La libertad de expresión
Asistimos, estamos asistiendo hoy, al fenómeno de un extraño entusiasmo por las libertades -libertad de enseñanza, libertad de manifestación, independencia; es decir, libertad del poder judicial-, de parte de quienes, hasta hace poco tiempo, vivían sin constatable disgusto en la represión de todas ellas y en el sometimiento de la Magistratura a la dictadura. Y, en efecto, las libertades son tan importantes que sobre ellas fue montado el modelo occidental de la democracia liberal, con su distinción y división de poderes, que impidieran la conculcación de los derechos y libertades públicas y de los derechos y libertades individuales. De estos últimos quiero hablar aquí en relación con la libertad de expresión en la Prensa.Los tres poderes clásicos no son los únicos, aun cuando sean los básicamente establecidos por el derecho político. Existen, junto a ellos, por debajo y, a veces también, por encima de ellos, los llamados poderes fácticos y, por supuesto, los partidos políticos, los grupos de presión y los lobbies. Existe asimismo, y de él quiero hablar aquí, el que se llamó cuarto poder o poder periodístico. Si mis críticos no fueran tan obcecados como por desgracia son, habrían advertido que en mi reciente artículo acerca del último libro de Juan Luis Cebrián el tema central consistía en poner en guardia frente al exceso, muy actual, del poder periodístico. No era la primera vez que, en EL PAÍS, prevenía yo de la posible desmesura de su poder. Y aunque -apenas hace falta decirlo- no interviniera para nada en la ilustración del artículo con la fotografia de Ortega y Gasset, ésta me pareció semióticamente acertada. ¿No hay en este diario la tentación, más o menos consciente, de erigirse en el intelectual colectivo, como otras veces lo he llamado, heredero del viejo poder intelectual del orteguismo? Creo que en el interior de cada periódico habría de reproducirse, a su modo, la división de poderes que encontramos en el ámbito constitucional: redacción, por una parte; empresa económica, por otra; dirección, mediadora, en medio, y colaboradores, a su aire. La tentación a la que me refiero consiste en que la dirección, la redacción y aun la colaboración se pongan enteramente al servicio, bien de los intereses empresariales, bien del correspondiente partido o ideología políticos, bien del sensacionalismo, de las pasiones y de las fobias. Decía yo allí que son peligrosas las empresas periodísticas con las que se gana dinero porque la prepotencia aspira siempre a más y más poder. Pero no menos lo son las que lo pierden, porque para enjugar el déficit tienden al desquiciamiento de la información, al ataque personal sistemático, a la malintencionada siembra de especies, insidias e infundios. Con buen sentido, aunque apenas sólo en titulares, empieza a apelarse ahora a la "responsabilidad de las revistas del corazón", pero de la misma manera que ya no vivimos en una sociedad completamente compartirnentalizada, también la Prensa deja de estarlo, y alguna de la considerada seria se contagia crecientemente de la indiscreción, el gusto de la trivialidad y la tendencia a convertir sus páginas en el corro o mentidero de los tiempos actuales.
La libertad de expresión de la Prensa está garantizada con la total inexistencia de una censura previa, pero no puede ser irresponsable. Debe responder, y responder judicialmente, de sus extralimitaciones, para lo cual la Constitución, a la que tanto se invoca, ha venido a abrir acertadamente esa vía media entre la querella criminal y una inoperante demanda civil. Que la sanción sea economica y recaiga sin tardar es solución sumamente realista, pero que el daño al honor, a la imagen y a la intimidad se compensen con la obtención de un ingreso económico es punto que, pienso yo, debiera ser revisado, porque temo que en los tiempos que corren pueden suscitarse concursantes a ser difamados. El importe de la sanción podría destinarse, de oficio, a una mejor redistribución de los servicios judiciales o a la beneficencia pública.
En suma, los abusos en que tiende a incurrir la Prensa son de dos especies. La una, el exceso
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incontrolado de poder, esa ilimitación de poderes a la que antes me refería acudiendo al paralelismo con los del Estado. La otra, la mezcla y confusión de los géneros de prensa, el contagio de la supuestamente seria por la amarilla o sensacionalista. Los modales de la mal llamada prensa del corazón se extienden a la otra, y junto a aquélla cabría hablar, y con mayor propiedad, de la prensa atrabiliaria; quiero decir, más que de humor, de bilis o humores negros. Es frecuente, a propósito de esto, que se invoque el contexto -contexto humorístico o supuesto contexto de animus iocandi, contexto de trivial sentimentalidad, u otros- como exculpación que todo lo excusaría. Para venir al caso que tengo más próximo, el mío propio -y no soy yo el primero, sino el último, por ahora, que habla en la Prensa de él-, ¿absuelve el contexto de unas trasnochadas páginas de humor la afirmación de que soy incontenible en mi vértigo al poder y continuar de esta guisa hasta el final de la, llamémosla así, poesía, con expresiones entre las que he elegido la más suave, en una verdadera antífrasis o descripción de mi persona por rasgos polarmente opuestos a mi reconocido modo de ser? (Ruego al lector disculpe esta, para mí, obligada mención autorreferencial).
En fin, y para terminar con una nota del humor que tanto se invoca, me hago cargo de que un artículo como éste no guste a la Prensa ni me sirva a los efectos de "hacer méritos para publicar artículos en el diario gubernamental". Pero como ciudadano y en nombre, sobre todo, de quienes estaban mucho más indefensos que yo, tengo que declarar que bienvenido sea el artículo 18.1 de esa Constitución que otros invocan tantas veces tan en vano.
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