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Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
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Terenci del Atlas / 2

La divina foresta spessa e viva, ch'a Ii occhi temperava il novo giorno... (Purgatorio)

De entre todos los falsos guías, Jabil era el único que vestía a la usanza que llamamos occidental. Unos tejanos que dirianse cincelados sobre su cuerpo y una camisa roja, con rótulos gigantescos anunciando la ciudad de Los Ángeles. No deja de constituir un flagrante atentado contra el tipismo nacional. Pero no es una anomalía. De hecho, Jabil afirma y niega a la vez esa Medina donde nació y creció, contradiciéndose en sus formas, bebiendo en la experiencia de edades pretéritas y al mismo tiempo desviándose hacia todos los artículos de consumo que llegan de fuera, como heraldos de un mundo superior. Quiere guiarme hacia las tiendas típicas; quiere que compre a toda costa alfombras, damasquinados, piezas de vulgar marroquinería e incluso paquetes de especias; pero él se detiene ante las tiendas de tocadiscos, insinúa que le regale una casete de Los Beatles -ignora que, con ellos, se fue mi juventud- y le tientan esos puestos bastardos donde las bolsas Adidas alternan con los zapatos de tenis para jóvenes que nunca jugarán al tenis.

La negación cultural de Jabil resulta más grave cuando descubro en su rostro el sombreado de los hombres del desierto. Pero al mismo tiempo, completa el regalo con una total identificación con el legado clásico. Diríase un príncipe bereber que adoptó el perfil de una estatua helenística. La propuesta es inquietante. ¿Qué gota de sangre esquiva, qué espermatozoide aventurero partió un día de Volubilis, ciudad romana del Norte, y vino a los oasis del Sur para crear la fascinante hibridez de ese rostro? ¿Qué sustrato romántico ha conseguido conservar Jabil que no se encuentra en sus varios hermanos, tampoco en sus padres ni vecinos, sólo en sus facciones, delicadamente trazadas por un tiralíneas que tuviese vocación perfeccionista?

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Además, es severo. El aspecto risueño que le otorgó una primera victoria sobre mi voluntad desaparece no bien llegamos a la gran plaza y la cruzamos para ingresar en los zocos. Camina a varios metros delante de mi paso y ni siquiera se vuelve para guiarme. Tomo esta actitud por un orgullo innato, que no me desagrada. No estaría de más que Jabil me despreciase por mis pretensiones de comprador. Y aceptaría su desprecio, porque he llegado a Marraquech más dispuesto a la humillación que al halago. Después de todo, un joven principito bereber que lleva los tejanos con tal donaire tiene que derrotar a un catalán que sólo piensa en tomar defensas. ¡Mediocre actitud!

Cataluña me educó para desconfiar de todos los paisajes distintos, no sólo de Grecia, sino simplemente de Empùries. Pero yo me deleduqué con tanta rapidez que encuentro mi hogar en esas medinas roñosas, en esos zocos envueltos en laberintos. No necesito otro guía que las ansias de escapar a mis orígenes. Así, cuando avanzo entre los objetos no hago sino sa ludar a mis parientes. Y del mismo modo que los tejanos y la camisa ilustrada de Jabil desconcertaron a mis ansias de fabulación, le des concierta a él mi familiaridad con la multitud, en esas callejas que por lo estrechas, convierten en multitud a cualquier grupo de transeúntes.

De repente noto que Jabil y yo hemos iniciado un juego basado en la duda constante. Es obvio que no respondo a su modelo de turista: no estoy dispuesto a detenerme en las tiendas donde presumo que él obtiene su pequeña comisión; no me limito a la abstención: ni siquiera quiero molestarme en buscar. Posiblemente no sea yo rentable para Jabil. Como máximo, intuyo un deseo de comprarle a él, no por necesidad sino por la simple obligación de destruir. Cien, dhirams a destiempo harán que su sonrisa deje de ser un hechizo y se convierta en un signo de servilismo.

Naturalmente, me equivoco. En cualquier caso yo sería el siervo y Jabil el gran señor. Debo reconocer que ofrezco el aspecto inequívoco de una moneda con patas. Y encima, una moneda a la que él se permite dejar atrás.

