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El brillo de la ausencia

Con el incremento del afán por "vender imagen" al precio que sea en el escaparate de la sociedad de consumo, se han incrementado también los conflictos, ya de antaño existentes, entre la apariencia del ser y su naturaleza cuestionable, es decir, entre el personaje y la persona, a quien aquél asfixia bajo los pliegues de su ropaje. La batalla entablada es sorda y peligrosa, y al cabo de ella, como al cabo de todas las batallas del mundo, la victoria proclamada por uno de los bandos (en este caso, el del personaje) resulta más enfática que verdadera, una mera exhibición de arrogancia. Al vencido, aunque se le despoje de sus derechos y su libertad, aunque se le sojuzgue, nunca se le aniquila del todo, es bien sabido. Puede volver a levantar cabeza, aunque sólo sea para mirar, para escuchar, para sonreír amargamente desde su escondrijo, hasta donde le llegan ecos suficientes del desfile todopoderoso del vencedor, de su autopropaganda delirante. No hace nada, se mantiene a la espera -es la única baza de los perdedores-, pero no pierde dato. Tampoco da ninguno. Y llega a la conclusión de que el vencedor no le conoce, o le conoce mal. Se arma de paciencia y de silencio. Es cuestión de dejar que el tiempo pase. Y de pervivir.Va pasando el tiempo y, efectivamente, el personaje -que en el caso que nos ocupa es el que lleva las de ganar, según arroja el saldo de las apariencias-, a pesar de haber impuesto sobradamente su ley y haberla hecho acatar y aplaudir por una inmensa mayoría de papanatas, empieza a sentirse incómodo, escindido, esclavo de sus propios discursos triunfalistas. Está cansado, no puede dormir, no sabe bien qué le pasa. Para saberlo tendría que consultarlo con su fuero interno, es decir, preguntárselo a la persona. Pero la ha abolido de un plumazo, no quiere tratos con ella. Y sin embargo sabe que se agazapa al acecho, siente su muda coacción. Acaba pensando que habrá que aplacarla con algún remedo de pacto.

Los primeros traspiés del personaje se inician al compás de esa inquietud por la presenciaausencia de la persona a quien vampiriza, y culminan en serio descalabro cuando cede a la arriesgada tentación de establecer componendas con ella. Ha decidido cambiar la táctica del desdén olímpico por la de un acercamiento insincero y torpe al enemigo, de cuyas fuerzas y posiciones sigue sin tener ni idea. Pero le complace la fórmula y cree que, como todas las suyas, puede dar resultado. Avanza, pues, el personaje con su sonrisa estereotipada de siempre, ebrio de nuevas consignas, impasible el ademán, con la insultante seguridad que sólo puede dar la inconsciencia, hacia el pozo de la persona. No puede dejar que se le trasluzca su necesidad de encontrarla, eso sería humillante para él, sería como darse por vencido. ¿Dónde se ha visto que vaya a darse por vencido un vencedor? Ni pensar en soltar las riendas, eso de ninguna manera. Y el tiro, naturalmente, le sale por la culata.

Un ejemplo bien ilustrativo de lo que vengo diciendo puede encontrarlo cualquier lector avispado en las últimas declaraciones públicas de Julio Iglesias, que le adentran de forma patética en la misma boca del lobo de la cual manifiesta querer escapar. Se ha retirado a una mansión lujosa en las Bahamas y convoca a la Prensa para que entronice su nueva imagen y la propale por todo el mundo. ¡Que nadie se vuelva a meter en mi vida privada, quiero hacer una cura de humildad, distanciarme de todo, llevar una vida de anacoreta!, exclama, mientras posa para los reporteros, cuyo viaje ha pagado, y les deja inmortalizar en sus cámaras los rincones exteriores e interiores de su villa Capricornio, desde donde conecta con más de 60 emisoras de televisión, se relaciona con su oficina de Miami y puede saber a cada momento lo que está ocurriendo con su música y su imagen en Japón, en Europa y en toda América. Se ha cansado de su propio mito, que "no es parte de mis sueños", según tiene la desfachatez de decir, "sino de los sueños de los demás" (*). No cabe ya mayor endiosamiento que el de cargar a los demás con el peso de esa cruz de rubíes y zafiros. Los pobres españoles, que -según continúa declarando despectivamente el triunfador- "todavía seguimos mirándonos el omblígo, sin conexión con el exterior, únicamente interesados por los pequeños líos caseros", necesitábamos del advenimiento y ascensión de Julio Iglesias para tener un pequeño alivio a nuestra miseria, algo grande y noble con que soñar. Y él llegó como un mesías, inclinó la cerviz y se prestó al sacrificio. Ecce Horno. Le tocó la china. Postrémonos de hinojos; él no pedía nada, se ha limitado a darnos lo que pedíamos nosotros, a brindarnos un ideal.

