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Boyer

De momento, el ciudadano Boyer ha pasado a la historia, pero bien conocida es su vocación de Guadiana, su poco apego a la cotidianeidad de las querencias y ese talante de príncipe de la ciencia del bien y del mal que se deja querer desde la seguridad que le otorga saber uno de los pocos latines que quedan: el saber económico. No hay protagonismo sin ambición de poder, sea el protagonista poeta hermético o exportador de corchetes, pero hay ambiciones de poder estéticas y otras que no lo son. Boyer es uno de esos políticos dotados de una ambición de poder estética, tan disimulada que hasta dimite de cuando en cuando y se retira a los cuarteles de invierno a leer a Popper y a otros profetas de la posmodernidad.A los receptores de la acción política de Miguel Boyer les queda la incógnita de por qué hace política de cuando en cuando: ¿un ramalazo de fideísmo redentor socialista? ¿Curiosidad científica de materializar todo cuanto aprendió en los libros? Es tan aristocrático su porte que ni siquiera da pie a que se le echen en cara errores de cálculo como el de los 800.000 puestos de trabajo. Al fin y al cabo es un error altruista que se le ha tenido poco en cuenta y compáranse las irritaciones que han provocado un Solchaga o un Almunia con las que ha merecido y no ha suscitado Miguel Boyer. Es de esos clientes de sastrería a los que el sastre jamás se atreverá a reclamar la deuda, por muy alta que sea.

Es un triunfador de novela norteamericana de entreguerras, sabio en la ocultación de sus reales fronteras lejanas, matizado por esa soberbia de ex alumno de Liceo Francés en una España llena de academias para repetidores o de institutos de posguerra con profesores de matemáticas en camisa azul y filósofos tomistas con boina colorada. Un señorito fabiano, un déspota ilustrado, el hijo ilegítimo y heterodoxo de Virginia Woolf y Keynes, en el caso de que lord Keynes se hubiera dejado. Condescendiente, dio clases particulares de ciencias empresariales a un vaquero de Sevilla y le pagó en especies. Le hizo ministro. A él. ¡A un príncipe!

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