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Reportaje:

La buena hierba

Aprenda a herborizar durante sus vacaciones de verano

Benéfica y eficaz camomila de la sierra. Quién no ha recogido los dorados botoncitos cuya tisana aleja toda suerte de disturbios digestivos y, de paso, al pernicioso bicarbonato. Unas brazadas de romero o espliego, distribuidas por jarras o potes, constituyen, compruébelo, un ambientador inmejorable, que, además, respetará su lagrimal. Decídase. Es cuestión de despojarse de toda compulsión kilométrica, de acudir a la llamada de los aromas que por la ventanilla se cuelan y de frenar en el arcén, en lo alto del puerto, para llenar la maleta de odorantes genuinos y gratuitos. Dispútele las labiadas a las abejas y no olvide que la melisa se utilizó siempre para disipar las ideas melancólicas; que el pachulí perfuma el armario y ahuyenta a la polilla, y que el tomillo resulta exquisito como aderezo de asados y gigotes. Si cruza Asturias, algunos parajes de Cantabria y muchos de Portugal, eche pie a tierra y haga acopio de hojas y semillas de eucalipto, cuyo sahumerio le aliviará las vías respiratorias cuando llegue noviembre. (Sin ir tan lejos, si veranea usted en Madrid puede procurarse los mismos salutíferos vahos en los jardines del canal de Isabel II, calle de Bravo Murillo, entre Ríos Rosas y Abascal). No es difícil, en cualquier latitud, dar con un laurel para su doble uso de aromatizante culinario e infusión diurética. Se le tuvo antaño por erógeno; pero lo cierto es que cunde más en la salsa del estofado que en la cabeza de Apolo. La hierbabuena goza de igual fama. Es muy abundante. Hágase con ella, a la par, un buen té moruno en vaso y algunas ilusiones. Son ensayos preliminares para un posterior apasionamiento fitológico. La bibliografía al servicio del aprendiz es necesaria y abundante; pero no pierdan de vista las palabras del oficial sanitario Lebeaud, del Ejército francés, que en 1825 escribía: "Un buen herborista debe empeñarse en el conocimiento de todos los vegetales útiles y maléficos de su comarca y zonas colindantes para la utilización de los primeros y la prevención del peligro de los segundos y, sobre todo, con el fin de no ser inducido a error por las engañosas semejanzas, que se dan entre plantas de virtudes contrarias. Los libros de botánica ofrecen una guía útil, pero distan mucho de ser suficientes". Nunca se le ocurra, por ejemplo, recoger en zona selvática lo que parece perejil silvestre: puede ser cicuta.

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A este veneno clásico lo llaman los vascos sasi perrezil (perejil falso). Por algo será. Y sigamos con Lebeaud: "Es a través de la herborización como se deben buscar conocimientos exactos; es a fuerza de recorrer los campos para estudiar in situ las plantas que allí crecen naturalmente como pueden grabarse en la memoria el porte, olor, color, sabor y demás caracteres externos de dicha plantas, y no leyendo en un libro su descripción, casi siempre defectuosa e incompleta".

Que la herborización constituye un ejercicio altamente jacobino nos lo confirma la ley francesa número 37, del 21 germinal del año XI, que prohíbe la venta de vegetales indígenas, frescos o secos, y el ejercicio de la profesión de herborista a toda persona que no haya superado en una escuela de farmacia o ante un jurado médico de su departamento un examen que demuestre que posee los conocimientos necesarios". Dicho decreto se promulgó bajo presión de los boticarios de entonces, que ya se veían perjudicados por los fitólogos espontáneos y los sanadores clandestinos. Nótese, no obstante, la libertad de autodidaxia que aquella legislación posrevolucionaria otorgaba. Permisividad que hoy perdura. Por poner sólo un ejemplo, para ser atendido por el llamado brujo de Burlada basta con aguardar riguroso turno y apuntarse al pasaje de uno de los muchos taxis que hacen periódicamente el trayecto desde su base en pueblos alejados hasta el domicilio del emplastero en la citada localidad navarra. Este empírico diagnostica por el iris y sólo cobra el importe de las hierbas que receta. Y si quieren convencerse aún más del arraigo de las terapias botánicas entre la población civil, no tienen más que darse una vuelta por el herbolario de Duque de Alba, en Madrid, y ver las colas.

