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Apuntes para una teoría del 'felipismo'

De sobra es conocido cómo hasta ahora ha sido clásica la distinción entre las dos ramas de los socialistas. Aquella que pudiéramos calificar como revolucionaria, y que pretendía la instauración de un nuevo modelo de sociedad -la sociedad socialista- y que habría de ser montada sobre nuevos valores y mediante la famosa regla de oro de "abolir la propiedad privada de los medios de producción". Y otra, la rama socialdemócrata, que con una política de mejoras sociales pretendía limar las asperezas del sistema capitalista para ir transformándolo lentamente. Pues bien, el felipismo actualmente vigente en nuestro país no se corresponde con una u otra rama. El felipismo supone, por el contrario, tal cúmulo de contradicciones e incongruencias que intenta hacer coincidir un llamado socialismo obrero -bajo el señuelo de la modernización del Estado y de la sociedad española- con los mecanismos más duros y puros del capitalismo liberal-conservador, con una regresión al laissez-faire. Toda una obra de malabarismo político que se intenta compensar con algunas medidas seudoprogresistas.La evolución experimentada ha sido rápida. No hay sino recordar las resoluciones de los penúltimos congresos del PSOE, así como el librito de Felipe González ¿Qué es el socialismo? -editado por La Gaya Ciencia al comienzo de la transición-, para darse cuenta de la mutación sufrida. La ortodoxia socialista de Felipe era entonces muy explícita. Hoy, difícilmente podríamos formular cuáles son las posiciones ideológicas del presidente del Gobierno. En todo caso, Ios proyectos políticos del actual felípismo podríamos expresarlos en las palabras de José María Benegas: "Regenerar el Estado para modernizar la sociedad". Tal es la meta a que se aspira. Parece que la palabra clave, el nuevo talismán del felipismo, sea la modernización de España. Y Benegas especifica así: "Modernizar es hoy profundizar y consolidar la democracia; relormar el Estado; romper nuestro secular corporativismo; recuperar la distancia perdida durante nuestra decadencia en los terrenos industrial, científico y tecnológico, y poner fin a nuestro aislamiento internacional" (EL PAIS, 21 de julio de 1985). Como se ve, no es sino resucitar el viejo regeneracionismo de finales del siglo pasado -Costa, Macías, Picavea-, lo que pudiera ser suscrito por cualquier partido de centro-derecha.

Para conseguir esto, en una situación de grave crisis económica, no se le ocurre otro camino al felipismo dominante que la renuncia del welfare state, al que tanto contribuyeron los socialistas- socialdemócratas de los de centro y norteeuropeos. Es decir, es la vuelta atrás de las típicas y generosas jubilaciones anticipadas, la ampliación y gratuidad de los fondos educativos (las tasas académicas universitarias alcanzan ya este año cantidades exorbitantes), servicios nacionales de salud, etcétera. O, lo que es lo mismo, es renunciar a la multiplicación y ampliación de los servicios sociales del Estado. Ha bastado una crisis económica grave, de carácter, estructural, para que al welfare state se le diese el carpetazo y se volviese al capitalismo duro y puro. Y esto, que Margaret Thatcher hizo primero y posteriormente Reagan y Kohl, en España lo está intentando precisamente el felipismo, y, para más inri, con las siglas de un partido socialista y obrero. Evidentemente, en España somos diferentes. Estamos en presencia de un socialismo que sólo confía para el relanzamiento de la economía en la intensificación de la inversión privada, y en cambio disminuye sensiblemente la inversión pública.

La mutación experimentada ha sido tan profunda y en tan poco tiempo que llama la atención se haya realizado apenas sin traumas y con la sola contestación verbal, y para la galería, de la llamada izquierda socialista y parte de UGT. Por lo que el fenómeno necesitaría un serio estudio sobre los factores que lo han hecho posible.

En primer lugar, debe de haber actuado con eficacia el conocido mecanismo de asegurarse una fidelidad por medio de intereses creados. No es baladí a este respecto que existan más de 40.000 militantes con cargos públicos. Y esto condiciona mucho. Máxime si, como dice Aranguren, el poder, además de corromper, derechiza y envejece. Porque cuando un grupo o un partido tiene como objetivo principal el de acceder y perpetuarse en el poder por el poder necesita renunciar a todos sus principios ideológicos y ser muy sensible, en cambio, a los poderes fácticos, nacionales y extranjeros, que pudieran desestabilizarlo. Por otra parte, en este país, donde los hábitos franquistas heredados de muchos años son consustanciales con nuestra sociedad, no tiene nada de raro que una mayoría absoluta como la que tiene el partido en el Gobierno condujera a sus dirigentes a una interpretación patrimonial del poder. El episodio del Azor, aunque anecdótico, no deja de

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ser significativo. A todos los niveles, y como nuevos ricos, usan y disfrutan de sus, propiedades institucionales que se les han venido a las manos, y esto evidentemente acalla muchos escrúpulos ideológicos.

