Los pioneros alemanes
Los años veinte y treinta y ahora, los ochenta, significan, en el ámbito occidental desarrollado, un cambio sustancial del lenguaje político conservador y de su proyección sobre la organización estatal. Pero, a pesar de sus diferencias, hay una coincidencia semántica y de objetivos: hablar de una revolución conservadora como mensaje o eslogan e impedir, con distintos medios, las transformaciones sociales reales. Paralelamente, el lenguaje y contenido de la izquierda pasará de una ideologización entusiasta -intentar la revolución social en los esquemas marxistas o socialdemócratas- a un pragmatismo desideologizado y frustrante. El Estado así, en cuanto objetivización del poder, instrumento de dominación y de cambio, será entendido agustinianamente: entre la bondad total y la maldad total.En estas notas me voy a referir preferentemente a la mixtificación de la revolución conservadora y a dos modelos distintos, pero que, en definitiva, han ido o pueden ir en contra de una sociedad política progresista y avanzada. Unos, sin libertad y sin igualdad, llegaron al Estado-total; otros, con libertad pero sin igualdad, y haciendo énfasis en la seguridad, hacia un aparente Estado-mínimo.
La Alemania de entreguerras, a pesar de sus dificultades políticas, sociales y económicas -derrota militar, frustración nacional, humillación de Versalles, inflación, paro, radicalismo de derecha y de izquierda-, será, intelectual, científica y artísticamente, un modelo de modernización insólita. Karl Mannhein hablará, y con razón, de "una nueva era de Pericles". La República de Weimar será un símbolo renacentista de liberación, creatividad y explosión culturales. Pero frente a esta nueva Alemania, que adopta como símbolos a Goethe y a Humboldt, que relanza el humanismo, el internacionalismo y el pacifismo, reaparecerá otra también tradicional, pero antiweimeriana: la Alemania de los junkers, autoritaria y burocrática, nacionalista, bélica e imperialista. En el marco de esta segunda tradición se desarrollará la revolución conservadora.
Orden y revolución
¿Cómo surge y se extiende esta contradicción? En un sentido literal e histórico, en efecto, revolución se opone a orden: un revolucionario es lo contrario a un conservador. Sin embargo, contradicción y paradoja se integran operativamente no sólo en el lenguaje académico, sino que se amplía al lenguaje coloquial, en definitiva, se socializa. Así, todos, derecha e izquierda, son revolucionarios. Que el fascismo europeo, de cualquier país, niegue radicalmente estos términos (derecha / izquierda), que se apodere, con éxito inicial, del concepto izquierdista de revolución (revolución nacional, revolución del orden, revolución conservadora), tienen un cierto sentido en el contexto de una situación confusa y en donde, consciente o inconscientemente, los pioneros y precursores alemanes proyectarán esta construcción nacional sobre la sociedad política. Todo el mundo es revolucionario en la medida en que todos -o la mayoría- intentan cambiar la sociedad partiendo del Estado (como bondad total) y de sus aparatos de dominación. Así, toda idea de cambio -nueva derecha, vieja izquierda- asumirá la revolución.
En múltiples autores alemanes se puede seguir esta tendencia, que alienta, provoca o sistematiza la revolución conservadora y que, frontal o solapadamente, culminará en la institucíonaliz ación del Estado total hitleriano. Es un continuum en donde, sin duda, hay rectificaciones: así, en el Mann joven y crítico conservador de Weimar. Pero los autores más significativos serán otros. Por ejemplo, en Spengler y Jünger, de forma radical; en Schmitt o en Heidegger, con sutileza o distanciamiento. Pero, en todos ellos, su corpus doctrinal -histórico o literario, jurídico o filosófico- partirán o reconocerán al Estado como eje central de la transformación totalitaria de la sociedad, en definitiva, de la inserción del individuo y de la sociedad en el Estado y, consecuentemente, en la divinización panteísta del Estado.
Spengler, desde una visión cósmica y casi heraclitiana, lo que para algunos marxistas ortodoxos significa una aportación dialéctica, relativizará la historia y periodificará con comparaciones forzadas y eruditas las culturas; pero, cuando hay que concluir, llamará al César redentor, inexorable y bélico. Si en su Decadencia de Occidente, éxito de venta de la época, y también en España, profetiza la guerra y el caos como constantes inevitables, y deseables, en Años decisivos ya la revolución conservadora adquiere claridad y formalización estatal: un Estado jerárquico y elitista, corporativo y prusiano. Cambio y revolución coinciden, como también se identificarán revolución y socialismo; pero el socialismo prusiano, que se anuncia, será la nueva revolución conservadora: antidemocrática y antiliberal, sin libertad y sin igualdad. Spengler no sólo se entusiasmará con la subversión nacional de 1933 (poderes totales para Hitler), sino que avanzará más. El Estado total, para realizarse plenamente como revolución conservadora, necesitará lanzarse al exterior: necesita la guerra expansionista.
Lógica y crítica
En Carl Schmitt, el más perversamente sutil y agudo de todos, desde la simulación antiburgitesa, romperá el formalismo liberal weberiano, relativizará las objetivizaciones histórico-estatales y asentará las bases (con la destrucción previa del mecanismo liberaldemocrático) del nuevo Estado total. La astucia de Schmitt ha sido muy claramente expuesta por Pedro de Vega: convierte la lógica inmanente en crítica trascendente. La revolución conservadora, aquí, no será otra cosa que el acaparamiento por parte del Estado de toda la sociedad. El Estado lo engloba todo, dirá Faye. A la neutralidad y separación conflictiva Estado-sociedad opondrá Schmitt la autoridad total basándose en sus distinciones amigo / enemigo y en su elogio -bajo la forma de objetivización constante- de la institución dictatorial. En la última fase del proceso, el guardián de la Constitución -rey / presidente será ya un simple transmisor hacia el Estado total: de Hindenburg a. Hitler.
En Ernst Jünger y en Martin Heidegger, los puntos de partida y sus asentamientos serán distintos, aunque conducirán al mismo objetivo: construir la revolución conservadora. La frontalidad de Jünger, en donde su radicalismo bélico es permanente -después de la guerra, como Schmitt, se instalarán en la evasión o en la nostalgia-, conjugará movilización total y populismo en un marco épico de sindicalismo soreliano y de anticapitalismo romántico. A esta frontalidad, beligerante y contradictoría, se opondrá -en Heidegger- una inhibición / complicidad tradicional y rural. Se ha dicho de este gran filósofo, de enorme influencia en Alemania y fuera de ella, que no daba a nadie razones para no ser nazi, y ofrecía, en cambio, buenas razones para serlo. Su famoso discurso, rectoral laudatorio del nazismo, en 1933, clarifica muchas cosas. Habermas sacará sobre Heidegger una conclusión profunda: "Grande es la historia, del influjo de Heidegger y la mayoría califica también de grandes sus. realizaciones. Tal vez esto explique por qué nuestra relación con la grandeza es hoy una relación tan dubitante".
La revolución conservadora alemana, sus teóricos iniciales, por acción entusiasta u omisión cómplice, prepararon el fascismo ulterior. Pero la revolución, así entendida, se convertirá en orden diabólico cuando el poder es conquistado. Ni en Alemania ni en otros países habrá ya segundas revoluciones: el Estado asume la sociedad y elimina el pluralismo democrático. Así, la revolución se transfigura en lo que ocultaba: la reacción institucionalizada y la contrarrevolución, la represión interna y la guerra exterior.
Raúl Morodo es catedrático de Derecho Constitucional de la universidad Complutense de Madrid y miembro del Centro Democrático y Social.
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