El Estado y las perversiones / 1
Un atentado de ETA contra un coche de la policía ha producido la muerte, en Pamplona, de un niño de 13 años. Pocos días antes un policía fue asesinado por ETA en Guecho, delante de su hijo de tres años. No hace mucho tiempo, también en Vizcaya, un químico fue ejecutado cuando iba en compañía de su hijo pequeño. La presencia de los niños, como víctimas o testigos del asesinato, conmueve especialmente.No es una mera cuestión sentimental. Esa presunción constitucional de inocencia (con solera, por lo demás, en nuestras leyes penales y procesales, y tan invocada como poco respetada en la práctica, especialmente por el afán noticioso de medios de comunicación y por el espíritu de partido y falta de escrúpulos personales de muchos políticos) parece transformarse en una evidencia anterior a cualquier ley cuando se trata de niños. No siempre ha sido así, pero para una gran mayoría de nuestra sociedad el niño no lleva culpa ni pecado, ni responsabilidad; el delito mayor del hombre no es haber nacido, sino haber crecido. Los niños, en la opinión general, no necesitarían Constitución ni leyes penales para gozar de la presunción de la inocencia. Ésta sólo vale para quienes pueden no ser inocentes, no para quienes lo son necesariamente. No hay nada que presumir. Todo está claro.
Éste es el sentido de muchas expresiones espontáneas que estos días se han oído y leído: no había hecho nada, era una magnífica persona, todos los compañeros le querían. Y así, el sentimiento anti-ETA se extiende, y personas que en otro caso hubieran permanecido más o menos indiferentes se indignan, y los que se hubieran callado se atreven a manifestar su reprobación en público.
Sin llegar a la presencia de niños testigos o niños víctimas, en otros casos las consideraciones sobre las características de las personas asesinadas suponen, inconscientemente, una indagación sobre la posible culpabilidad o, al menos, imputabilidad de la víctima: no se metía en nada; sólo se ocupaba de su mujer y sus hijos; de su casa al trabajo y del trabajo a casa; no pertenecía a ningún partido; sólo llevaba un mes en su actual destino; deja esposa y dos hijos, y esperando el tercero. Y así sucesivamente, en orden a fijar con claridad el carácter inofensivo de la víctima, o su condición de persona normal, e incluso de algún modo desvalida, como cuando se insiste en el lugar de nacimiento en algún lugar más o menos perdido de Castilla, Extremadura o Andalucía, víctima del subdesarrollo.
Sin embargo, este tipo de razonamiento puede ser en gran parte el resultado de una aceptación difusa del planteamiento de ETA como actitud ético-política. Me explicaré: si el crimen es mayor por la evidente inocencia de la víctima, es evidente también que el crimen es menor en la medida en que la inocencia de la víctima sea menos obvia, o al menos tenga la posibilidad de serlo; en una gradación de repugnancia decreciente, el crimen puede recaer sobre un niño, un adulto, un hombre, un farmacéutico militar, un sargento retirado, un miembro de UCD o del PSOE, un policía de la Ertzantza, un miembro de la Policía Nacional, un oficial de los cuerpos de seguridad, un político importante, un general, un ministro, un miembro activo de la lucha antiterrorista, un chivato de la policía, etcétera. Y esa repugnancia decreciente puede transformarse, en un lugar más o menos alto de la escala, en explicación comprensiva, en aceptación resignada, en aceptación que comparte las razones de la actuación o en aceptación entusiasta. Que de todo hay en el País Vasco.
