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Relaciones no diplomáticas

La tarde era un himno a la desgana a orillas del lago de Neuchâtel. Nos sentábamos en la terraza -allá al fondo, desde siempre, el lago y los Alpes se deseaban y no se abrazaban-, y entonces mi amigo Ron Etang, embajador de Israel en Roma, iniciaba, pletórico de resol y de retranca, su comedia de todos los días.-Señora -a la anfitriona-, dígale al señor Nieto que me pase el cenicero. Yo no puedo hablarle porque su pueblo y el mío no mantienen relaciones.

-Querida -a mi mujer: yo le seguía el juego-, advierte al señor embajador que si fuma tanto va a tener problemas de salud.

El vodevil se prolongaba horas y horas, mientras jugábamos al scrabble o mientras bajábamos a comprar tomme vaudoise y vino de La Béroche al vecino pueblo de Saint-Aubin, o simplemente mientras nos recreábamos el alma con el dulzor del sol y las bandadas de veleros que se mecían en el agua:

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-Pregúntale al señor Nieto -indicaba Etang a su mujer, Noemí- si le ha gustado la película de anoche.

-Señor Nieto, ¿le ha gustado la película?

La película se titulaba algo así como Tiernas pasiones.

-Noemí, ¿no podíamos acabar de una vez con este irritante juego?

-Ah, no -intervenía el embajador-, al menos hasta que ustedes, los españoles, decidan que las relaciones diplomáticas, como las relaciones humanas, han sido aprobadas.

-Pero las relaciones humanas no necesitan aprobación...

-Eso es. Díselo, Noemí: las relaciones diplomáticas han de ser un espejo de las relaciones entre las gentes. En el caso de nuestros pueblos, el espejo da una imagen grotesca.

Sí, aquel juego revelaba la magnitud del desprosósito: seres que se aprecian, se comprenden, tienen tanta historia y tanta cultura en común, se ven obligados a comunicarse a través de un tercero.

Pocos meses después supe que el embajador había sido llevado a un hospital norteamericano para reparar -con el empalme de un trozo de vena safena en donde fallaba una artería coronaria- su corazón averiado. Le llamé por teléfono cuando convalecía en el mismo escenario perezoso del lago.

-Quiero decirle, sin íntermediarios, que me alegro de que todo haya salido bien. Ánimo.

Mi mayor deseo es que desaparezcan pronto los intermediarios. ¿No le parece que nuestros dos pueblos serían capaces de entenderse tan bien como usted y yo?

-Desde luego.

-¿Cree que veré ese día?

-¿Qué día? -los judíos siempre tienen un día clavado con chinchetas en la pared del futuro.

-El de las relaciones diplomáticas.

-Claro que sí. Pero ahora preocúpese de cuidar su corazón.

Hace unos días me envió un ejemplar en hebreo de La familia de Pascual Duarte. Imposible descifrar su contenido. Pero no importaba: aquello era un símbolo de la cultura española en Israel a través de la pluma de Cela. Correspondí con un disco de Mompou, a quien acababa de conocer en Barcelona. La música mediterránea de este anciano a quien chispea, el teclado -y parece que son las teclas quienes tocan sobre los dedos, y no a la inversa- valía más que todas las palabras.

En las aljamas gallegas, en los calls catalanes y valencianos, en las pueblas leonesas, en las juderías castellanas, aragonesas, extremeñas y andaluzas, pese a que la maleza ha sepultado calles y sinagogas, se extiende, por las noches, el resplandor de los menorot, cuyos siete brazos no pudo la expulsión apagar. (La expulsión, en el fondo, se resumió en una procesión de millones de luces, las que llevaban en sus candelabros los 400.000 judíos que se fueron.)

El escritor Herbert le Porrier noveló en El médico de Córdoba la vida del más ilustre judío español: Maimónides. Hace hoy 820 años fue expulsado, y no por los cristianos, sino por los árabes. En su boca pone Le Porrier estas frases: "Nuestra estrella no es quizá más que un pábilo que parpadea bajo chorros de cenizas; si en un corazón la pequeña llama se apaga, en otro se reaviva. ¿Hasta cuándo? Hasta reencontrar la libertad. Hasta reencontrar la paz. Incluso si la libertad y la paz no nos rozasen sino un instante, ése sería nuestro instante de eternidad".

Ese instante de eternidad que anida en todos los judíos -ese día que vendrá- explica que hayan sido necesarios tantos siglos para acercarse al reencuentro. ¿Han sido ocho siglos y medio o ha sido un instante desde que Maimónides escribió "Dios mío, aleja de mí la idea de que todo lo puedo"? ¿Han sido cinco siglos o ha sido un instante desde que cientos de miles de hombres, mujeres y niños dijeron adiós para siempre a su patria, Espafía, Sefarad?

¿Ha sido un instante o han sido siglos desde que en estas mismas páginas ha aparecido un titular que dice "España e Israel establecerán relaciones en 1986"?

Instantes y siglos se confunden en quienes resumen su filosofía de la vida en estas palabras: "Nuestra herencia tiene por constante la costumbre de lo provisional".

Siglos de provisionalidad permanecen en la memoria de las gentes. ¿Relaciones en 1986, o pasado mañana, o en el año 2000? La pregunta es absurda si se mira hacia atrás, hacia un pasado en el que los historiadores no cesan de hundir las manos y sacar a puñados raíces entretejidas. Tan absurda como la situación provocada por la sordera mordaz de las veladas a orillas del lago de Neuchátel.

¿Relaciones cuándo? Seguro que mi amigo Etang suscribiría esta respuesta del rector de la universidad de Tel Aviv:

-Ayer.

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