De Nairobi a España
ALGUNOS DE los presagios de la reunión mundial en torno al problema de la mujer, celebrada en Nairobi, se han cumplido. Los Gobiernos han enviado a sus delegadas para exhibir de forma triunfalista sus logros, para defender sus intereses nacionales y para culpar al enemigo exterior de todos los males, envueltos esos mensajes en la sacralización de la condición femenina elevada a la categoría de mito. Las querellas entre las superpotencias y los conflictos regionales han dominado por encima de los temas específicos. Se emplaza ahora la cuestión al año 2000, cifra que forma parte de la magia tópica de nuestro tiempo. La parte positiva de Nairobi habrá de ser buscada fuera del mundo oficial, en la posibilidad de que varios millares de mujeres tomaran conciencia directa de lo que les sucede a las demás. Porque ese foro constituía un lugar privilegiado para ver de cerca hasta qué punto llega la opresión de la mujer, al mismo tiempo que se contempla la del hombre (pese a sus ventajas relativas) y se advierte que una y otra son fruto de la miseria.No era fácil que las cosas hubieran podido desarrollarse de otro modo en Nairobi. La pretensión de aplicar una misma medida y unas mismas soluciones a los problemas de las mujeres del mundo entero, como si configuraran un gigantesco grupo monolítico y homogéneo, tropieza con el obstáculo de las enormes diferencias económicas, sociales, culturales y religiosas que separan a las mujeres entre sí a lo ancho del planeta. Porque el punto en común indiscutible -la reproducción origina en todas las sociedades desventajas relativas de la mujer respecto al hombre- no puede hacer olvidar las distancias que median entre una mujer del mundo desarrollado y una mujer sometida a discriminaciones institucionales y jurídicas en países subdesarrollados donde la mortalidad infantil, la desnutrición, la falta de escolarización, la insuficiencia de servicios sanitarios, la dureza del trabajo agrícola y la ausencia de derechos políticos y cívicos convierten la existencia en algo bastante parecido a las estampas convencionales del infierno.
El ensueño de un movimiento feminista internacionalista, interclasista e interracial descansaba sobre la idea abstracta de que los problemas de la mujer podían tener un denominador común políticamente significativo por encima de las divergentes condiciones económicas y sociales en que viven las mujeres de los países ricos y de los países pobres, de los sistemas democráticos y de los regímenes dictatoriales, de las civilizaciones tolerantes en materia de costumbres y de las culturas represivas. Esa idea se bastaba, a su vez, en el mito de la unión de las mujeres, por encima de sus diferencias nacionales y sociales, en busca de una sociedad definida por la igualdad y el pacifismo, valores específicamente femeninos enfrentados con los valores jerárquicos, belicistas y pro ductivistas de los varones. Pero el internacionalismo feminista ha corrido una suerte parecida al internacionalismo proletario, de forma tal que la identidad nacional de una palestina o una israelita, de una soviética y una estadounidense, sobredetermina su condición de mujer.
La generalizada desigualdad relativa respecto al hombre tampoco aísla a la mujer de la sociedad en la que vive y de los conflictos de clase, de raza y de ideología en que se ve inmersa. No parece probable que el destino de un paria sea preferible a la suerte de una mujer india de clase alta. En definitiva, resulta imposible homologar los problemas de las mujeres del mundo desarrollado, referidos a la enseñanza universitaria, al acceso a altos puestos de poder o a la igualdad de oportunidades y de salarios, con los problemas que afectan a mujeres cuyo sometimiento social las reduce a un trabajo de bestias, a la poligamia o a la ablación del clítoris.
Aun así, los movimientos feministas, sometidos por la experiencia histórica a una prueba de humildad, continúan siendo un instrumento de enorme importancia para obtener mayores niveles de igualdad, para impedir que el desempleo sean descargado sobre la población trabajadora femenina y para evitar retrocesos en el terreno de la legislación y de las costumbres. Los avances conseguidos por la mujer en los países industrializados durante el decenio que se conmemoraba no son insignificantes, aunque sean lentos y corran parecida suerte que otras grandes causas -la difusión de la educación, la corrección de las desigualdades, la lucha contra la pobreza, la participación democrática, la defensa de las libertades- en unas sociedades sometidas a una grave crisis económica. En España, la Constitución de 1978 y la legislación por ella inspirada (supresión de la discriminación contra los hijos nacidos fuera del matrimonio, patria potestad compartida, enseñanza mixta, despenalización de los anticonceptivos, divorcio, despenalización parcial del aborto, etc.) han cambiado sustancialmente el modelo de sociedad patriarcalista y confesional construido sobre las ruinas de la Il República por la derecha autoritaria.
Ahora bien, las normas jurídicas son tan sólo una condición -necesaria pero no suficiente- para vencer los hábitos sociales, los obstáculos económicos y las inercias culturales que impiden una igualdad real entre los sexos. Aunque se hayan incrementado los porcentajes de mujeres que cursan estudios superiores, ejercen profesiones cualificadas, ocupan cargos de responsabilidad y forman parte de la poblacion activa, la discriminación sexista en España permanece visible y se materializa en las diferencias salariales, la desigualdad de oportunidades, la orientación discriminatoria en los estudios, los prejuicios machistas en la selección de dirigentes o cuadros y la reserva en favor de los hombres de actividades y posiciones privilegiadas. Sorprende, en cualquier caso, que la subida al poder de los socialistas, cuyos dirigentes vivieron las experiencias de Mayo del 68 o sus consecuencias, apenas haya modificado el papel de la mujer en la vida pública. Si bien los hombres y las mujeres de la generación hoy en el poder compartieron estudios universitarios y militaron juntos bajo la clandestinidad, el análisis de la composición por sexos de las instancias controladas por el PSOE arroja resultados desconcertantes. Ninguna mujer forma parte del Gobierno (¿ni un sola coetánea de Saenz Cosculluela valdría para desempeñar una cartera?) y únicamente 15 de las 188 direcciones generales del organigrama estatal han sido encomendadas a mujeres. No resulta fácil desechar la idea de que los viejos prejuicios tienen arraigo en esos jóvenes socialistas que preconizan el cambio pero lo circunscriben al recio círculo de los varones.
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