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"Prohibido permitir"

Desazona comprobar que las medidas liberalizadoras no son recibidas con alborozo. A juzgar por las respuestas negativas y airadas que provocan, se diría que algunos más bien las contemplan como si fueran modos de represión. La permisividad no gusta, es molesta. Recién aprobada la ley del aborto, la Prensa ha cuidado de darnos cumplida y detallada información sobre las primeras reacciones. No meras y silenciosas objeciones de conciencia: plantes de hospitales en bloque, declaraciones de incapacidad técnica para efectuar los diagnósticos, críticas a los ya efectuados, alharacas de escándalo. Algo similar ocurrió con la interminable disputa en torno a la ley de educación. Las tímidas y precavidas actitudes de la ley a favor de una cierta apertura en los centros subvencionados fueron acogidas con temor y temblor por los más celosos guardianes de la que ellos llamaban Iibertad de enseñanza". En otro orden de cosas, la propuesta también reciente de una mayor libertad de horario en los comercios ha producido reticencias y manifestaciones de protesta comprensibles sólo a medias.No me propongo entrar ahora en debates ideológicos -derecho a la vida, a la educación, libertad de iniciativa o de expresión-, soporíferos y reiterativos ya para todos. Quiero referirme a una cuestión formal, en el pleno sentido de la palabra: cuestión de formas. Para que el diálogo o la discusión sean posibles -esto es, democráticos- hay que, empezar justamente por aprender a guardar las formas. Respetar al otro significa saber escuchar, hablar o callar a su debido tiempo: el presupuesto de un comportamiento cívico que se echa de menos en la mayoría de nuestras actuaciones. Eso es lo bochornoso y lamentable de ciertas polémicas públicas. No que expresen diversidad de opiniones, pluralidad de puntos de vista -tal es, a fin de cuentas, la razón de ser de la democracia-, sino la intransigencia, el negarse a entender o simplemente a oír, el no saber hablar sin condenar, reprobar o despreciar al otro.

Las discrepancias nunca son estrictamente ideológicas: yo tengo unas creencias y tú otras, y ambas son incompatibles. No. El pensador menos lúcido sabe perfectamente que las creencias, la fe, son lo más endeble y vulnerable del mundo. Nadie debería sentirse ofendido por el hecho de que los demás no compartan eso que por sí mismo no es ni evidente ni demostrable: hay que creérselo. Afortunadamente, no es el consentimiento universal, o de la mayoría, lo que da solidez a los principios. Precisamente, la diferencia de perspectivas, la necesaria confrontación entre creencias de distinto color, pone de manifiesto la debilidad de todas ellas. Y quien se niega a verlo así es quien se aferra rígidamente a sus convicciones afirmando que son las únicas verdaderas e intocables: es el fanático.

Nadie tiene el monopolio de los absolutos, esos grandes conceptos que a veces escribimos con mayúscula: libertad, vida, paz, justicia. ¿Cómo se explica, si no, la manifiesta incomprensión y desacuerdo ante ideales, por otra parte, tan asumidos por todos? ¿Quién entiende de veras en qué consiste la libertad de enseñanza, de expresión, de religión? En boca de quienes enarbolan más espectacularmente. la bandera de esas libertades significa libertad para enseñar sólo lo que yo quiero, para que se practique sólo mi religión, para que se diga y escriba sólo lo que a mí me conviene. Libertad, pues, que excluye a los demás. Cuesta admitir aquello de que la libertad de uno empieza donde acaba la libertad del otro, y viceversa. Que libertad entraña, siempre, concesión o, por lo menos, transacción. Pues eso es, entre otras cosas, la vida: un convenio, un negocio continuo, si partimos del supuesto, hoy tan de moda, de que somos diferentes.

