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Reportaje:LECTURAS DE VERANO

Estampas bostonianas / y 3

Rosa Montero

Es tan fácil el olvido en esta sociedad de la opulencia. El olvido no sólo del mundo exterior, sino tambien del interior, de todo lo desagradable o inquietante. Por no conocer, me parece que muchos no conocen ni la realidad de su propio país. Según un Le Monde Diplomatique de principios de este año, en Estados Unidos hay más de 30 millones de personas por debajo del nivel de la miseria. Pero intuyo que esto es algo que no sabe la mayoría de los norteamericanos. Permanecen en la ignorancia sin angustias, eso sí: está todo tan bien organizado que pueden vivir toda su vida sin haber visto un pobre. Los habitantes de Manhattan no visitan jamás el Bronx, ese tercer mundo neoyorkino. Y hay muchos Bronx en Estados Unidos, el moho secreto de la comodidad y el lujo.Los medios de comunicación contribuyen eficazmente a alisar la realidad, a crear la sustancia amorfa, el magma. En televisión no hay cortinilla que separe los anuncios de la información o los, demás programas. Las noticias, la publicidad, las películas, los concursos, los debates, las telecomedias, todo se confunde en un revoltijo no casual, y hay instantes en los que no sabes sí estás viendo un spot comercial, un filme policiaco o una información sobre un atraco. Es la ceremonia de la confusión y el caos. Tom Broke, un periodista estrella de la televisión norteamericana, sostiene en una entrevista una afirmación chocante:

-El público norteamericano es muy exigente y muy difícil de engañar. Por eso no acepta que los medios de comunicación den sus propias opiniones. Al público norteamericano hay que darle sólo los datos objetivos, y ellos sacan sus conclusiones.

¿De qué objetividad habla Tom Broke, de qué engañosa verdad única? Aparte de alguna revistilla marginal y marginada, ¿qué medio de comunicación estadounidense habla de, por ejemplo, Cuba, sin limitarse al burdo esquema de que es un país malísimo, un cáncer marxista, una fiera dañina para la sociedad norteamericana? Y en cualquier caso, ¿qué subjetividad se encarga de seleccionar los datos objetivos? La objetividad es una entelequia, es algo que no existe. La objetividad de la que habla Tom Broke no es más que una lluvia de datos sesgados. Un atragantarse de noticias para poder vivir desinformados.

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UN AMIGO AMERICANO

Salgo con un amigo norteamericano. Es un hombre afectuosísimo, un tipo culto e inteligente. Hablamos de la paranoia anticomunista que existe en Estados Unidos, de los resultados de la guerra fría.

-Además -explica mi amigo para remachar sus argumentos-, hace un par de años, estando yo en la universidad de XXX, conocí a dos hombres que eran comunistas y me parecieron de lo más normal, eran dos chicos estupendos.

A veces, al oír cosas así, una se pregunta en qué realidad viven estos estadounidenses, en qué extraño y aislado mundo se han formado, de qué nave marciana han escapado.

Son las ocho de la noche en un McDonald's de una calle céntrica. Las hamburgueserías están pensadas para un doble mercado. durante el día son el sueño gastronómico de los niños y los adolescentes; por la noche, el refugio de los lumpen, que acuden allí al reclamo de las proteínas baratas. Ahora, ya digo, es más bien tarde, y en la gran sala alumbrada por neones hay sólo una decena de mesas ocupadas. Unos novios en una esquina, un racimo de muchachos quinceañeros junto a la puerta, y mis amigos y yo, formamos los únicos grupos. Las restantes mesas están ocupadas por personas solas, la mayoría con más de 50 años. Un par de ellos hablan y gesticulan al vacío. Otros mantienen la mirada fija en un horizonte indescifrable, mas allá de la hamburguesa correosa. De repente, algo pasa: uno de los chavalines del grupo adolescente se levanta de la mesa y sale corriendo, pero al abandonar el local resbala y cae, justo en la puerta. Los demás chicos, apenas unos niños, le dan alcance. Son cuatro o cinco, y empiezan a patear al muchacho caído: en unos segundos puedo ver cómo le dan un puntapié en los riñones, otro en el estómago, y un tercero, muy fuerte, en la cabeza. El chico se retuerce, gatea, se escapa a cuatro patas, huye tambaleante con los demás detrás, perros de presa, y en un instante han desaparecido todos de la vista. La escena ha sido muy breve: mis amigos y yo nos descubrimos de pie, con un grito en la boca, descompuestos. Alrededor nadie se ha movido, ninguno de los presentes ha prestado atención, nada ha alterado sus gestos autistas y marchitos.