En segundo lugar, las normas electorales vigentes han ayudado mucho a la implantación de una verdadera oligarquía dentro del partido. Las listas, cerradas y bloqueadas, se confeccionan por comités controlados por el vicesecretario general, y todos saben que su suerte electoral depende del lugar que ocupen en esta lista. Por otra parte, el candidato elegido sabe en el fondo que no lo ha sido por sí mismo, por su propia valía personal, sino por encabezar la lista que representa a Felipe, verdadero garante del puesto que ocupa. De aquí su sumisión casi absoluta, por más que ésta lea más o menos internalizada. También es cierto que la propia disciplina de voto le reduce al único papel de ser un número más en las votaciones que le transmite el portavoz parlamentario del grupo; lo que contribuye a esa sensación de subordinación e impotencia personal que todo diputado o senador del PSOE debe experimentar. En definitiva, el partido se convierte en un medio de confiscar las iniciativas de las bases para transformarlas en monopolio de algunos dirigentes; se produce una forma de delegación y secuestro del poder.

Las consecuencias no se han hecho esperar. Nuestro actual sistema de partidos políticos -y concretamente la conducta del partido gobernante- no contribuye en nada a hacer participar a los ciudadanos en el Gobierno de la res pública. Nuestras actuales instituciones políticas conducen, en cambio, a convertir a la gente en seres indiferentes, pasivos, ajenos, cuando no contrarios, a comprometerse en la política. La participación del ciudadano se está reduciendo a depositar un voto cada cuatro años, como quien escoge entre diversas mercancías entre una oferta de productos. Las campañas electorales se concretan en una mejor o peor técnica de persuasión -incluso con promesas incumplibles- y aprovechando la coyuntura subjetiva de la opinión pública. Pero nada de participación real , directa y permanente del ciudadano. La peor consecuencia del felipismo es la de estar conduciendo al ciudadano a un escepticismo respecto a la política, a la convicción de que "todos son iguales" -los "mismos perros con distintos collares"-, a interiorizar lo inevitable de ser siempre dominado y engañado por unos o por otros, y a la resignación consiguiente. Insensiblemente caminamos, por tanto, hacia un neofranquismo. Con razón se ha dicho que el felipismo es la "enfermedad senil del franquismo". Y ello porque se está delegando y alienando el poder del ciudadano en sus dirigentes, por muy electoralmente que hayan sido elegidos éstos.

En definitiva, si tuviésemos que definir en unas cuantas notas qué es lo que caracteriza al felipismo, podríamos señalar las siguientes:

1. Su intento histórico de salvar al capitalismo español de su actual crisis -más grave que la del resto del mundo- y exonerar así a la derecha clásica de su incapacidad para hacerlo. No obstante, existen serias dudas sobre la viabilidad de esta empresa.

2. Su proyecto de integrarnos subalternamente en el orden capitalista occidental -pilotado por EE UU- y su intento de arrastrar a alguna parte de la izquierda clásica de nuestro país hacia su incorporación a un bloque militar, la OTAN, suprimiendo así nuestro tradicional neutralismo. Queda el trámite de la promesa de un referéndum, lo cual entraña un conflictivo obstáculo.

3. Su renuncia a toda ideología socialista, toda utopía, todo proyecto verdaderamente transformador de nuestra sociedad, para convertirse en un simple gestor de los intereses fácticos que en nuestro país existen, tanto los propios, nacionales, como algunos muy concretos extranjeros.

4. Su técnica de mantenerse en el poder por el poder -utilizando ciertas constantes franquistas- dentro de un régimen de democracia parlamentaria y representativa. Es decir, la novedad consiste en que se da en una situación de competencia pluralista con otros partidos políticos, en la que hay libertad de expresión, un Parlamento y unas comunidades autónomas. Por tanto, se trata de una técnica franquista -en realidad, guerrista- más fina y sutilmente empleada; un neofranquismo con "luz y taquígrafos"; un "despotismo de manipulación" en el contexto de una democracia formal. Posiblemente sea ésta su especificidad más manifiesta.

Y para terminar, lo más grave de todo esto es, que el felipismo supone, para la izquierda de nuestro país, el fin de todas las ilusiones utópicas de los años sesenta. Por lo pronto, significa la negación absoluta de "la imaginación, al poder". Y por supuesto, el desmantelamiento ideológico de todo proyecto verdaderamente transformador para nuestra sociedad. Después de Felipe y de sus socialistas, ¿en quién confiar ya? La capacidad de fe y esperanza política de nuestro pueblo no cabe duda de que ha sufrido un tremendo descalabro.

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