¿Quiere esto decir que el uso de la libertad siempre perjudica a alguien, que lo que para unos es apertura para otros es castigo? No lo veo así. La liberalización perjudica sólo a quienes tienen miedo: miedo a que la propia voz se pierda entre otras, miedo a tener que competir con otras opiniones. De ahí que el sentimiento de impotencia se transforme en resentimiento: afirmarse uno mismo por el procedimiento de negar y eliminar a los otros. A veces, ya lo explicó Nietzsche, tal ha sido el origen de la moral. A veces, la moral no tiene otro apoyo que la intolerancia. Pues no es intolerante quien se niega a abortar, sino quien se opone a que alguien pueda hacerlo. No es intransigente quien defiende con

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tesón una línea educativa, sino quien teme que haya también otras. No es intransigente quien hace de las libertades el uso que cree oportuno o justo, sino quien se niega a otorgar el disfrute de otros usos.

Las leyes nunca son totalmente justas. En la medida en que tienen que generalizar, legislar para todos, la ley se rige por eso tan confuso que llamamos el bien común o la voluntad de la mayoría. Eso, claro, cuando es democrática. Pero, entre todas las leyes, sin duda las más justas, las más propicias a satisfacer los intereses de todos, son aquellas que despenalizan o que abren caminos y oportunidades. Pues bien, frente a tales leyes, la intransigencia es vergonzosa, impropia de una sociedad que cree conocer y practicar las reglas del proceder democrático.

"Prohibido prohibir" fue el eslogan de 1968. Cuando la prohibición y la represión eran la regla, era más fácil decir que no y oponerse a todo. Entonces era sencillo tener razón contra todo el mundo. Nuestro momento es distinto. Ni la prohibición ni la represión son, aquí y ahora, la regla generalizada. Pese a lo cual, no faltan los espíritus nostálgicos de los viejos dogmas y seguridades. Por ello, los vacilantes programas liberalizadores de las actuales democracias propician el eslagan contrario, al anterior:

"Prohibido permitir". Porque, insisto, es más fácil decir que no a la innovación que arriesgarse a ella. Como es más fácil decir que no a toda ley que aprender a distinguir entre la legalidad necesaria y la inútil o injusta. La anarquía a ultranza no anda muy lejos del conformismo que se aferra a las penalizaciones vigentes.

El caso es que la moral no tiene nada que ver con los códigos rígidos y penalizadores y está lejos también de la permisividad absoluta. La primera y fundamental reivindicación ética es la autonomía del individuo: autonomía para preferir, decidir y obrar en consecuencia. En Estados Unidos se está haciendo popular un juego, el juego de los escrúpulos, que pretende convertir a la moral en el tema de conversación por excelencia. Consiste en el planteamiento de una serie de dilemas morales cotidianos -sexo, familia, negocios, impuestos-, frente a los que los jugadores han de pronunciarse, teniendo en cuenta algo fundamental: no hay respuestas correctas o incorrectas. Las respuestas son sí, no o depende, puesto que "la movida (the real action) de escrúpulos está en la conversación, el desacuerdo y la perspicacia que inspira el juego" (Time, 22 de julio de 1985).

Estados Unidos no es el país más adecuado para dar lecciones de moralidad, pero cuenta en su haber con dos factores que le dan la ocasión de algunos aciertos. Primero, un envidiable e innegable conocimiento de lo cívico, ese saber guardar las formas, que por estos pagos se desconoce. Segundo, una imaginación que hace de la idea más peregrina un objeto de consumo. Así, la moral trivalente del juego de los escrúpulos es un sucedáneo -Iúdico y consumista- de la moral propia del juego democrático. La movida ciertamente está en el diálogo y en el debate, llevados con buena educación. El y el no son respuestas de épocas seguras de sí mismas. Nosotros, en este tiempo desorientado e incierto, hemos de olvidar los absolutos y aprender a dudar. Hemos de saber forjar una moral más perpleja, pero más autónoma. La moral del depende.

Victoria Camps es profesora de Ética en la universidad Autónoma de Barcelona.

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