_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Ramblas abajo

En unos pocos metros, la ciudad cambia de rostro. Es uniforme según se va descendiendo por la Rambla de Cataluña, un paseo de nostalgias ochocentistas y de resonancias milanesas. Dejado atrás el espectro descascarillado y ciego del teatro Barcelona -en el que vi a María Casares interpretar a Alberti, y que hoy parece la residencia del fantasma de' la ópera-, la plaza de Cataluña se ofrece al viandante cuarteada por ingenios mecánicos, como en la apoteosis final de grúas y excavadoras de algún épico celuloide stajanovista de Dovjenko. Precisamente aquí cambia la ciudad: a ambos lados de esta plaza hoy momentáneamente magmática. Basta con dar los primeros pasos por cualquiera de las dos manzanas laterales -camino de la calle de Pelayo o del edificio de la Telefónica- para advertir otros rostros, otras indumentarias, otra decoración, diríase que el estallido de otra luz. Hemos cambiado de ciudad; pronto estaremos en las Ramblas.¿Nápoles, Tánger? Barcelona, sin duda. Es llamativo el contraste de la luminosidad meridional y marítima con la ornamentación modernista, decimonónica e incluso dieciochesca de los edificios, y el retablo animado de figuras tiene evocaciones ultramarinas, africanas y aun, aquí y allá, asiáticas. La ciudad de armadores, capitanes de industria y patricíos menestrales y burgueses que procuró su tejido social básico a las novelas de Oller o a la pintura de Casas ha dejado ahora en pie únicamente armazones y fachadas para esa otra ciudad de zocos y gente del bronce. Las aceras aún pertenecen a la antigua Barcelona: compañías navieras o mercantiles, cafés y restaurantes, el Liceo. La calzada central, en cambio, pertenece por completo a la Barcelona portuari a que fascinó a Jean Genet o a Mandiargues.

Diríase que la ciudad se ha esforzado en ser casi totalmente. átona en lo más de su extensión y ha reservado sus excedentes de vitalídad acumulada para hacerlos visibles solamente al sur de la plaza de Cataluña.

El barrio gótico, la Ribera, tiene otra clase de poesía: la de las Ramblas es violentamente especiada, maculada de cuajarones y chafarrinones de luz, y el murmullo eclesial del túnel ¿le hojas verdes no oculta la estridencia incluso eromática que se ha enseñoreado del recinto. Aquí halla no sé si su desquite, pero sin duda sí su contrapeso, la tamizada luz de la Barcelona burguesa.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

A la multitud extraviada, errabunda y atónita que, Ramblas abajo, se precipita hacia la vaharada de azul sofocado del mar en la furia de luz de esos días de estío, le son propuestas -agazapadas en recodos laterales, a la izquierda una y a la derecha otra, como para no turbar el curso natural del aluvión humano- dos exposiciones antagónicas, y acaso secretamente complementarias. Muy cerca ya del mar resumen, en la suavidad o en la fiereza, la cualidad de espacio metafórico para la transgresión que la ciudad ha querido otorgar a estas Ramblas desde hace varias décadas.

Bajando, a mano derecha, ya casi donde va a terminar el paseo, el palacio Güell -sin absolutamente ningún otro visitante que yo mismo el día en que, vencida ya la tarde, acudí a él- nos depara la sombra de Tórtola Valencia: una mitología coloreada y plumosa, casi impalpable, al borde de lo etéreo, un desvanecimiento de luces instantáneas, de pasos inmovilizados entre cuyos resquicios debemos adivinar, reconstruir o rescatar la magia grácil de una danza antigua. Nada hay más parecido al veneciano palacio Fortuny que esta transitoria aparición de la bailarina en el ámbito gaudiniano. Ausentes las danzas, aludidas sólo por iconografia, lo que se nos expone es una atmósfera,'un decorado, la huella de un personaje más que el personaje mismo. Más aun que en las fotos, los vestidos o los objetos de tocador, la leyenda late en este inmenso baúl mundo que -desde Guayaquil a Río y a París- resume conceptualmente una vida entera, en su arrebato de resplandores fugitivos.

Todo era silencio entre las pertenencias de Tórtola Valencia; todo es silencio, también, en la mucho más concurrida exposición de instrumentos de tortura que, al otro lado de las Ramblas, descarría los pasos de quienes acuden a la promesa granguiñolesca y espectral del museo de cera, en el pasaje angosto y turbador que, 20 años atrás, albergaba un alucinante local de travestís enharinados. Sensualidad exótica y suplicio furtivo: se confundían verdaderamente en esas dos muestras las dos caras de lo que la ciudad no deja aflorar sino en las Ramblas.

Lo terrorífico en los instrumentos de tortura radica en su uso, no propiamente en su conformación. Años atrás asentí a la crítica que Michael Riffaterre oponía a la aplicación por Roland Barthes de la figura de los instrumentos inocentes a Tácito en su estudio sobre el barroco fúnebre en el historiador latino. Admisible respeto a objetos neutros, la figura no podía extenderse, argumentaba, Riffaterre, a los dañinos por naturaleza. Más cerca me siento ahora de Barthes: en reposo, la mayoría de instrumentos expuestos en las Ramblas muestra una absoluta opacidad, e incluso una belleza remota y,extraña. Nos inquietan menos que, por ejemplo, las armaduras tártaras de la colección Wallace de Londres, quizá porque su función resulta para nosotros más oscura. Sólo son, .en muchos casos, realmente enervantes cuando conocemos el uso concreto a que se destinaban, y entonces vivimos no precisamente el horror de la tortura contemporánea, sino un horror medieval, de cronicón sangriento o de cinta de Dreyer, totalmente distinto del que inspiraría la visíón de objetos actuales de tortura. Sea como fuere, entre garfios y máscaras de hierro abominables, el confuso laberinto -para emplear el sintagina calderoniano- de esta sala de los horrores nos conduce sinuosamente a la salida, donde la luz se estrangula en el aire inmóvil del paisaje y en el mar, apenas rizado, no nos sorprendería ver una vela berberisca. Oscurece; al trote del caballo pasa el último simón de la tarde de estío. De la estación marítima internacional llega un taxi solemne, color de acero gris, que insólitamente resulta estar refrigerado y me conducirá, como en levitación, a la otra ciudad: la que a la vez oculta y crea las Ramblas.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_