El último aristócrata
Irving Thalberg (Nueva York, 1899-Hollywood, 1936) fue el último aristócrata de un mundo invadido por patanes. A su muerte le sucedió en la jefatura de producción de la Metro-Goldwyn-Mayer (MGM) el dueño de ésta, Louis B. Mayer, un soez capataz, buen vendedor de malas mercancías, que si alcanzó a mantener a la Metro en las alturas fue porque se limitó a seguir al pie de la letra las férreas pautas de producción creadas por quien fue su segundo, infinitamente más primero que él.Entró en el cine en 1920, como administrativo de la Universal. El productor Carl Laemmle, el llamado fabricante de estrellas, intuyó su talento y le dio vuelos. En 1923, a los 24 años, Mayer le convirtió en vicepresidente de la Metro-Goldwyn-Mayer, que acababa de fundar. Pronto se hizo indispensable en ella, y la actividad de los estudios comenzó a girar enteramente a su alrededor.
Tenía Thalberg aspecto frágil, delicado, monacal. Su piel era muy pálida; su voz y maneras, suaves. Jamás se alteraba. A unos les parecía inmóvil sin dejar de estar quieto. A otros les parecía que, sin moverse, estaba en todas partes. Su presencia era un suave seísmo que causaba terror y reverencia en sus asalariados. Callaba, dejaba hablar, y a veces su mirada se extraviaba en un instante fugaz: anidada en sus arterias, año tras año, la muerte. Él era el único en saberlo.
Su poder de convicción era tal que un hombre tan incrédulo como Groucho Marx confesó en sus memorias que las ganas de hacer películas se le quitaron para siempre desde la muerte de Thalberg: "Fue el único genio vivo que he conocido". Los Marx hicieron una veintena de películas. Dos de ellas -Un dia en las carreras y Una noche en la ópera- las produjo Thalberg. Pues bien, sólo estas dos dieron tanto dinero como todas las restantes. Groucho contó que Thalberg tenía una obsesión: la historia, el guión. "Eso es todo lo que necesita una buena película", insistía. "Lo demás viene solo".
Nadie como él supo aunar la calidad de un filme con su capacidad para el éxito. Asumió la jefatura de producción de la MGM en 1926, cuando tenía 27 años. Murió a los 37, en 1936. En esa década, la gran casa productora llegó al techo de la brillantez de Hollywood, nunca alcanzado por ninguna otra marca.
Thalberg mimaba cada detalle de sus películas, y cuando los directores daban a una secuencia por buena, él la revisaba, encontraba docenas de defectos y les obligaba a hacerla de nuevo. Su intervención en los procesos creativos de guión y rodaje era tan evidente en los resultados finales que se hablaba en Hollywood del sello de Thalberg como del toque de Lubitsch. Y sin embargo jamás su nombre apareció en los títulos de crédito.
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