, por la reina Isabel II, del tradicional discurso de la Corona. Sus congresos anuales han acaparado, como todos los otoños, la atención pública, a falta de mejores espectáculos políticos. Pero este año revistieron un particular interés, al convertirse en una especie de lanzamiento de la campaña de las próximas elecciones generales, todavía a dos o tres años vista.Cada partido ha acudido a su respectivo congreso tratando de llevar un mensaje específico al electorado. Así, se puede decir que la alianza de socialdemócratas y liberales buscó, en su reunión de este año, presentar a la nación una identidad propia, algo difícil de conseguir por dos motivos: en primer lugar, el arraigo del bipartidismo en el Reino Unido y, en segundo, las propias contradicciones internas entre la Alianza, explotadas de una u otra forma por los dos partidos mayoritarios. La Alianza, que tras la celebración de los congresos de sus dos partidos saltó al primer lugar de la aceptación popular en las encuestas de opinión, trató de restar importancia a las contradicciones de los manifiestos de los partidos socialdemócrata y liberal e intentó, por medio de las eficaces intervenciones de David Steel y David Owen, unidos siempre en calurosos apretones de mano, demostrar al país que después de todo las diferencias no son tantas como pretenden conservadores y laboristas con la ayuda de las tendenciosas informaciones de los medios de comunicación.

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La Alianza, que como ocurre siempre en este país a mitad de un mandato parlamentario ha conseguido importantes triunfos en las últimas elecciones parciales y municipales, tiene que explicarle al electorado británico cual de sus dos líderes se convertirá en primer ministro en el caso de vencer en las elecciones generales, algo que todavía no ha hecho, y cómo se pueden fundir en un manifiesto electoral común posturas tan dispares en temas tan sensibles para el electorado británico como las mantenidas por los socialdemócratas, partidarios del mantenimiento del programa nuclear británico, y los liberales, fuertemente comprometidos desde hace años con el movimiento pacifista encarnado por la Campaña para el Desarme Nuclear.

La Alianza tampoco se ha pronunciado todavía sobre una interrogante, que será decisiva a la hora de decidir a los indecisos en las urnas, y que es a cuál de los dos grandes partidos, laborista o conservador, apoyaría la Alianza en el caso de surgir un Parlamento en que ninguna de las fuerzas obtuviera la mayoría absoluta.

En la última encuesta de opinión, publicada tras el congreso laborista, la Alianza ha vuelto a quedar relegada al tercer lugar de la aceptación popular -con un 28%-, con los laboristas con un cómodo 39%, siete puntos por encima de los conservadores. Estos porcentajes, que variarán tan pronto se publique una nueva encuesta que recoja el ímpacto popular del último congreso conservador, permitiría sólo a liberales y socialdemócratas forzar una coalición si los otros partidos les dejan, cosa que hasta el momento no ocurre. Neil Kinnock considera casi una afrenta la posibilidad de gobernar en compañía de los socialdemócratas de David Owen, Shirley Williams, Roy Jenkins y Peter Shore, a quienes casi considera como traidores a la causa laborista por haber abandonado el ,barco socialista tras la victoria conservadora de 1979.

El liderazgo de Kinnock

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El Labour Party acudió a su congreso anual con dos problemas principales: su eterna lucha entre las alas moderada y radical y el liderazgo de Neil Kinnock, que desde su designación en 1983 no había conseguido impresionar a la opinión pública como posible aspirante a ocupar el número 10 de Downing Street, residencia del primer ministro.

El congreso presenció un triunfo total de Neil Kinnock y de la tradición de centroizquierda del laborismo británico frente a las tendencias extremistas representadas por los grupos Militant de los ayuntamientos de Liverpool y Lambeth y otras formaciones de la izquierda radical laborista. Kinnock dio la talla de verdadero líder nacional en dos enfrentamientos personales con Dereck Hatton, vicelíder laborista del Ayuntamiento de Liverpool, y Arthur Scargill, jefe del Sindicato Nacional Minero.

Ambos pretendían un imposible para un aspirante al cargo de primer ministro en el Reino Unido: que un futuro Gobierno laborista se comprometiera a la promulgación de una legislación retroactiva que anulase las sentencias de los tribunales de justicia aplicadas a los ayuntamientos que no habían cumplido las leyes vigentes sobre techos presupuestarios y que condenase y reembolsase. las multas impuestas por esos tribunales a los piquetes de mineros considerados culpables de haber transgredido la ley. El mensaje de Kinnock fue claro,y contundente: dura lex, sed lex, vino a decir el líder del laborismo, cuya valiente intervención le valió una de las más prolongadas ovaciones dadas a un líder laborista en los últimos tiempos.

El abucheo a Kinnock cuando atacó las tácticas del Ayuntamiento de Liverpool procedió en su casi totalidad, como pudieron comprobar todos los asistentes en Bournemouth, no de la inmensa mayoría de los delegados, sino de la claque de Militant y otros grupos radicales situados en los palcos y en las tribunas del público.

Una encuesta realizada dos días después de las intervenciones de Kinnock colocaba a los laboristas siete puntos por encima de los conservadores y, por primera vez, al líder laborista por encima de Thatcher en las preferencias de los británicos. Sin embargo, los dolores de cabeza de los laboristas no terminan con este temporal auge de popularidad. Las tendencias radicales siguen dentro del partido, y han demostrado su fúerza consiguiendo que el plenario aprobase por una pequeña mayoría sus mociones, que no han pasado a formar parte del manifiesto electoral, por no haber conseguido la mayoría necesaria de dos tercios.

Kinnock tiene que demostrar todavía a un electorado que tiene muy reciente en la memoria las huelgas de los últimos años de la pasada década y el continuo declinar de la economía británica registrada bajo los Gobiernos de Harold Wilson y James Callaghan que es algo más que reina por un día y que su partido no es simplemente una sucursal de los sindicatos británicos. Una reciente en cuesta ha demostrado que, aunque la gran mayoría de los electores están a favor de una mayor participación de los trabajadores en las empresas, más del 75% de la población rechaza la intervención de los sindicatos.

Los conservadores, por último, han hecho buenas en su congreso las afirmaciones de Edmund Burke y Benjamín Disraeli de que, más que una ideología, la filosofía principal del conservadurismo británico es su capacidad camaleón¡ca de adaptación a las circunstancias de cada moment¿. Los tories, en Blackpool, no han ofrecido, al electorado una sola idea nueva. Han creído que su baja popularidad en las encuestas, la peor desde unas semanas antes de la campaña de las Malvinas, se debía a una cuestión de imagen y a la mala presentación de su política ante los medios de comunicación. Y, en consecuencia, han celebrado un congreso de autojustificación y triunfalista dónde la auséncia de ideas sólo ha sido superada por los ataques a sus adversarios políticos, principalmente los laboristas.

Entre los propios conservadores hay un sector que no está de acuerdo con la actúal política económica del Gobierno. Y no se trata sólo de los destronados Francis Pym, Jim Prior o sir Ian Gilmour. El propio ministro deEnergía, Peter Walker, atacó decididamente al Gobierno sobre su política económica en un discurso al margen del congreso conservador, en el que dijo que el desernpleo es "políticamente inaceptable y moralmente condenable".

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