Muchos preceptos y procesos siguen vigentes, desde la noche de los siglos, refrendados por la práctica diaria, en este arte aeróbico y balsámico de la fitografía. Sólo cuando la floración esté en su apogeo pleno se saldrá a explorar con paciencia y detalle los campos, cultivados o no, los bordes de caminos y senderos, las lindes de bosque, el bosque mismo, las barrancas, los pantanos, las hoces, los riscos. Son los parajes montaraces e inaccesibles, las rocas aparentemente áridas y los cauces secos de los torrentes el ecosistema predilecto de las plantas más raras y medicinales. Volviendo a nuestro oficial sanitario Lebeaud, transcribimos algunas de sus normas prácticas, que siguen siendo orientativas para el principiante de nuestro tiempo: "Cada vez que dé con una planta desconocida el herborista examinará con meticulosidad la flor y pasará luego a la inspección sucesiva de hojas, enramado, tallo, raíces y caracteres externos. Masticará con precaución un poco de cada una de sus partes. En general, un olor suave y un colorido vivo rara vez corresponden a un vegetal dañino. Los colores sombríos, morbosos, el olor metífico y los jugos lechosos, amarillentos o negruzcos denuncian efectos tóxicos. Las plantas insípidas o inodoras ofrecen pocas o ninguna virtud. Un aroma acompañado de sabor acre y cálido es indicio de propiedades de tipo cordial, tónico, estomacal; mientras que el gusto amargo denota un poder vermífugo, febrífugo y depurativo".

Cumplidos estos requisitos, el fitólogo en ciernes decidirá si merece la pena conservar el vegetal en su herbario. En cuanto a la clasificación, aunque nada tenemos en contra del latín de Linneo, conviene recurrir a la sabiduría campesina, depositaria de una nomenclatura popular muy esclarecedora. Resulta elocuente, a este respecto, que a un veneno tan activo como el acónito, con el que francos y celtas emponzoñaban sus flechas, se le conozca en el País Vasco como alarguntza bedar o hierba de la viudez; que a la fumaria la designen los aldeanos franceses como pisse-sang (mea-sangre) y también como herbe á la jaunisse (hierba de la ictericia); que el género erysimun de las crucíferas reciba el nombre castizo de hierba de los chantres, por su eficacia contra la afonía; que para el vulgo la verónica oficinal sea el té de Europa, y así hasta el infinito.

Montaña y ciencia

Otro fitólogo decimonónico, un tal H. Réclu, corrobora al herborizador como practicante de un alpinismo de investigación. Como sportsman, si nos remitimos a un término tardorromático y polivalente. Réclu le raciona así el almuerzo: "Se concederá preferencia a los alimentos refrescantes: ave, ternera, fruta. Y como bebida tónica, aguardiente o café. Por lo demás, se hace de rigor la sobriedad más estricta: aquel que herboriza necesita de toda su agilidad y no debe hincharse inútilmente". A modo de curiosidad, reproducimos la indumentaria propia de esta ocupación, siempre según Réclu:

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LA BUENA HIERBA

Viene de la página 33"Chaqueta o levita corta, calzado sólido, polainas de cazador y un caucho (impermeable)". En cuanto al instrumental, lo componen un cuchillo-machete y una caja de herborización, cilíndrica, de cuero, de unos 40 centímetros, dividida en dos compartimentos: uno grande, para las muestras, y otro pequeño, para hilo, etiquetas, lupa, lápiz, etcétera.