Unos minutos después, cuando los perseguidores regresan, crueles como adultos, ufanos como niños, y se sientan en la misma mesa como si nada hubiera sucedido, los clientes del local siguen impávidos, gesticulando a la noche o mirando sin ver el infinito. Qué ausencia, que in mensa soledad, qué sinsentido.

LOS REYES DEL ESPECTÁCULO

A veces tienes la sospecha de que Estados Unidos es un montaje hollywoodense, que la sociedad norteamericana es fundamentalmente un espectáculo. Espectáculo parece su concepción de la política, sus pasiones públicas, su tendencia a dividir el mundo en héroes y traidores, John Wayne y Jack Palance. El domingo de Resurrección asisto a misa en una iglesia episcopaliana de Boston, porque tengo curiosidad por co nocer los oficios protestantes. La iglesia está adornada con guirnaldas y colgaduras, muy bonita. Unos acomodadores te sientan en tu sitio y te ofrecen el programa del acto que vas a ver, o sea, la misa. En el programa constan las partes de que va a estar compues to el espectáculo, así como el reparto de intérpretes, desde el nombre del protagonista, que es el oficiante mayor, a los acólitos que le ayudan o los artistas invi tados.

Comienza al fin la cosa, y hay primero un desfile festivo con niños y adultos disfrazados: conejitos de pascua, animales de fieltro y una bailarina envuelta en gasas a lo Isadora Duncan que cierra la procesión dando airosos y volanderos saltos (el nombre de todos ellos consta en el programa, por supuesto). Después, un cachito de misa propiamente dicha, o de liturgia. Luego un trompetista de jazz interpreta un solo. Más misa. Cantos corales. La homilía, llena de chistes y anécdotas, en un perfecto estilo de entertainment a lo Johnny Carson. Otros minutos de liturgia. Un magnífico concierto de Bach, con toda una orquesta instalada en los escalones del altar. Final de la función, grandes aplausos. A la salida, los acomodadores reparten flores a los asistentes. Ha sido un bonito espectáculo, eso no hay duda: los norteamericanos dominan este negocio como nadie. O sea, que Hollywood ha dejado su impronta también en los registros religiosos. Pero que no se me malinterprete: puestos a elegir, prefiero mil veces este sentido alegre y juguetón de lo divino que la liturgia tradicional católica (espectáculo también, pero en antiguo), llena de llanto y de crujir de dientes, de miedo, penumbra y sacrificio.

No sé cómo explicarles lo hermoso que es WeIlesley. La universidad, con su inmenso parque y el lago Waban justo en el medio. Vivir allí unos meses, gozando de lo mejor de los dos mundos, es espléndido. Vivir allí, en el corazón de la opulencia, con magníficas bibliotecas y museos a tu alcance, con todo el confort y las posibilidades que ofrece esta sociedad a quien puede costeárselo. Vivir allí con la paz que te proporciona el ser una extraña, el no participar en la despiada competencia o en aquellas costumbres sociales que no te agraden. Digo yo que esto puede ser lo que les ha sucedido a todos estos altos cargos socialistas enamorados de Estados Unidos que ahora andan empeñados en americanizar España. Digo yo que estudiaron en EE UU y que ahora rememoran, más que el país real, el esplendor de esa privilegiada experiencia, que cuenta además con el atractivo añadido de ser un fogoso recuerdo juvenil. Lo cierto es que visto así, a caballo de las dos culturas, a medias desde dentro y desde fuera, el mundo norteamericano resulta cautivador. Atardece en Wellesley, la penumbra cae sobre las bellas casas centenarias y el lago Waban está de un intenso color azul cobalto.

