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Estados Unidos como 'meritocracia'

Las recientes Estampas bostonianas de Rosa Montero, junto con las numerosas cartas que provocaron, y la Glosa de Elena Gascón Vera me resultaron especialmente interesantes no sólo como norteamericano que vive en España, sino también como miembro que fui del claustro de la universidad de Wellesley durante los años 1955-1960. Puedo corroborar todo lo que dice Rosa Montero sobre la competitividad de la sociedad norteamericana, sobre la ceguera voluntaria ante los 30 millones que viven en la pobreza, sobre las presiones sociales que padecen los estudiantes negros e hispanos dentro de una elite universitaria, sobre lo poco aconsejable que resulta expresar una opinión firme sobre todo lo que no sea el tiempo, etcétera.Igualmente puedo corroborar la veracidad del elogio de Elena Gascón al sistema de becas, de las oportunidades de progresar si se trabaja con ahínco, y el deseo evidente de la enorme mayoría de norteamericanos de ser útiles a sus vecinos y hospitalarios con sus amigos y compañeros de trabajo. Las observaciones y ejemplos que se citan son todos ellos correctos y, sin embargo, su significado parece contradictorio. Puedo imaginarme al español medio, curioso sobre Estados Unidos, preguntándose: ¿puede ese país ser un paraíso de libertad política y económica al tiempo que un infierno de competición y tristeza personal?

Personalmente explicaría las verdades aparentemente contradictorias de las dos escritoras y de los autores de las diversas cartas sobre la base de tres opiniones firmemente sostenidas por los norteamericanos. Casi todos ellos, independientemente de su origen social o étnico, creen que su país debe ser, y en gran parte lo es, una meritocracia, recompensando la combinación de talento y trabajo duro. Casi todos ellos creen también que el individuo debe progresar de manera competitiva y que la suma de 200 millones de voluntades competitivas produce a la larga el mayor bien para el mayor número; de manera específica, la economía más próspera del mundo en condiciones de libertad personal. La tercera opinión de mi lista no es tan universal, aunque la sostiene, consciente o inconscientemente, una mayoría importante. No es otra que Estados Unidos es el país de Dios, lo más próximo que existe a un paraíso terrenal. (Si no, ¿por qué iba a haber tantos millones de emigrantes, legales e ilegales, llamando a la puerta?)

El ideal de una meritocracia se remonta directamente a la fundación de Estados Unidos. En un lugar preeminente entre los pensadores y hombres de Estado de la era revolucionaria figuraba Thomas Jefferson: colono, abogado, inventor, esclavista, arquitecto, músico aficionado, autor principal de la Declaración de Independencia, tercer presidente de la nación y fundador de la universidad de Virginia. Jefferson argumentaba que la nueva nación debía sustituir la "aristocracia de la riqueza y el nacimiento", que asociaba con la dominación colonial británica, por "una aristocracia de la inteligencia". La vida pública de Jefferson, que abarcó desde los años 1770 a la década de 1820, fue anterior a la revolución industrial y a la época de la inmigración masiva. Cuando hablaba de formar una aristocracia de la inteligencia quería decir que todos los blancos debían tener la posibilidad de comprar tierra, aprender un oficio o trabajar como aprendices con un médico o un abogado, o asistir a la universidad sin que importara su situación económica, su pertenencia a una iglesia, su ascendencia familiar, clase u origen étnico europeo. Con muy pocas excepciones individuales, los negros y los indios no pertenecían a la reserva de talentos de la que saldría esa aristocracia.

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Pero había quedado firmemente implantado el ideal de la igualdad de oportunidades. Y, además, el cumplimiento de ese ideal era lo que había justificado la revolución y lo que se suponía que distinguiría a la América democrática no sólo de Inglaterra, sino de las sociedades tradicionales europeas en general. Hizo falta una guerra civil (1861-1865) para liberar a los esclavos, décadas de lucha política para llevar la enseñanza pública a las poblaciones de emigrantes de las grandes ciudades y de los guetos industriales, y el ferviente movimiento por los derechos civiles de los años sesenta para que se empezara a conseguir la verdadera igualdad de oportunidades para las mujeres y las minorías no blancas en los Estados Unidos contemporáneos. Pero el ideal, y la lucha para conseguir ese ideal en la práctica, ha sido básicamente el mismo desde la época en que Jefferson pidió una "aristocracia de la inteligencia" hasta el ideal meritocrático de nuestros días.

Las becas financiadas por los ricos administradores del Wellesley College, y que han llevado a un número creciente de negros e hispanos a esa universidad desde aproximadamente 1960, son un ejemplo de la meritocracia. La práctica administrativa que per

Pasa a la página 12

Estados Unidos como 'meritocracia'

Viene de la página 11mite que un ciudadano no norteamericano como Elena Gascón sea presidenta del Departamento de Español, sin barreras de ciudadanía, es, igualmente, un ejemplo de meritocracia. Y diría otro tanto en favor de las becas que ayudé a administrar en la universidad de California y que estaban financiadas en parte por los contribuyentes de ese Estado y en parte por el Departamento Federal de Defensa.

La meritocracia les va bien a aquellos estudiantes que comparten la creencia de la mayoría en las virtudes de la competencia y que no se sienten incómodos demostrando sus méritos en una sociedad de preparación de guerra. Les va mal a quienes se oponen a los preparativos de guerra o a quienes desarrollan sus méritos en forma no competitiva. Los ejemplos de falta de felicidad y descontento que se dan en los artículos de Rosa Montero son el resultado de la contradicción, para muchas personas de gran talento, entre un ideal del máximo logro educativo y el ideal de una competencia implacable, tanto si es entre personas como entre sociedades.

La combinación de meritocracia, competencia y la convicción de que Estados Unidos es el país elegido de Dios somete a todos a una gran tensión. Los ganadores se sienten justificados por esos ideales, pero no se sienten jamás totalmente seguros. Se lanzan a la tensa vida profesional y familiar que Rosa Montero observó. Racionan sus palabras y su presencia porque siempre hay trabajo por hacer, junto a colegas que son a la vez compañeros y rivales. Los perdedores se retiran, como la chica de Wellesley que no podía presentarse a los otros exámenes tras haber conseguido en uno únicamente un A. Si se tiene talento, si se trabaja fuerte, si Estados Unidos es el país elegido de Dios y, por lo que sea, no se alcanza las más altas recompensas, es que algo le pasa a uno, al individuo que ha fracasado. Una última recomendación: un análisis maestro de la psicología colectiva de los norteamericanos por el sociólogo de Harvard David Riesman, un libro titulado La multitud solitaria.

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