Engaños de la tribu
"El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, pues cada cual considera estar muy bien provisto de él". Con este exordio irónico Descartes pone comienzo a su Discurso del método, precisamente consagrado, primero, a mostrar cómo los hombres, también los filósofos, los escolásticos, carecen a menudo de buen sentido, y segundo, a remediar esa carencia estableciendo las reglas para el recto uso de la razón en la consecución de la verdad. No es el único en estar preocupado por los estragos, filosóficos y otros, derivados del sentido común. Pertenece Descartes a la extensa familia de los que han considerado que la teoría de la verdad y el método para alcanzarla encuentran su más sólido soporte en una teoría del error y en un examen de los engaños más usuales del razonamiento humano.De esos mismos engaños había hecho Bacon poco antes un perspicaz análisis en su doctrina de los ídolos, que, en el momento de disponernos a la empresa de la investigación de la naturaleza y de su conocimiento verdadero, se han asentado ya en la mente humana, la tienen ocupada y la obstaculizan en su acceso a la verdad. Imágenes, ficciones, ilusiones, engaños, simulacros, espectros, espejismos, decepciones, errores: todo eso son los ídolos, que aquí, eligiendo la palabra más neutral, menos comprometida, recogeremos como engaños. Bacon distingue y caracteriza los engaños nacidos del lenguaje, los de la dialéctica de los filósofos, los de la idiosincrasia de cada cual, y sobre todo, como más importantes y generalizados, los engaños de la tribu, los de la entera tribu humana, aquellos que son comunes a todos los hombres y en los que todos incurrimos a menos que sepamos combatirlos con la metódica aplicación de la experiencia. Son engaños consustanciales a la inteligencia. humana; según Bacon, traen su origen de la regularidad inherente a la mente del hombre, de su reducido alcance, de sus prejuicios. He ahí alguna lista de esos engaños generalizados que él desemboza bajo las representaciones de la tribu: los sentidos son muy limitados y con frecuencia nos engañan, concediendo importancia a los acontecimientos según la medida en que les llaman la atención; la mente es propensa a la abstracción y tiende a considerar estable lo que en la naturaleza ocurre en continuo cambio; es también inclinada a suponer más orden, armonía y semejanza en la naturaleza de lo que en ésta realmente se da; suele tomar nota de las predicciones realizadas o confirmadas, y no tanto, apenas, de las expectativas frustradas, desmentidas. Los templos se hallan llenos -observa Bacon en un prevolteriano comentario- de pinturas votivas que representan testimonios de personas milagrosamente salvadas del peligro; pero no recogen las escenas de aquellos que, pese a haber orado en el peligro, de todas formas perecieron.
El análisis de Bacon anticipa prodigiosamente muchos pormenores de los hallazgos hechos, tres siglos más tarde, por una psicología experimental de la cognición, del juicio y del razonamiento, que coincide con aquél en resaltar las sesgadas tendencias de nuestra razón. Esta se halla muy lejos de ser la universal, clarividente, infalible, innata facultad residente en todos los hombres que imagina un racionalismo ingenuo. Antes, al contrario, la razón aparece tan sujeta a engaños endógenos como los sentidos. Hay ilusiones del juicio, del razonamiento, tanto como las hay de la percepción, y unas y otras se generan por virtud o vicio del modo mismo de funcionar, de proceder, de los analizadores sensoriales y, respectivamente, del sistema humano de procesamiento de información. Las ilusiones perceptivas son muy resistentes y perseveran en nosotros, pese a ser sabedores de que se están produciendo, como si obedecieran a una funcionalidad y necesidad sensorial irreductible a la crítica racional. Pero, no menos, las ilusiones de la razón parecen necesarias, intrínsecas a ésta, persistentes y no fácilmente reducibles, aun cuando trate uno de distanciarse de ellas mediante un uso mejor educado de esa misma razón.
No se vinculan sólo a la perturbación de las pasiones. Esta es la hipótesis pascaliana para justificar los yerros y oscuridades de la razón, atribuidos a interferencias de la voluntad o del afecto. Por qué los hombres no conocen la verdad puede recibir, la misma respuesta que Pascal ofrece para explicar por qué no todos reconocen a Dios, aun enpresencia de evidencias suficientes: hay suficiente luz, pero sólo para aquellos que desean ver. Una noción semejante es la definición freudiana de la ilusión: aquella representación en la que está interesado el deseo. Verdad es que el deseo aparece interesado e implicado en todas nuestras representaciones, y que de esta afección pueden venir muchas distorsiones del juicio. Pero el engaño de la razón tiene también fuentes propias, autóctonas, derivadas no de la contaminación por los afectos, sino de los modos mismos en que el operador humano recoge información de la realidad, la almacena y procesa, y finalmente se sirve de ella. En la estrategia de ese operador dominan ciertas directrices heurísticas, cómodas y con frecuencia funcionales, que, sin embargo, divergen mucho de las reglas de la lógica normativa del conocimiento objetivo, y que dan lugar a muy persistentes engaños de la tribu. En relación con los juicios inductivos y con la apreciación de la probabilidad, Tversky y Kahneman han identificado algunos de esos procedimientos heurísticos, basados en la intuición, y que suelen ocasionar sesgadas inferencias y errores de bulto: el procedimiento que atribuye mayor frecuencia, probabilidad o importancia a lo más típico o representativo de una determinada clase; el que lo atribuye a lo más accesible, familiar, imaginable y concreto; el que se amarra o ancla conservadoramente a una inicial estimación y sólo a duras penas, aún en presencia de mucha información en contra, es capaz de modificarse hacia apreciaciones sólo ligeramente más objetivas.
