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Tribuna:RELATO
Tribuna
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Sintiéndolo mucho

Fernando Savater

La tarde pasa sin compensaciones. El lento fluir de feriantes ocasionales que hojean sin pasión ni pasmo los libros expuestos en las casetas o piden catálogos es un discurso de prosodia lenta. Un párrafo largo, de aburridos meandros e insulsas disquisiciones, la página polvorienta de un Proust lobotomizado.-La historia interminable, qué título más idiota -remuerde dentro el viejo maestro-. Enfático gusto pueril por palabras absolutas, vagas, que empiezan por "in". Nada hay interminable, afortunadamente, ni siquiera el dolorido sentir. Sin fin no hay historia; es el final lo que cuenta en lo contado. Todas las historias empiezan por el final, salvo las que no tienen ni pies ni cabeza, y ésas no cuentan. Por ejemplo, yo, ahora, en mí desenlace, alcanzo nii legítimo estatuto narrativo: en tiempos -¿en mis buenos tiempos?- tuve tan sólo cronología, pero ahora ya merezco una historia. Es el galardón atroz de los años, es la fatalidad.

Tiene delante el viejo maestro una pila mediana de ejemplares de su última novela. Cabe pensar que es la última, en la más definitiva acepción de la palabra. En realidad, todo está ya dicho; lo estaba, en efecto, tres o cuatro novelas antes, tal como sancionó al unísono el fastidio cortés de la crítica y la indiferencia del público. Pero después de todo, existir es insistir, y él nunca se sintió, realmente preparado para renunciar; ni aun ahora conoce de veras tanto atrevimiento. La vida es una forma de petulancia, una serie más bien descortés de reclarnaciones y agravios. Ser petulante es sólo medio disculpable en la juventud, pero llega a hacerse obsceno con los años. La vejez quita todos los derechos, pone las cosas en su sitio. Así dicen las letras negras sobre el Pondo azul pálido en la.portada del ejemplar superior de la pila: "Las cosas en su sitio". Una tirada de 2.000 ejemplares, sin adelanto, en la editorial casi artesana de un antiguo amigo, también en vías de extinción. Lleva hora y media pasando calor en la caseta rehogadá por el sol de junio y sólo ha firmado dos novelas: una a un señor suramericano de más que mediana edad y otra a una vecina de su difunta esposa, brotada inesperadamente de recuerdos no demasiado gratos.

-La verdad es que se edita cada vez peor -resiente sin palabras el viejo maestro, mientras con vaivén algo desabrido de la mano rechaza la posibilidad de alguna bebida que le ofrece compasivamente la dependienta- Hay que elegir entre la vulgaridad llamativa de las grandes editoriales y la sobriedad exánime de las que se creen más selectas. Unas pintarán en la cubierta de la edición de bolsillo del Quijote a Dulcinea desnuda jugando equívocamente con el lanzón; las otras convierten a base de desdeñosa sencillez cualquier novela interesante en el poemario ganador de algún concurso provincial patrocinado por la caja de ahorros. Vaya mierda. Soy un autor literariamente exigente pero popular; quiero ser leído, no consultado o estudiado. Me niego a aburrir desde la portada, sólo por rechazar el exhibicionismo de mal gusto. El bueno de Raúl, con la mejor intención del mundo, a no dudar, le ha dado a Las cosas en su sitio una presentación de museo. Se la ve fúnebre, impotente, desasistida. Parece editada a cuenta del autor. Y a eso desde luego aún no he llegado.

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Media hora más. En la caseta de enfrente se agolpan 10 o 12 personas, jóvenes en su mayoría. Firma Garzón, Gastón, cualquier cosa por el estilo; ¿quién puede recordar semejante nombre? Ridículo héroe de un día, pero por el momento acorazado con la frágil invulnerabilidad del éxito. El viejo maestro sabe que podría decir mil cosas contra él si se tomara la molestia de leer su soficitada novela. Aun sin tal pérdida de tiempo, no duda que la culpa de la effinera fascinación a cuyo desplíegue asiste se debe a la televisión, a un premio amañado, al amiguismo de cuatro críticos, a la vileza consentida de un estilo atento a los sobresaltos degradados del día. Sin embargo, es tan difícil burlarse con prestancia del éxito cuando aún no se tiene como cuando ya no se tiene. Sólo el corazón puro y vacuo que aborreciese realmente el aplauso -todo aplauso, aun el más merecido, la humillación íntima de ser vas,tamente aceptado, el malentendido forzoso de cualquier éxito- podría con una gentil sonrisa desmontar de su caballo blanco al más celebrado de los príncipes. Y ése ciertamente no se molestaría en desempeñar tal oficio justiciero. Sentirse ofendido por lo extemporáneo del triundo ajeno nunca es buena señal. Al viejo maestro le molesta más su propia desazón que la momentánea celebridad rival que la provoca.