LA TAN MENTADA EFICACIA

De los norteamericanos me gusta, entre otras cosas, su amabilidad, su disciplina. Nada de marrulleros que se cuelan en las colas a codazos, nada de listillos chapuceros. Tema aparte es la tan mentada eficacia de EE UU. Sí, la verdad es que parecen eficaces. Ya sé, ya se que hay intelectuales que aseguran que eso es mentira, como Marvin Harris, que además es norteamericano, por más señas, y que en su delicioso libro Un estudio antropológico sobre la cultura norteamericana explica que la sociedad estadounidense no es eficaz en absoluto, que la administración es un caos, que las empresas no funcionan, que los productos made in USA son un asco. Debe de tener razón en lo que dice, porque lo argumenta bien y ofrece datos. Pero si Estados Unidos no es eficaz, entonces España es, por comparación, el más atroz de los desastres. Porque en Norteamérica la mecánica de la vida cotidiana funciona bien, muy bien. Tus cartas profesionales son siempre contestadas y en razonable plazo, los proyectos de traba o están bien organizados, los autobuses llegan a su hora, los actos públicos parecen estar planeados al detalle. Si hay una bonita vista en una carretera, al lado habrá un aparcamiento para que puedas descender del coche a contemplarla. Si llamas a un organismo oficial para informarte de un asunto, una cinta automática te informará durante las 24 horas del día de los datos precisos que necesitas saber, justo esos datos. Si estás haciendo cola ante la entrada de un museo, un funcionario recorrerá la línea entregando un mapa de las instalaciones a cada persona y explicando cuáles son y dónde están las exposiciones temporales y las horas de cierre de las diversas salas. En fin, que tal parecería que piensan en todo o casi todo. La cuestión reside en saber cuál es la finalidad, hacia dónde está encaminada esa eficacia. Usando un símil extremado, los técnicos que inventaron los hornos crematorios nazis, resolviendo así el difícil problema de matar a muchos judíos al mismo tiempo, fueron unos genios de eficiencia. La eficacia no es más que una herramienta. La eficacia por la eficacia, un sinsentido.

SECUESTROS DE NINOS

Estoy en un parque. Allá lejos, en una pradera inmaculada, unos niños juegan a la pelota. Un tiro inhábil hace rodar el balón hasta mis pies. Tras él aparece un crío de siete u ocho años, seguramente el más pequeño del grupo, aquél a quien se le encargan los trabajos aburridos, los recados. Recoge el chico la pelota y yo aprovecho la cercanía para decirle algo, ya no sé el qué, una de esas tontunas amables que suelen decir los adultos a los niños. El chavalín no responde: aprieta el balón contra su pecho y me mira con ojos muy abiertos y asustados. Después se marcha sin perderme la cara, caminando lentamente hacia atrás como quien se aleja de una serpiente cascabel o un toro bravo. Primero me sorprende su actitud. Luego mi memoria empieza a funcionar y caigo en el porqué de tanto miedo: es un resultado de la psicosis de los niños secuestrados.

Un programa de televisión da una cifra espeluznante: en Estados Unidos han desaparecido un millón de niños. Los secuestros de críos constituyen una reciente y siniestra moda. Es un delito que ha crecido tan aparatosamente, que hoy es tan común, que los periódicos ya no dan noticia de ellos, del mismo modo que las sociedades industriales no pormenorizan los muertos en accidentes de tráfico:

Estampas bostonianas / y 3

sólo se publican los recuentos globales, macabras estadísticas. Eso sí, todo el mundo está espantado ante el fenómeno. Se han creado asociaciones de ayuda, cuerpos especiales de policía, oficinas centrales para recoger las denuncias. Los medios de comunicación, las escuelas, las asociaciones familiares, los municipios y las comisarías imparten charlas informativas sobre el tema y urgentes consejos, una lista de precauciones de emergencia. Hay que informar a los niños del asunto, por ejemplo, para que sepan defenderse. Hay que decirles que no hablen nunca con un desconocido, y que si un extraño se dirige a ellos, no deben contestar jamás y han de alejarse a toda prisa. Es una psicosis de pavor de la que no se salva nadie o casi nadie. Es el gran miedo de la sociedad norteamericana de hoy. Es el agujero negro de la máquina, el horror.Porque el asunto es horrible, desde luego. Al parecer, algunos niños son secuestrados para obtener dinero por ellos a través de un rescate; otros, menos afortunados, van a parar al mercado negro pornográfico, y otros, en fin, tienen la atroz desgracia de haber sido secuestrados por un sádico. En cualquier caso, muy pocos de los niños desaparecidos son recuperados vivos: los restantes permanecen ahí, en el recuerdo, cumpliendo años de angustiosa ausencia. Están en carteles adheridos a las paredes de las estafetas de correos o chinchetados en los pasillos de los edificios públicos. Una firma puntera de productos lácteos imprime fotos de niños desaparecidos en sus cartones de leche, y así, en la neblina matinal, cuando aún estás a medio recomponer tras la tregua del sueño, puedes desayunarte contemplando las caritas borrosas y sonrientes de Patrick, 11 años, secuestrado en 1982 en California o Jo Ann, ocho años, secuestrada en 1984 en Arizona. Es en esos momentos cuando los norteamericanos intentan descubrir qué es lo que falla en el corazón de esta sociedad para que en él ande un monstruo semejante. Es en esos momentos cuando el café con leche sabe amargo.

LA LIBERTAD

Uno de los tópicos sobre EE UU es el de la famosa libertad estadounidense. Una profesora cubana que lleva en Norteamérica desde niña me habla de ello:

-En este país la verdad es que la gente no se mete contigo por nada. Por ejemplo, cuando yo me divorcié estuve en España, y todos parecían sentirse con derecho a opinar sobre ello. No sólo mis conocidos, sino incluso los funcionarios, a los que les parecía fatal que yo tuviera dos hijos y que sin embargo figurara en mis papeles como soltera. En Estados Unidos, en cambio, nadie te dice nada, nadie te impone nada, tienes completa libertad.

Sin duda tiene razón en lo que dice. En Norteamérica hay una serie de libertades individuales que son muy respetadas. La homosexualidad, sin ir más lejos. Estados Unidos es un país en el que se han llegado a crear escuelas para adolescentes homosexuales, para que no se sientan marginados. ¿O es quizá para que no contaminen a los demás muchachos? Sea como fuere, lo cierto es que la vida íntima, digamos, se acepta en su diversidad y en su derecho. Claro que, si bien se mira, son libertades que no afectan la sustancia del sistema social. El montaje norteamericano no sufre lo mas mínimo por reconocer la homosexualidad, pongo por caso, estando como estamos en un mundo avanzado que necesita recortar las tasas de natalidad y en el que la familia ha dejado de ocupar un papel preponderante.

Se me ocurre que las dificultades vienen con los disidentes al sistema, o con aquellos a los que el sistema considera disidentes. Oh, sí, hay muchos intelectuales críticos en Estados Unidos, y además sobreviven bien. Muchos de ellos desarrollan incluso una brillante carrera profesional. Es natural: Estados Unidos es un país elástico y enorme en el que hay cabida para todo, y ese todo incluye una minoría radical que también puede ser útil.

No estoy hablando, pues, de esa élite crítica. Estoy hablando del oficinista de Ohio, del granjero de Wisconsin. O sea, de la masa del país. Y caben tantas suspicacias en esa enorme franja de pensamiento uniformado... Tal parecería que una divergencia de opinión respecto a, pongo por caso, la política de EE UU en Centroamérica puede llegar a convertir al granjero o al oficinista en sospechoso. Por lo menos se le tachará de antiamericano; alguna mente particularmente febril puede creerle incluso un sucio espía, un agente provocador, un mercenario. No le van a mandar a Siberia por eso, lo cual es, a todas luces, una gran ventaja. Pero es posible que en su trabajo le miren mal, que los vecinos le hagan el vacío, que los amigos le consideren demasiado extraño para poder fiarse. Todo esto sin hablar de las reservas de indios Quinault, por ejemplo: alcoholizados, sin posibilidades, sin futuro. Es decir, todo esto sin hablar de aquellos que no tienen libertad ni para plantearse el derecho de ser libres. Pero ése es otro asunto, desde luego.

