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La serpiente de la posmodernidad

Modernismo, posmodernismo, antimodernismo, premodernismo, proyecto de modernización... son palabras que se usan con tanta frecuencia como sospechosa indeterminación. Se debe, en parte, a la oscuridad del mismo tema, aunque es de suponer que se deba también a que el problema se suele centrar casi exclusivamente en el arte, por más que el arte sólo sea una forma de la crisis en la que entró la modernidad. Añádase a lo anterior la tabarra que desde los círculos políticos y algunos académicos se nos da con un proyecto de modernización que nunca se explicita, por no hablar de la sistemática falta de claridad respecto a si el modernismo es ya la posmodernidad o habría que diferenciar con nitidez entre ambos. Por estas y otras semejantes razones tal vez no esté de sobra dar un cuadro, tan simple como se pueda, de la. situación. Para realizar dicho deseo me voy a valer de ideas recientemente expuestas por más de un autor y de modo especial por el filósofo Habermas. Que me valga, en mucho, de la exposición de éste no quiere decir que esté de acuerdo con él. Precisamente lo que sigue quiere ser no sólo una muestra de cómo está la cuestión, sino un distanciamiento, en lo posible, de su postura.En una primera aproximación al asunto habría que distinguir -y es aquí donde más avant la lettre seguiré a Habermas- tres actitudes bien distintas. La primera sería la de los neoconservadores -en aumento y bastante aguerridos-, quienes, a su vez, suelen ser titulados posmodernos. Éstos irían más allá de la modernidad, sólo que para caer en al exaltación de la técnica, el capitalismo y supuesta racionalidad administrativa. Según su planteamiento, la ciencia sería neutral para nuestras vidas, la política no necesitaría justificación moral alguna y el arte se reduciría a consumo privado, sin capacidad subversiva interesante. La segunda, la de los premodemistas o viejos conservadores, quienes, asustados ante la revolución que opera la modernidad y con la tristeza de quien ha perdido un paso seguro y en calma, no abrazan el statu quo político, tal y como lo hacen los neoconservadores, sino que tratan de resucitar lo que existía antes de la modernidad. Finalmente, y en tercer lugar, estarían los nuevos conservadores -disfrazados, siempre según comentadores del tipo Habermas, de rebeldes-, quienes, hartos de una civilización que ha instrumentalizado la razón, opondrían al mundo seudorracional aceptado por los neoconservadores, y en un movimiento que se tilda de maniqueo, la evocación, lo poético, la subjetividad sin centro en un mundo que se rechaza, la adoración, en variadas formas, de Dionisos.

Una exposición tan sucinta requiere, naturalmente, alguna explícación ulterior. Antes de nada, la modernidad, como indicó Weber, consistiría en la disolución de una razón que se dice sustantiva (religión y metafísica), con la consiguiente aparición de tres esferas autónomas: la ciencia, la moral y el arte. Lo cual trae consigo la correspondiente actividad de los expertos en cada uno de estos tres dominios independizados. Ahora bien, mientras que las sanas intenciones de la Ilustración -léase modernidad- (la cursiva no lo es porque crea que sean esas las intenciones de los ilustrados, sino porque, al menos, son las intenciones de los que quieren recuperar el proyecto ilustrado de modernización) trataban de aunar experto y vida cotidiana, de conjuntar el desarrollo de la lógica interna de cada uno de los citados dominios con la vitalización y universalización de tales bienes en la vida diaria, la realidad, sin embargo, ha sido muy distinta. El experto, por el contrario, se ha alejado de los problemas cotidianos, la modernidad lo ha sido más de museo que de experiencia, siendo el academicismo y el nihilismo dos retoños que, aunque aparentemente opuestos, concordarían en la misma esterilidad.

Es por eso por lo que Habermas tomará el camino de en medio. Acusará, por una parte, al neoconservador de no haber reparado en que el defecto no está en la cultura moderna, sino en la mala racionalización social que adviene con el capitalismo. Y acusará, no menos, al posmoderno (que transgrede la ley sólo para confirmarla) de realizar una falsa negación. Dicho de otra manera, de ser una postura vacía al consistir en una negación abstracta, simple y total. En cualquiera de los dos casos, no se seguiría efecto amancipador alguno.

Estamos ya en condiciones de dar un segundo cuadro que, de alguna manera, se solapa con el primero, pero que va, decisivamente, más lejos. Para ello miremos, una vez más, como punto de referencia a la modernidad ilustrada. Frente, a ésta se podrían tomar tres posturas.