Aunque las cortezas resinosas deben recolectarse en primavera cuando el árbol empieza a estar en savia, y las no resinosas en otoño, al igual que las maderas y raíces, el verano es la sazón indicada para las hojas y tallos herbáceos. Escogerá el montañero el tiempo seco y las horas inmediatas a la salida del sol, cuando se haya esparcido el rocío. A excepción de algunas floraciones como la zarzarrosa, que se ha de cortar cuando el cáliz está entreabierto, los pétalos se cosechan en su auge total. En el caso del romero, la lavanda o la salvia, la flor se recoge y seca junto con el cáliz, que es donde se concentra el aroma. Los botones o yemas, se recolectan en el momento en que su desarrollo es más activo, un poco antes de la eclosión.

Para describir el herbario acudiremos de nuevo a Réclu: "Una colección de plantas deseca das con el cuidado necesario para conservar lo mejor posible sus caracteres externos, guardadas cuidadosamente entre las hojas de un libro de papel blanco". Una agenda industrial o un grueso álbum de balances sirven para tal propósito. En el siglo actual tenemos, además, la ventaja de que ya se ha inventado el papel cello. En etiqueta contigua se hacen constar las propiedades, los nombres latinos y coloquiales y la fecha de recolección.

Las flores del mal

La buena desecación es funda mental. Las raíces leñosas o fi- brosas se exponen al aire co- rriente enhebradas en sartal o colocadas sobre un cañizo; las mucilaginosas, en estufa u horno de panadero. Algunas raíces, como las de consuelda o sietehojas, de iris, de rábano silvestre, de nueza, se utilizan en estado fresco. Mejor que una congelación, siempre mal comprendida por los usufructuarios de la nevera, se recomienda guardarlas en cajas, bajo arena de playa o de ribazo totalmente seca. Las maderas se instalan a la interperie y las cortezas se desmenuzan y se secan al sol o en horno. Lo ideal es disponer de una buhardilla o terraza expuestas a los rayos solares, donde las plantas, depositadas sobre papeles, removidas periódicamente, no perderán ni el color ni el perfume. Se reduce la cosecha, finalmente, a polvo, y se introduce en sacos de papel grueso o en recipientes inaccesibles al aire, a la luz, a la humedad y al moho.

Crecen enigmáticas en la umbría de los bosques, en los pantanos, en las ruinas, en los caseríos abandonados, como si quisiera insertarse, existenciales, en su propio argumento de magia, delirio y muerte. En pequeñas dosis son curativas. Si el incauto se pasa, puede ocurrirle de todo. En esencia, estos vegetales contienen el mito binario del bien y del mal: es el hombre quien ha de escoger.

La belladona, con sus campánulas solitarias de un rojo lívido, cuyo tallo a veces alcanza los dos metros, fue célebre cosmético y contundente veneno. La anémona puede masticarla sin reparos un animal del tamaño de un perro o una oveja. Una vaca o un buey, sin embargo, fallecerían al ingerirla. ¿Y el ser humano? Nemorosa duda. Mejor abstenerse. La farmacia la emplea para las afecciones del nervio óptico. Los asiduos al sabbath, para alucinar.

La llamada ancolía, o escaramujo, para los franceses gant de Notre Dame, crece en bosques tupidos, en roquedos y setos. Sus flores caen desmayadas y son de un violeta pálido. Diurética y sudorífica, administrada con exceso se toma deletérea y resulta mortal. Pero lo más desconcertante es que tanto esa ancolía como el rododendro -laurel rosa- se cultivan con mimo en los jardines particulares. No hay residencia inglesa sin su rodondendro de lánguido colorido y raíz, tónica tomada con cautela, narcótica si uno se excede. Al torvisco, de gran prestancia, los jardineros de domingo lo alojan con toda candidez en sus parterres.

En latín se le dice daphne merezeum: nombre de ninfa para un tósigo sutil localizado en sus frutos bermejos y equívocos. Similares, por cierto, a los del madroño. Sepan los madrileños que el arbusto de su heráldica, arbutus unedo, sirve en Italia para hacer una especie de vino", según la historia natural de K. Zimmermann, que agrega: "Las hojas son astringentes, y el fruto, comí-. do en gran cantidad, produce efectos estupefacientes". Explicado lo del oso.

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