-Hace cuatro años, cuando publiqué El otro abandono, algunos jóvenes no se portaron mal conmigo. Un rotundo fracaso fue esa novela, y a mí aún me sigue gustando. La crítica no percibió nada de nada, como es de rigor: en este país no hay crítica seria. Vaya usted a saber, quizá en ninguna parte haya crítica seria. Pero cuando al menos le elogían a uno o se cargan al competidor, sus equivocaciones resultan más gratas... "Un estilo que pretende seguir obteniendo recursos modernistas pero se limita a girar cheques sin fondos contra una cuentta ya hace tiempo saldada". "Una visión pesimita hasta el tópico de las relaciones humanas, juzgadas a partir de una sensibilidad exhausta...". Algunos me reprochaban ser demasiado evidente y reiteradamente yo mismo; otros, no haber conseguido su supuesto propósito de convertirme en tal o cual respetado clásico extranjero. No vieron la auténtica novedad de ese Ebro en el que lo que antes fue pesimismo se había convertido al fin en desesperación. En el fondo no me hicieron ni caso. Yo ya estoy catalogado, me han dado el finiquito. Pero algunos jóvenes...

Un hombre que viste chándal y botas deportivas, con el rostro todavía enrojecido y húmedo por el ejercicio, manipula con cierta brusquedad impaciente la novela en oferta.

-Por lo que veo vuelven a aparecer algunos personajes de El otro abandono.

-Sí, son los núsinos. En este relato han pasado cinco o seis años desde el suicidio de Marta. Es curioso, hace un instante recordaba El otro abandono y el vapuleo que recibió de la crítica. A mi modo de ver, injusto, pero claro, yo qué voy a decir... -hizo una pausa, como esperando la confirmación imparcial del otro de su punto de vista, pero no fue satisfecho-. Al público en general tampoco le gustó, fue muy poco comprada y supongo que aún menos leída. Pero algunos escritores jóvenes, de los más prometedores, no la desdeñaron.

-Para mí es una novela inolvidable.

-¿Le gustó realmente?

-No, no demasiado. La encontré algo pretenciosa, poco... sentida. Pero a mí no se me borrará nunca. Fue el último Ebro que ella me regaló, antes de... Figúrese, con semejante titulo, como una especie de advertencia.

El viejo maestro deplora este sesgo inoportunamente confesional de una charla que parecía agradablemente centrada en cuestiones literarias. Así que decide recuperar de nuevo el cariiino más prometedor.

-Aquel año estuve en esta misma caseta. y, tal como hoy, muy poca gente se acercó para que le firmara libros. Un poco absurdo, ¿no?, este fetichismo de las firmas a personas desconocidas. Yo nunca sé qué poner. Sería mejor que el propíetario del ejemplar escribiera de su puño y letra lo que desea leer allí, fuese homenaje o reproche, y yo lo rubricaría sin empacho. Bueno, pues varios autores jóvenes, de los que estaban firinando en otras casetas, dejaron por un momento sus clientelas y vinieron aquí con El otro abandono para que yo se lo dedicase. Me pareció un homenaje espontáneo, bonito. El único al que aspira quien, como yo, desdeña el embaIsaníamiento traidor de academias y galardones oficiales.

-Solía regalarme libros frecuentemente. Aunque en realidad no se trataba de regalos, sino de propuestas para una lectura conjunta. Primero lo leía yo y luego ella, o al revés. Después comentábamos lo leído. Por lo común estábamos en desacuerdo, pero así los debates resultaban más provechosos. Me encantaba discutir con ella; nunca me sentía inferior o herido, aunque desde luego ella solía saber mejor que yo de lo que estaba hablando, y sobre todo lo expresaba muy bien. Yo no soy del tipo intelectual, pero tengo intuición para estas cosas. Me gustan los libros deacción, con viajes y aventuras; también los estudios sobre cosas de la naturaleza, como los sueños o la muerte. Ella prefería retratos psicológicos, conflictos sentimentales y ensayos políticos. Aunque a veces alterábamos nuestras previas fidefidades y nos apasionábamos con obras que en principio no parecían correspondernos: a mí me entusiasmó Bajo el volcán, por ejemplo, y a ella le gustó enormemente Victoria, de Conrad. Nunca era más-divertido discutir que cuando teníamos que defender frente al otro un Ebro del género que menos respondía a nuestras aficiones.

Conocer personalmente a los lectores es una eventualidad decepcionante -asume con resignación el viejo maestro- La relación que la mayoría de la gente establece con las obras literarias es puerilmente ídentificatoria. Buscan el trasunto inmediato de actitudes o ideas cuyo interés -caso de tenerlo, lo que no siempre ocurre- en nada responde a la fuerza estrictamente literaria con que aparecen en la escritura. Esta ausencia de distancianúento, esta deficiencia del gusto, es necesariamente hostil para autores como yo -ramia el viejo maestro-, que no renunciamos al interés per se del contenido, pero desdeñamos responsablemente cualquier concesión en la fonna. Los pedantes de la exquisitez vacía nos reprochan la curne y sangre de nuestras invenciones, mientras que el vulgumpecus resbala o rebota en el esfuerzo expresivo que nos distancia de los urdidores de melodramas televisivos y aren.gas politiqueras. Así reflexiona el viejo maestro. Entre tanto, la dependienta se aproxima con interesada sutileza por ver si el hombre del chándal se decide a hacer gasto, pero lo ve tan instalado en el mostrador que retrocede discretamente a su caluroso aburrimiento.