¡Yo, que no necesitaba guía, me siento estafado porque el guía que elegí casi por obligación no se digna ser mi acompañante, sólo el guardián que me precede a varios metros de distancia y ni siquiera se vuelve para recordar que existo! De manera que opto por mi derecho a la queja y recuerdo a Jabil las obligaciones que adquirió al ponerse a mi servicio. Me cuenta entonces una rara historia. Como otros jóvenes de Marraquech, acaba de alquilarse a alguien en cuya compañía no puede ser visto. Más aún: no puede aparecer junto a mí, o a cualquier europeo, porque entre esas multitudes del zoco, que juzgué inofensivas, andan policías disfrazados de paisano con la única misión de descubrirle. Para confirmar la veracidad de su historia me muestra unos penales inmaculados y su carné de estudiante. Pero el seny catalán y la ofensiva necesidad de prudencia que decretan los libros de viaje franceses me hacen temer que me encuentro ante un delincuente habitual. ¿Para cuándo el navajazo en una esquina maloliente, última sorpresa que puede depararme la maravillosa sonrisa de Jabil?

PRINCIPITO ROCKERO

Se delimita el cambio de mundos, y la estampa occidentalizada de Jabil, pyincipito rockero al cabo, no parece tan anómala. Todos los jóvenes visten a la europea en los cafés más o menos elegantes de Gueliz. Todos los comercios, oficinas, hoteles e incluso palacetes despiden el inequívoco perfume de la colonización. Y en uno de los cafés más reputados, La Renaissance, una sociedad eminentemente masculina (¿dónde están las damas, en qué harén?) deja pasar las horas con apatía, hojeando la Prensa de París, que algunos adolescentes pregonan entre las mesas, como enviados de los potentes quioscos de la avenida. En ellos, como en las librerías más prestigiosas, el legado francés continúa imperando en calidad de fuente de cultura primordial.

Jabil continúa con su juego de escondernos a los ojos del mundo y me lleva al último piso de La Renaissance, y después, a la más alta de sus terrazas. Desde esta atalaya vemos dibujarse las murallas tostadas del Marraquech genuino. Y su envoltorio más suntuoso, el palmeral, que se ofrece como una gigantesca boca de verdor dispuesta a engullir parte de la ciudad moderna. Y las sombras livianas, casi soñadas, de las primeras estribaciones del Atlas, anunciando la presencia del mundo beréber.

A mi lado, Jabil sonríe en libertad. En esta altura donde la policía turística no podría alcanzarle, su juego deriva hacia la ternura, la broma parece por fin permitida, las confidencias se dejan caer con un encanto genuino. Y cuanto más me deslumbra su simpatía, más me seduce su hibridez. Porque este doncel que vive con los ojos, puestos en una probable huida al mundo occidental va desnudando para mí un alma que comulga en todos los atavismos, que habla con respeto de sus tradiciones y dicta sentencias llenas de sabiduría, como si sus 27 años estuviesen empapados de las leyes más sensatas, dictadas en las mezquitas más prestigiosas de Fez.

A partir de este momento, mi relación con Jabil está hecha de terrazas altas, aisladas del mundo, pero con el mundo a nuestros pies. Tendré que conocer los cafés don de no se le acepta, los rincones de la ciudad vieja donde debemos esconder nuestra amistad. Seguiremos un juego furtivo, acaso un destino fatal que nos obliga a huir de una persecución cuyos verdaderos alcances me escapan y de cuya veracidad dudo a cada instante. Pues mi instinto de conservación -¡maldito sea!- me impide entregarme completamente a los vaivenes que van proponiendo los cambios de humor de Jabil. Mis reservas son de carácter occidental -barcelonés, para mayor degradación-, pero en los recove cos de Jabil se esconde todo el gusto oriental por la ambigüedad. Y sólo su sonrisa continúa triunfando en ese juego de la huida perpetua, como si Pepe le Moko hubiese accedido en mi nombre a correr el mayor de los peligros sólo por el hecho de salir de su escondite protector, bajo los arcos oscuros de la Casbah.