Por eso se llega a decir que en el caso del niño se trata de un accidente o de un error. Y ciertamente es así. ETA, hasta el momento, no se ha dedicado a matar niños, ni siquiera niños de policías; esos casos son consecuencia de equivocaciones, o de los riesgos del verdadero y más sublime objetivo: matar policías, políticos, empresarios. Pero es aquí donde está la real perversión de ETA. Y no conviene engañarse. La perversión moral de ETA aparece principalmente, en su desnuda luz, cuando acierta, no cuando comete errores. Y de esa perversión participan quienes aceptan esa dialéctica; la perversión ético-social (que es a la que siempre me refiero, ya que Dios me libre de juzgar a las personas como tales) consiste en aceptar el principio del asesinato como medio de acción política para alcanzar los objetivos de un grupo no oprimido en su reivindicación, en el sentido de que dispone de todos los medios no violentos que en el mundo hay para expresar sus aspiraciones, por descabelladas que a otros puedan parecer. La perversión consiste en el fanatismo y la estupidez, en la irracionalidad de una acción que ni con mucho esfuerzo puede calificarse de política. Para quienes hemos suprimido la pena de muerte, la perversión consiste en absolutizar por encima de la vida ajena la consecución de los objetivos políticos de una minoría, repito, no coartada en su libertad de expresión por cualquier medio no violento. Porque quiero recordar aquí que, por ejemplo, hablar de la independencia de Euskadi no es un delito, y el perseguirla, tampoco.
Y es así, precisamente así, aunque el asesinado no sea niño, ni ejemplar padre de familia, ni honrado trabajador procedente de la España subdesarrollada; y es así, precisamente así, aunque el asesinado sea general, o senador, o concejal, o policía, o confidente de la policía. Es decir, cuando el asesinato resulta limpio de todo error y ajeno a hondas repercusiones en la emotividad popular. Porque los errores son causa, precisamente, de alivio de la responsabilidad. Porque no es menos perverso que
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Viene de la página 9 matar a un niño por imprudencia temeraria matar a un adulto marcado por su función pública o su profesión legítima con la cuidadosa preparación típica de un experto meticuloso y consciente.
Bienvenidas sean las manifestaciones públicas contra la violencia de ETA. Pero bienvenida sea, sobre todo, si llega la convicción de que en la España de 1985, la vida humana, aunque sea de un policía, está por encima de las aspiraciones políticas de cualquier minoría.
No me atrevería a afirmar que la vida humana es un valor absoluto; más que nada, por no entrar en disquisiciones filosóficas que, en este caso, no nos llevan a ninguna parte. Pero es cierto que la Constitución prohíbe, sin más distinciones, la pena de muerte. Lo que quiere decir que, en la relatividad del marco constitucional, la vida humana tiene valor absoluto. No hay excepción ante la vida humana; no hay razón de Estado frente a la vida humana. Y si no hay razón de Estado, no parece que pueda haber razón de anti-Estado, que sería la razón terrorista.
Por eso quienes encuentran complacencia política ante los aciertos de ETA padecen una grave perversión ético-social. Por eso los asesinatos de ETA serán más o menos graves o repugnantes desde el punto de vista de la culpabilidad o responsabilidad de los individuos que los cometen. Pero desde el punto de vista social no puede relativizarse el valor de la vida humana según quien sea el portador de ésta, porque precisamente el máximo acierto es muestra de la máxima perversión.
Sin embargo, de esta desnuda realidad no pueden obtenerse consecuencias que permitan la cobertura de actuaciones inadmisibles por sí mismas. La perversidad ajena será cualquier cosa menos justificación del abuso propio.
Hay quienes, con una lógica permanente en el tiempo, mantienen que el mejor modo de suprimir la perversidad es eliminar al perverso. "El mejor terrorista es el terrorista muerto", manifestó una vez, en mi presencia, en el Congreso de los Diputados, un político enardecido; con lo que, más que una propuesta de eliminación, hay que reconocer que expresaba un pío deseo que no tenía por qué conducir a la acción coherente con su sentido literal. Yo creo, por el contrario, que el mejor terrorista es el que deja de serlo, y la perversión a que antes aludía no tiene por qué eliminar a priori el camino, incluso, del diálogo. Porque no se trata de dar lecciones, sino de conseguir resultados. Y son las circunstancias políticas concretas las que han de enseñar los conductos de la eficacia. La perversión ajena no es una justificación de la perversión de los medios para hacerla desaparecer.
Hay quienes, con una lógica no menos permanente, encuentran en el terrorismo la cobertura para acciones, rechazables en sí mismas, que se pretende hacer tolerables como males necesarios para conseguir un bien mayor. La lucha contra el terrorismo es prioritaria, se oye decir. A veces las verdades más sencillas son para echarse a temblar. ¿Qué nos querrán colar bajo el manto acogedor de una prioridad tan evidente?
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