Opera
La augusta espalda del teatro Real preside esta plaza de Isabel II, que los madrileños llaman de la ópera para darle un toque parisiense. La presencia en estos contornos del alumnado del Conservatorio y de la Escuela de Arte Dramático contribuye también al afrancesamiento de es anchurosa y descabalada cuadra en uno de cuyos lados se aburre soberanamente la mencionada reina Isabel, en versión del escultor José Piquer.El edificio del teatro es un pastiche en cuya confección intervinieron demasiados arquitectos, y que al final acabó rematando un maestro de obras según su particular punto de vista, un pastelón en el que los diversos artífices fueron echando a su aire las diferentes capas sin preocuparse excesivamente por la anterior.
Dice el severo Fernández de los Ríos que los madrileños quisieron hacer el mejor teatro del mundo y sólo consiguieron hacer el más caro, obra de Babel en la que los diferentes responsables acabaron por llegar a las manos y a los tribunales, ante los que el maestro de obras Ca bezuelo tuvo que reponder de ciertos desaguisados, reo de haber utilizado en el entramado un bosque de pinos en lugar de las modernas y más seguras vigas metálicas que ya existían a me diados del siglo pasado.
Casanova
En esta misma ubicación existieron anteriormente otros teatros más humildes, pero muy queridos por el pueblo de Madrid, que ya en 1707 acudía a los corrales que en esta vecindad habían instalado unos comediantes italianos. Los sucesivos teatros de Los Caños del Peral, así llamados por su cercanía de los lavaderos públicos que conta ban con 57 fuentes, presentaron en Madrid los esplendores del género italiano o italianizante. Aquí cantó el insigne castrato Farinelli, favorito de Felipe V, y entre sus bastidores se fragua ron diversas conspiraciones cor tesanas, destinadas a cambiar un válido por otro en los en treactos.
En los salones de baile de Los Caños vivió el caballero de Seingalt, Giacomo Casanova, su único Carnaval madrileño, y sus asendereadas carnes volvieron a vibrar con el lúbrico ritual del fandango, danza cuyos motívos recordaban al veneciano los de la cópula carnal, entretenimiento al que era tan aficionado.
La parte más noble de la plaza, descartado el pretencioso teatro, es la bajada de la Escalinata que salva un profundo desnivel con su rotunda verja y abre paso hacia las recoletas callejuelas del barrio de Santiago, barrio de biombos y de espejos en el que malviviera Mariano José de Larra.
Junto a la escalinata y bajo su protección existen dos tabernas gallegas que se enorgullecen razonablemente de la calidad de su pulpo y de sus caldos. Frente a ellas, con entrada por la plaza, un veterano establecimiento de baños turcos abre sus puertas como último testimonio de la riqueza acuícola de esta zona que contiene en sus entrañas numerosos manantiales y misteriosos subterráneos.
Polémicas escénicas
En la misma acera de donde parte la Escalinata existe una cafetería de techos bajos y luces mortecinas, en la que suelen recalar los que estudian para artistas con sus legajos pautados o sus guiones repletos de acotaciones.
El establecimiento tiene también un cierto aire de café parisién de mediopelo, catacumba en la que en otro tiempo departieron con entusiasmo los partidarios de Brecht y de Grotowski en una polémica que continuaba, a finales de los años sesenta del presente siglo, las luchas de chorizos y polacos en defensa de sus diversas concepciones escénicas.
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