-El tipo con el que se fue era un poco mayor que yo, de maneras suaves y agradable a su modo. Daba clases de piano en un instituto, y por lo visto se conocieron en un concierto. Yo no suelo ir a conciertos, se me hacen larguísimos, prefiero escuchar un disco tranquilamente en casa núentras- tomo una copa o hago algo. Nunca oigo música porque sí, a secas, siempre como fondo de algo que estoy haciendo. A veces ella dedicaba una tarde a enseñarme formas musicales: "Esto es una sonata, una fuga; aquello un pizzicato.. .". Tenía muchá paciencia, porque mi oído esmuy malo. Aunque a veces yo exageraba un poco mi natural torpeza y me equivocaba a propósito, para hacerla reír. Nosreíamos mucho juntos. Digo yo que si no me hubiera querido de veras no se habría molestado en intentar enseñarme música.

-Por in¡ parte. -puntualiza en voz firme el viejo maestro-, prefiero la opinión de mil lectores que el dictamen ex cathedra de un crítico. A fin de cuentas, el crítico no es más que otro lector, un lector que puede escribir en los periódicos. Eso no lo hace más perspicaz, sólo más arrogante. Si usted me apura, deberé decirle a fuer de sincero que tampoco la opinión de mil o dos mil lectores me quita el sueño. Si mis lectores aún no han nacido, ya llegará la hora que me justifique; pero si sucediese que todos mis lectores han muerto, no me importaría pe- rderme en la noche con ellos. Recuerde usted el verso de Borges dedicado a un poeta menor: "La meta es el olvido; tú has llegado antes".

-Entonces ella me dijo que seguía sintiendo mucho cariño por mi, pero que se había enamorado del otro. Me costó creerla. Supongo que a todo el mundo le ocurre esa incredulidad en circunstancias semejantes. Vivieron no muy lejos de nuestra antigua casa y yo me los encontré juntos dos o tres veces en una cafetería a la que ella y yo solíamos ir mucho antes. Luego tuvieron un accidente este verano, cuando iban en coche a Santander para unos cursos en la universidad Menéndez y Pelayo. Ella murió y él quedó casi fleso; yo digo que en los accidentes cuenta sobre todo la suerte, y nunca se sabe.

¿No debería uno sentirse contento de haber completado finalmente el camino? -se pregunta sin convicción el viejo maestro- Su obra tiene una coherencia, una lógica intema que no puede dejar de ser noticia en cuanto se la estudie con un mínimo de seriedad. Y si, después de todo, su papel es quedar como un escritor menor, ¿qué más da? ¿Acaso no le han sido siempre más simpáticos Charles Lamb o Marcel Schowb que Goethe? Al menos quiso decir algo y ha tenido fuerza y medios para decirlo. Muchas cosas que conspiraron para impedir este logro fueron vencidas. Es imposible a estas alturas saber si ha dicho lo que quería, aunque desde luego ya quiere lo que ha dicho. Sería exagerado hablar de victoria, pero al menos ha salido bien librado.

-Por eso tuve que matarle a él, sintiéndolo mucho. A causa del recuerdo de ella. Ahí sí que no estaba ya dispuesto a compartir. Vivir con otro después de haber vívido como nosotros vivimos era quizá un mensaje, una especie de guiño desgarrador y difícil de interpretar, el medio de enseñarme algo que yo no me habría atrevido por mí mismo a aprender. Pero una vez muerta sólo podíamos quedar ella y yo, es decir, ella en mí. Compartir su amor fue un destino misterioso, pero compartir su falta resultaba intolerable, obsceno. Un día me lo encontré en la cafetería, ante una copa, sombrío, sin verme ni a mí ni a nadie; de pronto se abatió sobre la mesa lanzando un ronquido y quedó con la cabeza entre las manos. Eso no -pensé, sabiendo demasiado bien lo que sentían-; eso no te está permitido. Hubiera preferido matarme yo . , pero aquello no venía al caso. No tuve más remedio que hacerle el último favor. Bueno, cuando leo ese título, Las cosas en su sitio, veo resumido en cinco palabras todo lo que le estoy queriendo contar.

-Entonces ¿le firmo el ejemplar?

-No, deje, estoy haciendo deporte y no he traído monedero. Quizá me pase de nuevo mañana por la feria.

El viejo maestro pensó que-cuando ése volviera, si volvía, ya no le encontraría a él. No estaba dispuesto a arrostrar de nuevo una espera tan humillante y estéril como la de esa tarde.

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