Jabil me incorpora a su Ramadán. Ayuno con él durante el día, y los dos corremos a tomar la sopa ritual cuando la sirena anuncia el fin de todas las penalidades y la ciudad queda completamente desierta. Entramos en cualquier restaurante barato, desde cuyos mostradores mugrientos unas dueñas orondas van sirviendo raciones de jarira en cuencos de madera no demasiado propensos a la higiene. Jabil y yo devoramos la sopa sentados en la acera, en cuclillas, absortos en este instante de opulencia después del ayuno, tan solos como si el mundo hubiese terminado con el aullido mecánico de la sirena. Pero después corremos al hogar paterno y nos tendemos en las alfombrillas de su habitación, esperando la primera cena, cuyo camino por el estómago se cuidó de preparar la sacra sopa. ¡Ah, esas noches calurosas de junio en los patios abiertos de una casa perdida entre infinidad de arcos, murallas, fuentes ycallejas que se cierran a sí mismas dando la espalda a otras mil callejas, invisibles ya! Patios recién enjalbegados, con sus cenefas de azulejos que disparan un azul diáfano, la estrella llamada Venus allá en lo más alto de la noche, los geranios sedientos que cuelgan del piso superior, las habitaciones sobre cuyos camastros nos apiñamos para fumar el hash (algo que Jabil no osaría hacer delante de su padre, tan majestuoso en su imprecisa vejez). Patios que van repitiendo su identidad noche tras noche, mientras el aroma del pan que se está tostando va a mezclarse con las innumerables fragancias de la tajin, que parece resumir todas las especias de Marraquech...

Así, en la absoluta reserva de la tradición, en esta pequeña habitación donde un viejo póster de los Rolling alterna con estampas de La Meca y fotos de La Fayuz, Jabil se despoja de su imagen occidental y reaparece según la usanza típica, con su túnica impecable, sus delicadas babuchas y el orgullo de personificar por un instante a los guerreros que hace siglos Regaron de las montañas para levantar los muros de Marraquech en medio de un derroche de palmeras.

LA ESCRITURA REGRESA

El dios de estas tierras me ha concedido el milagro que me negaron los santos y vírgenes de la mía. ¡Vuelvo a escribir! Gracias a Jabil y sus misterios, salgo de la imposi bilidad a que me vi condenado desde cierta cura de sueño. La pasión de describir a Jabil en sus ambientes me impulsa a salir de mí mismo, me impulsa a anotar frases dispersas sobre el primer folleto turístico que tengo a mano. No importa si se refieren a las calles del zoco o a los jacarandás que manchan de azul las avenidas de Guilez. No existe la angustia de la hoja en blanco, pues voy escribiendo mis impresiones encima de un alminar de Meknés o alrededor de un arco lobulado en algún palacio de Rabat. Presiento que el mundo entero vuelve a ser una cárcel de belleza, y los rizos oscuros de Jabil se convierten en la fuente de una inspiración que dejé de sentir. Lentamente voy rompiendo el en cierro en que me dejó sumido un muy simple fracaso de amor. Acabo de empezar un nuevo siglo. Y un calendario de la habitación de Jabil me recuerda que, gracias a la hégira, estoy viviendo en 1408. Lo tengo claro. El paraíso será para los desplazados y para todos los huérfanos de la tempestad.

LOS DOMINIOS DEL TITÁN

Me encuentro en soledad absoluta, en la cumbre más alta del Atlas. Todas mis opciones de ayer se han convertido en rechazos. Y en el camino que lleva a Uazarzat me pregunto qué es esa ciudad, por qué no quiero ir a ella, de qué va a servirme. Ante mis ojos, una montaña cuyo nombre no anoto, resulta ser una réplica exacta de la Pedrera de Gaudí. La alucinación no está sólo permitida: es suplicada.

Cuando se llega al otro lado del Atlas, a cualquiera de las subdivisiones que va recibiendo el Atlas, el alma está muy lejos de sentirse geógrafa. ¿De qué podrían servirle las nomenclaturas si se limita a buscar la huida? El alma se complace en la derrota, y cuando escapa lo hace sin aliados y lo hace sin mapas. Todo lo más, atiende a una voz más desesperada que las otras, y busca entre los senderos de la memoria aquel que ha de llevarle hacia alguna novela de aventuras, o algún filme de expedicionarios suicidas. Esto es el Atlas para el alma errante. Todas las subdivisiones -alto, bajo, anti Atlas- quedan resumidas en el ensueño y acaso en la escultura de aquel titán de gran prestigio que sostenía el mundo sobre sus espaldas. Cada arteria, cada bícep, cada ínfimo músculo de este: brazo gigantesco se dobla en rincones caprichosos, que han de ofrecer al alma solitaria continuas sorpresas, cuando no sobresaltos. Los pectorales del titán se contraen para albergar en lo más profundo encantadores valles que diríanse pirenaicos; pero los brazos, al relajarse después del ejercicio, se extienden completamente para sostener una desesperante sucesión de zonas muertas, espacios baldíos por los que la vista se pierde, el horizonte se vacía y el alma, lejos de serenarse, encuentra una réplica adecuada a la soledad que transporto desde Marraquech. Empiezo a entender que para so portarla conviene ser titánico como el dios de tronco más robusto aún que el mundo. ¡Quién tuviese fuerza para soportar el mundo interior, siempre más siniestro y apocalíptico que todos los despropósitos de Natural.

