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Tribuna:VIAJESLAS NOSTALGIAS DE ULISES
Tribuna
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Japón o la doble imagen

Los viajeros habituales saben que siempre hay algo del país visitado que se pega a los sentidos. Hay olores que al quedar en la memoria devuelven el recuerdo de aquel lugar lejano, hay músicas y paisajes que cumplen la misma misión a través del oído o de los ojos.En mi retina queda para siempre el espectáculo brutal y emocionante del sumo, esa lucha tremenda y al mismo tiempo lentísima en que dos montañas de carne humana, tras mil ceremonias en las que alternan el arrojar sal sobre el cuadrilátero para congraciarse con los dioses, inclinarse ante su rival y luego, súbitamente, arrojarse el uno contra el otro con la velocidad de un toro buscando las manos el cinturón del contrario para asirlo y revolcarlo; que con la misma rapidez con que empezó termina el combate, con la caída o la expulsión del campo del vencido.

O el espectáculo refinado y romántico del kabuki, donde los hombres hacen tanto el papel femenino como el masculino, en un argumento de ópera con malvados que quieren raptar a princesas y jóvenes caballeros que se lo impiden mientras se oyen estampidos, se ven llamaradas y se derrumban murallas entre sonidos de trompetas y tambores. Un ballet perfecto que puede durar horas sin que el público, atentísimo -ya lo quisiéramos aquí-, sueñe en abandonar su butaca.

En cuanto al oído, para mí Japón suena así: toc-toc, toc-toc, monótono de unas como abarcas de madera unidas al dedo gordo del pie por una correa; es el ruido que oía desde mi habitación de un hotel de Kyoto. Centenares de golpes rítmicos sobre el pavimento: toc-toc, toc-toc, y de cuando en cuando, otro sonido distinto de tablillas de madera. Me asomé a la ventana. Era un hombre-anuncio con su cartel delante y detrás del torso que atraía así la atención del viandante hacia el producto que ofrecía. Me recordó -deformación profesional- al personaje de la Edad Media que también advertía de su proximidad haciendo sonar unas maderas. Aquel lo hacía, sin embargo, para espantar a la gente, no para atraerla; para que se alejara en vez de acercarse: era el leproso. El de hoy en cambio quiere comunicar a sus vecinos la buena nueva del producto nuevo. Es un anuncio constituyendo el último eslabón de la fabulosa cadena de publicidad que cubre todo Japón, desde ese suelo, donde deambula el humilde trabajador citado hasta el cielo, y sin metáforas. Efectivamente, aprovechando la escritura vertical del idioma nacional, las empresas del país pueden permitirse el lujo de colgar sus eslóganes publicitarios de un globo cautivo en el centro de Tokio; no hay así lugar en el aire o en la tierra donde el transeúnte no encuentre una invitación a comprar y a consumir, allí y fuera de allí.

La necesidad, claro está, ha sido la consejera. Japón no posee petróleo, no tiene agricultura capaz de alimentar 120 millones de habitantes en 370.000 kilómetros cuadrados. Si quitamos las ásperas cimas de las montañas y la superficie de los lagos, resulta, a veces, la escalofriante cifra de un metro cuadrado por cada japonés, espacio que, por cierto, ya quisieran tener para sí los viajeros de los trenes de cercanías. A ningún visitante se le escapa el asombroso espectáculo del empujador que, en cada andén, permite a 30 pasajeros -trámite la presión firme sobre la espalda- introducirse en un vagón donde en principio no cabían físicamente otras 10 personas.

A Japón no es que le convenga vender. Es que sin vender no puede sobrevivir. Esa verdad está tan metida en el corazón de los japoneses como su amor al emperador. El trabajo en Japón es un dios, me decía el anterior embajador nipón en Madrid al comentar que sus empleados españoles le exigían un mes de permiso: "¡Un mes!" Yo no he tenido en mi vida más que una semana anual". Trabajo y comercio. Apoyado en el primero, arrolla en el mundo con sus productos como lo arrollaron un día con sus soldados de infantería, con la misma tenacidad y disciplina, pero con una diferencia esencial: la perenne sonrisa, que ha sustituido en la imagen mundial del japonés a la mueca feroz con que se lanzaba al asalto de la posición enemiga o ("viento divino", kamikazes) estrellaba su avión contra el navío norteamericano.

Es curioso; ¿quién se acuerda ya de esa imagen? Sólo los que ven en televisión alguna película de los años cuarenta donde el villano es el japonés. Los demás, a 40 años del fin de la contienda, han situado al país del Sol Naciente entre las víctimas de la guerra, cuando, en realidad, fueron uno de sus verdugos. La razón para ese cambio (que no ha ocurrido con Alemania, por ejemplo) se debe a la bomba atómica arrojada sobre Hiroshima y Nagasaki. La visión de las ciudades arrasadas y, sobre todo, la visión de la piel requemada, de los órganos destruidos por el cáncer que causaron las radiaciones letales, han hecho olvidar al individuo que decapitaba públicamente a los aviadores norteamericanos caídos en su misión sobre Japón o los asesinatos y violaciones cometidos por los soldados de Hiro-Hito desde Filipinas a Singapur, desde Singapur a Hong-Kong. Todo esto está olvidado. El único temor que producen ahora los japoneses es que, en lugar de hacer avanzar a sus soldados, adelantan sus vendedores ocupando posición tras posición en el mundo occidental por profundas que sean las trincheras que hoy se llaman barreras aduaneras y proteccionismo económico. El esfuerzo colectivo de este país no le sirvió para ganar la guerra, pero sí para ganar la paz. El grito de banzai o victoria no lo lanzan hoy los generales ante los soldados formados, sino los ejecutivos ante la formación igual de unida y obediente de sus obreros. Y el terror de los países industrializados es que esa ofensiva no la va a detener ninguna batalla de Midway.

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