Holanda, tras la tempestad
Nunca he sido mejor recibido en una ciudad. Los burgueses de La Haya llegaban al Museo Histórico de Arte, te rodeaban, te interrogaban: "Perdone, ¿está usted solo aquí? ¿Tiene ya alojamiento? ¿Quiere venir a mi casa?".¿Son éstos, pensaba yo, los holandeses que Quevedo llamaba tan avariciosos que, no contentos con la tierra que les había tocado en suerte, robaban la del mar con sus diques? ¿Habían cambiado tanto desde el siglo XVII?
Lo que había cambiado realmente eran las leyes. Resultaba que en aquel año de 1949, Holanda, como casi toda la Europa semidestruida por las bombas de la II Guerra Mundial, tenía un problema de alojamiento muy grande, lo que obligaba al Gobierno a exigir que ninguna habitación permaneciese vacía; si la familia no bastaba a ocuparla, el Estado les asignaba obligatoriamente un huésped, al que no podían exigirle más de lo legal. En vista de ello, los buenos ciudadanos preferían elegir, y unos estudiantes llegados de toda Europa y Norteamérica para realizar un curso de Historia de Arte les parecían una garantía de educación, en el doble sentido de conocer y, por ello, apreciar los objetos artísticos de una casa y en el de la urbanidad.
Así, resulté huésped de una bellísima mansión frente al estrecho y alargado estanque que nace precisamente ante el Kunsthistoricher Institut antes señalado. Era una casa típicamente holandesa, con estrecha fachada, en cuyos tres pisos se acumulaban cuadros de época y muebles de buen estilo. Los dueños, un matrimonio ya mayor, vivían todavía con el trauma de la guerra pasada. Yo les comentaba que entre los asistentes al curso había unos estudiantes alemanes que destacaban por su correcto comportamiento, siempre dispuestos a ayudar a sus compañeros. La cara de la señora se ensombreció.
-Sí, también eran muy correctos los que venían por aquí a estudiar antes de la guerra y que cuando llegó la invasión alemana aparecieron con el uniforme de oficiales de la Wehrmacht yendo sin vacilar a requisar los cuadros más valiosos de los museos y de las casas particulares; un inventario que habían estado preparando mientras estudiaban aquí.
Fue uno de los ejemplos encontrados del antigermanismo que la ocupación tudesca había dejado como una resaca. Recordaban especialmente doloridos e indignados el bombardeo de Rotterdam, todavía visible en aquel momento. Era como una zona de unos 200 metros de ancho y varios kilómetros de largo situada en el centro de la ciudad, una zona incongruentemente vacía en plena urbe. La humedad típica del país había hecho crecer generosamente una hierba que enmascaraba los calveros y quitaba dureza a los cráteres, pero ese disfraz hacía todavía más raro y fantasmal aquel espacio. "La alcaldía y las fuerzas militares habían mandado un mensaje al alto mando alemán aceptando la rendición", me decían amargamente, "y esos miserables lanzaron igualmente sus bombarderos. No se trataba sólo de ocupar una ciudad, sino de dar un aviso a otros países occidentales de lo que les esperaba si no acataban la voluntad de Hitler".
Sí, el rencor era grande. En los días en que estuve allí, un hombre fue expulsado a golpes de un bar de Anisterdam, por hablar en alemán. Resultó ser el representante diplomático de Austria, en cierto modo otra víctima del III Reich. Pero no le valió; el recuerdo estaba muy vivo, y la aparición del diario de Ana Frank, la joven holandesa judía, no contribuyó precisamente a hacer olvidar aquellos tiempos de horror.
Afortunadamente, los tesoros de arte habían sido recuperados en gran parte, y los estudiantes pudimos ver, por obligación y con satisfacción, los increíbles Rembrandt de Amsterdam. (nadie puede hablar de ese pintor sin ir a Holanda, como nadie puede hablar de Velázquez sin venir a España), al sonriente y rubicundo (o al menos así lo imaginábamos, como sus cuadros) Franz Hals, a Rubens, el esplendoroso. Fuimos a Harlem, fuimos a Delft, donde una lápida nos recordó que un sicario del rey Felipe II había asesinado allí a Guillermo de Orange, el taciturno, creador de la nación holandesa (con una historia como la nuestra, esa clase de memento se encuentra a menudo en Europa y América).
Holanda es limpieza, orden, a veces también, y por ello, aburrimiento. Quizá para evitarlo las ventanas de las casas permanecen abiettas sin cortinas, tanto para que el que pase se distraiga mirando al interior como para que los de dentro se regodeen con el paso del transeúnte. En muchos casos, la curiosidad del propietario es tan descarada que al lado de la ventana, fijado en la parte de fuera, hay un retrovisor como el de los coches, a fin de que la buena señora alterne su labor de punto con una ojeada al turista antes de llegar a su altura y observar luego su espalda cuando se aleja.
De una de esas casas salió para recibirme el famoso hispanista Van Damm, y la casa parecía más minúscula en contraste con su corpulencia. Le veo bajando por la estrecha escalera, que ocupaba totalmente con su risico y saludándome con una voz propordionada, es decir, un vozarrón:
-¿Cómo estáis? ¡Cuánto os parecéis a vuestro hermano!
Porque, como buen amante de los clásicos españoles, hablaba, como ellos, de vos. Era uno de los muchos hispanistas que ha dado Holanda, algo curioso, como si el recuerdo de la ocupación española a fines del siglo XVI hubiese creado al mismo tiempo un miedo -"que viene el duque de Alba", decían todavía las madres a sus niños traviesos- y una curiosidad por quienes habían sido sus opresores políticos y religiosos.
Hoy eso son sólo memorias de eruditos. La reina de los Países Bajos -éste es el nombre auténtico del Estado- llega a España y es recibida con cariño. Afortunadamente, Juan Carlos I no tiene nada que ver con el Demonio del Mediodía, como ellos llamaban a Felipe II, ni el Ejército español sacrificaría hoy a ninguno de sus hombres para que Holanda volviera a la religión católica.
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