Un automóvil de alquiler sustituye, en el siglo, a los pacientes jamelgos de otros tiempos, a las caravanas privadas de otros peregrinajes. Y con la única compañía de este ente mecánico y el ejemplar de la Commedia, salgo de Marraquech a toque de alta, dejo atrás la esplendorosa luminotecnia del palmeral abriéndose a la primera luz, abandono los últimos vestigios de vida en los cultivos de la planicie y avanzo hacia las montañas del Mito, hacia esos 1.300 metros del Tizin n'Tichka, desde cuyo mirador de vasto alcance me siento con ánimos para gritar un refrán famoso en el repertorio cinematográfico: "¡Madre, estoy en la cima del mundo!". Pero esta exclamación, proferida en lo más tope de un enorme tanque de petróleo,, costó ya la vida a James Cagney, lanzado al cielo entre estentóreos nubarrones de fuego.

La inconsciencia se permite a sí misma notables devaneos. En lo más parecido al peligro que el conductor ha podido considerar (él es, fatalmente, el producto de la conducción urbana: un hijo de los semáforos, no de los abismos), llega el descubrimiendo del mundo físico, cuya presencia nunca entró en sus planes. La riqueza mineral del Atlas absorbe por completo a esa alma que hasta hoy sólo reparó en las piedras si estaban prestigiadas por su ubicación en algún templo antiguo. Todos los estilos amados se derrumban ante este templo gigantesco que es el Atlas en sí mismo y en cualquiera de sus particiones. Laderas polvorientas a las que se añaden riscos serpenteantes, peldaños naturales que crean escaleras sin retorno, peñas escarpadas que vomitan cascajos de lluvia hacia lo más profundo de un vientre natural formado por pliegues negros que se resquebrajan para revelar delicadas venas pétreas, últimos restos de antiguos monstruos cuyo esqueleto fosilizado decidió elevarse hasta las nubes y dejar constancia de la absurda fugacidad del titanismo. Y entre tantos antojos geológicos, el brillo verde de las amatistas que los nativos, arrancan del corazón del Atlas para ofrecerlas a los viajeros. (Aunque es cierto que puede ser una falsificación, y no la preciosa piedra que pregonan.)

La soledad del viaje, que es la del alma, va creando símiles con cada nuevo abismo que propone la carretera. Esta soledad es elegida, porque prometí a Jabil que me acompañaría en mi viaje al Sur. Y sólo la maldita adopción de mis defensas occidentales es culpable de que no tenga ahora el consuelo de su sonrisa, y aquella sabiduría pequeña pero segura que, en las noches de Marraquech, me sirvió de escudo y arma.

La miserable adopción de mis defensas me convirtió en un maleducado. En un último, mediocre instante temí transportar al Atlas la ambigüedad de nuestra relación, me asustó proseguir entre peñascos la batalla entre el posible comprador y el posible vendido. A causa de este pavor mezquino -por tanto, ni siquiera pavor- obtengo ahora un castigo ejemplar. Pude haber tenido junto a mí la sonrisa de Jabil, enfrentada por fin a un paisaje que le serviría de correspondencia. En cambio, tengo continuamente tu rostro pegado al parabrisas, recordándome toda la agonía del pasado reciente, poniendo en el paisaje una continua revelación del infierno...

¡Cuánto mejor sería la pugna constante por adivinar la verdadera identidad de Jabil! Le había dado cita a la puerta del hotel y, en una noche de auténtica pesadilla, decidí partir sin él, una hora antes de lo acordado. Empiezo a pagar por mi abandono. Le imagino esperando en la esquina, escondiendo por pudor la bolsa de viaje, víctima de las bromas de sus compañeros de indigencia. Entre peñascos agrestes evoco sus promesas para el momento en que alcanzásemos la libertad, lejos de las murallas de su ciudad natal. Promesas de amor no realizado por el peso que esa ciudad colocaba sobre su espíritu. Un eterno aplazamiento que desviaba mis intenciones y, al mismo tiempo, las intrigaba. ¿Correspondía a la ficción esa castidad de que hacía gala cuando entrábamos en el cuartucho del misterioso hotel de la Medina? Tal vez fuese el más hábil entre todos los prostituidos del Magreb, pero también podía ser el más sincero entre todos los hijos de la mejor familia. Y para rematar la ironía de mi soledad, era incluso posible que fuese sincero sin reservas.