Pero, en fin, para retomar el tema inicial, lo único que parece patente y suena a verdadero bajo todo este amaño de hojarasca retórica, es que la persona de Julio Iglesias empieza a estar harta de su personaje y a pasarle facturas que le sumen en la mayor contradicción. Porque no sabe cómo pagarlas. No ha entendido todavía que hay algunas facturas

Pasa a la página 12

(*) Tanto esta cita como las siguientes están tomadas del suplemento dominical de EL PAÍS del 16 de junio pasado.

El brillo de la ausencia

Viene de la página 11-más de las que parece- que no admiten ser saldadas con dólares. Se adivina, en cambio, que quien lo sabe bien es su persona, uncida de mala gana al carro de su personaje, ya casi hecha añicos, agotada, insomne, pero aún con fuerzas para. susurrarle: "Oye, Julito, que esto no es vida, que por qué no nos quitamos un poco de enmedio, tú, que estoy de tus declaraciones y tus fotos en color hasta el gorro. Si lo haces por los españoles, deja que se diviertan con otra cosa, hombre, que alguna encontrarán, igual un libro, o una película, o un paseo por el campo, yo qué sé. Además, a ti de los españoles nunca te ha importado mucho, lo tuyo es el dólar, y ellos lo saben de sobra, que no son tontos. Deja de explicar tu comportamiento. Descansa y déjanos descansar".

Y al triunfador se le enciende una bombillita en la cabeza. Recoge la sugerencia, la manipula y la capitaliza. Buena idea para revocar la fachada del mito que se estaba descascarillando. En vez de retratarse acariciando a una rubia despampanante, se retratará con un negrito desvalido en brazos. Ahí está la cuestión, en huir del mundanal ruido. Y, por supuesto, de su propia persona, que si sigue echándole sermones, puede arrojarle en brazos del psiquiatra.

Pero eso no, refugiarse en las Bahamas le parece una solución mucho más rentable. La elige sin dudar.

Y una vez instalado allí, entre mangos, cocoteros e ingenios mecánicos de todo tipo, sin dejar de sonreír a los fotógrafos más que para seguir hablando de sí mismo, se apresura a enviar el nuevo eslogan ecuménico que han de transmitir las rotativas, encaminado a lavar el cerebro de sus absortos feligreses, a quienes acaba de acusar de no hacer otra cosa que mirarse el ombligo: "Creo que es una táctica equivocada el pretender estar siempre en todas p artes", resume para zanjar el problema. "Es mejor que te echen de menos, que brilles por tu ausencia".

Con esta frase ya piensa haber burlado a su persona, de nuevo avasallada, y a la masa sufrida de sus fieles paisanos. Pero es una burla que más bien se volverá contra él mismo, porque me temo que no la podrá mantener.

El brillo de la ausencia, tan distinto al de los flashes y al del dinero, es el único que nunca nimbará la imagen de Julio Iglesias, el único regalo que nunca sabrá hacerse ni hacer a los demás, como siga por ese camino. Su penitencia estriba, precisamente, en que tal vez, a rachas, lo siga viendo fulgurar ante sus ojos, entre nubes lejanas, como un bien codiciado e inasequible.

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