Las distorsiones y sesgos del juicio intuitivo aparecen aún más escandalosos en la percepción de personas o grupos, en el enjuiciamiento interpersonal y social. Cuando se investigan de cerca los modos de estrategias de conocimiento que el llamado animal racional desarrolla en la relación con sus congéneres, el atributo de su racionalidad sale bastante malparado, como para lastimar mucho nuestro orgullo de animales superiores. En nuestro conocimiento de la realidad social, en las inferencias que efectuamos a partir de una experiencia y unos datos siempre limitados. cometemos muchos yerros y sufrimos abundantes extravíos respecto a la pauta de un proceder racional: efectuamos inducciones y procedemos a generalizaciones á partir de muestras muy pequeñas y de ordinario sesgadas por la particular experiencia que nuestra personal situación nos depara; damos más importancia a los casos sueltos anecdóticos, supuestamente típicos, que a los conjuntos donde la anécdota se disuelve en el número; reducimos la riqueza y complejidad de cualquier información a sus líneas esquemáticas, a unos rasgos simplificadores; prestamos atención a los acontecimientos de acuerdo con expectativas previas, reteniendo los hechos que los confirman y no los que los desmienten; gozamos de una memoria absolutamente infiel, parcial y partidistamente interesada, que tiene poco de notario fidedigno y mucho de adulador historiógrafía al servicio de nuestra majestad; padecemos de impenitente conservadurismo en nuestros conceptos, en nuestros prejuicios, en las primeras impresiones, extraordinariamente resistentes al cambio aun en presencia de nueva información que los contradice; apreciamos muy mal el grado de la asociación entre fenómenos, de sus relaciones de contingencia, de su covariación, imaginando a menudo correlaciones ilusorias entre atributos o rasgos de las personas cuando se corresponden con estereotipos o supuestos caracteres; hacemos muy injustificadas atribuciones de causalidad, imputando en exceso a disposiciones e intenciones de las personas la mayoría de las acciones y de sus resultados y postulando simplistas semejanzas entre causas y efectos: una causa única para un efecto único, un factor causal importante para un resultado importante, una responsabilidad humana para una tragedia humana. La racionalidad, en suma, más que un atributo natural o innato del ser humano, parece un atributo suyo potencial, una posibilidad del hombre. Esto es el animal que puede llegar a ser racional y que, aun educado en el ejercicio de la racionalidad, a poco que relaje la autovigilancia desliza hacia procedimientos de harto incompleta racionalidad.
No es fácil valorar el coste humano y social del uso menguado de la racionalidad. Algún indicio podemos extraer del fenómeno de los estereotipos y prejuicios, y de los daños que acarrean para la civilizada convivencia. Prejuicios etnocéntricos frente a los gitanos o los árabes, corno asimismo frente a los ciudadanos de la nacionalidad o de la autonomía de al lado, e igualmente estereotipos negativos respecto a ciertos grupos -sean los minusválidos, los homosexuales o los jóvenes melenudos- están en la raíz de muchas crueles discriminaciones y, cuando menos, perjudican gravemente el entendimiento mutuo. Las ideologías todas pueden ser analizadas en términos de prejuicios, de productos colectivos resultantes de un distorsionado proceder en operaciones cognitivas supuestamente atribuibles al buen sentido, al sentido común. Los huecos de la razón los llena la ideología, cuando no la violencia, de las armas. A la incuria y la pereza del sentido común hay que achacar que muchos de esos huecos se presuman abismales, imposibles de rellenar. Precisamente uno de los prejuicios ideológicos más arraigados es el de la complejidad enorme de la realidad social, por comparación con la realidad física, y la imposibilidad de abordarla racionalmente. Puede muy bien reconocerse tal complejidad y concederse también que los intereses sociales a que responden las ideologías no se dejan resolver en un discurso de la razón. Aun con esas concesiones, continúa siendo verdad que las ideologías acarrean abundantes elementos de información -de generalización, de inducción, de inferencias, a partir de un acopio sesgado de datos- que no resisten la más ligera crítica racional. Sigue estando de actualidad por eso el programa de saneamiento y rectificación del entendimiento, que se impusieron algunos filósofos, ya racionalistas, ya enipiristas, en el primer tercio del siglo XVII. Ellos querían sanear la mente de los engaños cotidianos y de las argucias dialécticas de la escolástica. A esta última le han sucedido luego otras ideologías, otros modos de especulación y de retórica. Pero los engaños de la tribu humana permanecen hoy aproximadamente los mismos, y, hoy como entonces, sólo se conjuran mediante una dosificación afortunada de empirismo y de razón.
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