Elena Gascón Vera, que es la chairman -o sea, la jefa- del departamento de Español de la universidad de Wellesley, me dice una de las cosas más lúcidas que he. oído sobre la sociedad norteamericana, que ella conoce bien y aprecia mucho:

-Estados Unidos es un país conformista, sí. Pero es que es muy fácil conformarse cuando estás en una sociedad en la que si te conformas medras. Y aquí el dinero es muy importante.

No voy a decir que EE UU sea la perfecta tierra de las oportunidades que el tópico proclama. No hay más que ver las estadísticas sobre los ingresos medios de los blancos y los negros, por ejemplo, para darse cuenta de que las oportunidades no son las mismas para todos. Pero ésta es una sociedad muy rica y con muchas posibilidades. Si perteneces a esa extensa clase media con suficientes privilegios, y empleas toda la energía de tu vida en el trabajo, y, como dice Gascón-Vera, te conformas, lo más seguro es que consigas el éxito, es decir, dinero, ese dinero aquí divinizado. En España estamos devorados por la inercia y las rutinas.

Llevar adelante cualquier proyecto es un esfuerzo ímprobo. No es sólo que seamos un país muy pobre: es que recelamos del éxito del otro y mantenemos una táctica social de peso muerto. En Estados Unidos, en cambio, todo el sistema propicia las pequeñas innovaciones, siempre que se demuestren rentables. En eso es una sociedad mucho más dúctil, más abierta, lo cual es envidiable. Lástima que haya que pagar un precio tan alto en conformidad, en obsesión productiva, en competencia.

Un corto viaje de turismo por el Estado de Washington, que está allá en el fin de todo, junto a Canadá, en la Costa Oeste. Nos encontramos en Aberdeen, un pequeño pueblo perdido en un vasto territorio casi salvaje. Estamos cenando una hamburguesa en el único café abierto de la zona, que naturalmente está vacío. Son las diez de la noche y afuera llueve.

El pueblo es una pura desolación, no se ve un alma. Enfrente, al otro lado de la carretera, hay un inmenso almacén de lámparas, una especie de hipermercado de la iluminación, todo resplandeciente, encendido como una verbena, un puro ascua.

Un almacén de lámparas que permanece abierto a las diez de la noche en Aberdeen, en la última esquina del mundo, en este pueblo que parece carecer de pobladores. Pero ahí está esa tienda de dimensiones colosales escupiendo luz por todas partes, por supuesto vacía y sin clientes. En Estados Unidos hay muchos almacenes de este tipo, grandes y aparatosos locales abiertos hasta altas horas de la noche, en los que nunca veo a nadie. Ahora, mientras mordisqueo la hamburguesa, me pregunto si alguna vez alguien comprará una lámpara ahí enfrente; si tendrá algún sentido tanto espacio, tanto estrépito de luz. Si este deslumbrante espectáculo tiene una razón de ser, un centro, o si en su interior sólo hay ausencia.

Unos cuantos coches pasan por la carretera, muy de vez en cuando, y desaparecen en la noche con ruido a asfalto mojado. Son unos vehículos inmensos que arrastran el vacío de su interior, desmesurado para su único ocupante. La tienda de lámparas está tan sola, es tan absurda en sus destellos. Desde luego, su apariencia es formidable: los norteamericanos son los reyes sin discusión del espectáculo. Pero por debajo del decorado y de la brillantez, ¿hay algo? No sé dónde está el tuétano de este país gigante y joven, de esta cultura a medio hacer.

Cegada por la opulencia, emborrachada por los brillos, me asalta una loca idea, un desatino: quizá Estados Unidos no sea más que un colosal almacén de lámparas vacío.

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