Me acogí a la filosofía de la prudencia, que suele ser tan mala consejera. Visto que tomé a Jabil como acompañante fijo, aun sin necesitarle, la corrosión de la duda entraba en los derechos de mi bolsillo. ¿Me respondía Jabil con un afecto de pago? Algo peor todavía. Empezó a ejercer un afán de dominio que se posaba en cada uno de mis gestos, que absorbía cualquier decisión, cualquier interés. La sonrisa que me deslumbró establecía de repente un almanaque de prohibiciones: desde los lugares que no me convenía frecuentar a la gente que resultaría insano tratar. La dictadura del doncel me divirtió al principio del día, pero hizo nacer un odio intenso al caer la noche. Cada uno de sus avances se me antojaba un paso en falso, que sólo servía para ponerme en guardia contra él. El pequeño, vulgar dinero para un paquete de tabaco rubio se convertía en treta de sablista de oficio y atentado contra la libertad de las relaciones. Tan mezquina es mi herencia mental que no calculé el valor que para Jabil tenía el dinero. Sólo iba acumulando odio porque temía ser, a sus ojos, el típico panoli de la opulencia occidental. Y al proseguir el juego entre su ternura y su severidad, mi simpatía desapareció completamente, porque me sentía víctima de la ficción. ¿Tan hundido estoy como para no encontrar en nuestras relaciones todo el encanto de la ambigüedad?

Yo soy un miserable. Mi vileza acaba de aflorar sin barreras que la limiten. Todo mi equipaje mental, fruto de tantas cosechas en los razonables bazares de Barcelona, me ha llevado a dejar atrás la única posibilidad de vida que me quedaba. Soy definitivamente un cerdo lleno de seny. Acabo de vender a mi dulce amigo de las noches de la Medina por una certeza vulgar. ¡La tranquilidad antes que la pasión! Es justo castigo de los genios de esas montañas que no obtenga ninguna de las dos cosas.

EN LA CUMBRE

En el mirador de la cima, la vida vuelve a revelarse de acuerdo con los caprichos de Natura, y el paisaje deja de ser violento, las rocas dejan de pertenecer a un planeta de muertos. Se anuncia a mis pies un valle delicioso, preludio de una ruta jalonada de experiencias idílicas. Se produce un despliegue de almendros en flor, cuya armonía diríase creada por el colmo de la despreocupación, ya que se remonta por las peñas más escarpadas que pudo soñar un demente, y las va decorando para que parezcan un biombo carmesí. Esos almendros de floración tardía descienden por otras laderas hasta encontrarse con los campos de olivos, rompecabezas de hojas plateadas que dejan asomar, a su vez, testas de palmeras indómitas, avanzadilla del imperio que este árbol ejerce a lo largo del río llamado Dra. Su curso se adivina desde el muro divisorio que es la mole del Tizin n'Tichka, y más arriba, donde las montañas vuelven a remontarse hacia las nubes, cuelgan como terrazas de lujuria multitud de cultivos que van formando sinuosos vergeles, en cuyo interior las cosechas forman una inmensa bandera de colores que no sabría atribuir a ninguna nación: el amarillo intenso del trigo y el verdor oscuro de una cebada que acabase de recibir el desagüe de las nieves que se forman en esas cumbres no bien llega el invierno y el Tizin n'Tichka queda encerrado en sí mismo, prófugo de la atención del mundo.

Este aullido de la vegetación es un milagro que auspicia al pintoresquismo, desde el más banal al más selecto. ¿Y si la mano del titán que sostiene esos montes hubiese cuidado de pulverizar el paisaje entero con un producto de floristería de los que dan a las plantas un esplendor artificial pero presentable? En cualquier caso, es una frivolidad que atentaría contra la severa ordenación que me está aguardando. Cualquiera sea el brillo vegetal que Flora depositó entre las peñas aguerridas, la diseminación de habitáculos bereberes que empiezan a jalonar la carretera aporta un grado de severidad extrema, como una respuesta de la tierra original puesta en manos del hombre para domesticarla. Empieza el dominio de las casbahs, con sus torres altivas evocando un espectacular currículo de guerras tribales, luchas de conquista y reconquista, severas reuniones de próceres, y hoy, simplemente, almacén de cosechas.

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