La primera, y que se identifica con los neoconservadores antes aludidos, consistiría en negar reaccionariamente la modernidad. Incluso en acusarla de haber disuelto la ética del trabajo, hija predilecta del protestantismo, de haber socavado la verdadera racionalidad de una sociedad avanzada para, en su lugar, haber abierto la vía al hedonismo, el narcisimo y el juego. Una sociedad sin tal contaminación cultural sería el remedio a tanta dispersión. La segunda consistiría en aprovechar y explotar una tradición aún viva y con frutos en su seno. El esfuerzo del momento estribaría en adaptar el proyecto de modernización ilustrado y que es ignorado por los conservadores o desdibujado por las vanguardias modernistas. Tal desarrollo de la lógica de la Ilustración es, con su teoría de la comunicación, el núcleo de lo que viene proponiendo Habermas en los últimos años. En tercer lugar, nos encontraríamos con un posmodernismo que para distinguirlo del conservador se le ha llamado (no tanto por parte de Habermas) de resistencia. Este posmodernismo no busca el solo cambio cultural o se ancla en la sociedad tal y como está, sino que expone la urgencia de un cambio total. No niega con simpleza la Ilustración. No habla de mera destrucción política, sino de invención de la política. No es claramente ningún ala de algún movimiento neoconservador o paleoconservador.

La caracterización que hemos hecho de este posmodemismo de resistencia ha sido solamente negativa. Conviene añadir algún elemento positivo, y para ello me valdré esta vez del crítico H. Foster (su reciente edición de ,la complicación Posmodem culture es muy de agradecer). He aquí algunas de estas notas. Dicho posmodemismo (por el que no será secreto que profesamos cierta simpatía) critica las representaciones y grandes ficciones propias de una modernidad que ha ignorado otras formas culturales, (estas viejas palabras de P. Ricoeur reflejan acertadamente dicho espíritu: "Cuando descubrimos que hay otras culturas en vez de sólo una... nos vemos amenazados al ser destruidos por nuestro propio descubrimiento..."). Se da, además y en relación con lo anterior, un deseo de ser sensible a las diferencias: los otros son diferentes sin que tengamos que oponernos a ellos; hay heterogeneidad sin que esto signifique jerarquía, etcétera. Y se es, en consecuencia, escéptico respecto a las atornizadas esferas de los expertos. El mundo de éstos no es un mundo, sino una provincia. Añadamos a lo dicho la desconfianza en las filiaciones formales (interpretaciones que van de un texto a otro texto, de un signo a otro signo ... ), escudtifiando, por el contrario, las filiaciones sociales, tales como la compleja densidad institucional -tan densa que suele morir por falta de riego- de un discurso. Está, finalmente, la intención de captar el nexo que une la cultura y la política. Ambos, separados, serían ciegos. En este preciso sentido la posmodemidad no es un momento de delirio que quiéra intemporalizar el presente o un espacio que se esfuma más allá de las representaciones. Es, más bien, una crítica que desmenuza hasta el final el supuesto orden de las representaciones para cambiarlo radicalmente. Y recuerda a los habermalianos y ncohabermalíanos que cuando llaman la atención a los demás por hacer rechazos totales, en el fondo se han autopotenciado de tal manera que confunden el que se les niegue a ellos con negar todo.

Habermas ilustra con nombres propios las corrientes a las que pasa revista. Como algunos de esos nombres me parece que los ha cogido por los pelos no quisiera caer en error semejante. Esa es la razón de que no haya aparecido representante alguno de cualquiera de los movimientos en cuestión (exceptuando, claro, Habermas). Sólo diré que hay autores que tienen un pie en un sitio y otro pie en la otra orilla o que, bajo la superficie de posmodernos de resistencia, son conservadores, y viceversa. No podía ser de otra manera en un tema que aún sólo se dibuja, pero que tiene la suficiente profundidad como para hundimos en él o darnos un respiro y salir así de una larga agonía.

Pero entonces, la cuestión es -como siempre- de diferencias. No basta con señalar que uno desea recuperar la Ilustración como no basta decir que la considera muerta. ¿Está muerta de verdad? ¿Qué capacidad de análisis y valentía de corazón nos asiste, si es esto así, para romper con el pasado y diseñar el presente? ¿Se puede, por otro lado, seguir siendo ilustradamente progresista y no defensor del statu quo? Que se demuestre. Es en tales diferencias en donde se es o no posmoderno en un sentido mayoritario y no conservador en un sentido -claro- peyorativo. Sea como sea, linútarse, en letanía, a hablamos de los proeyaos no consumados de la Ilustración (defensivos, de inercia, adadémicos y tristes en su mayor parte) y de los males del, sin norte, posmodemismo es simplona palabra. Y, dando un paso más, hay legitirnaciones de proyectos de modernización -léase de nuevo Habermas, uno de los autores más citados en las oposiciones- que mejor sería esquivarlos. Por sus frutos los conoceremos: comprensivos con la derecha e intolerantes con la izquierda. Lo malo es que ahora se nos amenaza con esos frutos como si de maduros se tratara... ¿Hasta cuándo?

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