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Para sobrevivir la década

Algo habrá que hacer con esta década antes de que llegue a su punto final sin esa coda significativa que correspondía a las épocas bien nacidas. Los años ochenta van siendo más escurridizos de lo que esperábamos, y la avalancha de sorpresas cada vez más desagradables que nos deparan hacen pensar que el año 2000 llegará como aquel último resto del naufragio que, encaramado en la cresta de la ola, ha de quedar totalmente destrozado en los arrecifes.Dice una sabia fórmula que la civilización debe ser considerada una ruina reparada sin cesar. Algunos síntomas nos harían creer, al contrario, que la civilización es una ruina incesante; mientras tanto, los profesionales del progreso ininterrumpido todavía luchan -como profetas armados o pacíficos- contra su propio pasado. Los ochenta parecen estar empeñados en demostrar que el progreso existe, para el bien y para el mal: toda regresión es posible.

A mediados de la década, la menor de las cuestiones en juego no es la consideración de la libertad. Bernanos dijo: "Pedís a la libertad grandes bienes: de ella sólo espero honor". Al margen de la disyuntiva -no poco decisiva- entre Estado-providencia y Estado-mínimo, conviene averiguar antes de que finalice esta década si la libertad es un valor pasivo, el aval de una dimisión colectiva, un antifaz para el deterioro cultural o uno de los valores supremos que el hombre inventa o conquista aun a pesar de su propia naturaleza. Saber si la libertad tiene un peso específico en aquellas escuetas zonas del planeta donde todavía imperan sus usos y dones es un dato esencial para comenzar a pensar en la convivencia planetaria.

Del concepto de oportunidades vitales planteado por el profesor Dahrendorf, su doble vertiente de opciones -como alternativas de acción que se exponen al riesgo del futuro- y de ligaduras -es decir, vinculaciones o referencias casi siempre emotivas que miran hacia el pasado- nos sitúa en la posibilidad de un equilibrio a mitad de los ochenta. A semejanza del retorno del saber contar en literatura o de la figura en la pintura, estos años -como prolija fe de erratas de las dos décadas anteriores, tan irreflexivas y miméticas- contemplan la oscilación pendular de opciones a ligaduras. Si la modernidad insistió en el desmantelamiento de toda ligadura en beneficio del máximo de opciones, vemos ahora cómo de forma deliberada se re descubren ligaduras: retornan ciertas fidelidades que la idea de modernidad daba por arrumbadas; regresamos a la idea de es fuerzo individual; asistimos al primer acto de un nuevo respeto por las formas y convenciones de comportamiento; recuperamos placeres que ya parecían periclitados; nos complacemos en gestos atávicos que estaban casi prohibidos, y, en fin, sospechamos que la vida familiar no se merecía críticas tan radicales.

Tal vez por todo esto -a pesar del europesimismo, tan parecido en sus trazos al pesimismo barroco, a pesar de la tentación de rehuir a esa vieja madrastra que es Europa- no queda otra apuesta que aferrarnos a la vieja Europa -apéndice del continente asiático-, cuyas últimas boqueadas se hacen dolorosamente ostensibles. Cuando Europa sea tan sólo un inmenso parque de atracciones -dotado de muchos museos y más camareros- podrá haber llegado la hora del sálvese quien pueda. Sin embargo, quizá podemos dedicar los últimos años de la década a creer que Europa sirve para incorporar al sistema nervioso de nuestro planeta la gran tradición de tolerancia y pluralismo crítico, unico capital del que puede hacer partícipes a todos aquellos pueblos que exploró, llegó a conquistar y finalmente abandonó.

Estamos pisando un nuevo umbral, pero -como le ocurre al viajero poco habituado que no se fía de las puertas automáticas- aún no podemos saber si nos daremos de narices en la puerta o si vamos a pisar una mullida alfombra. Del desconcierto cotidiano cabe esperar una nueva barbarie tanto como otro siglo de las Luces. Las mismas evidencias tenemos, desde luego, para considerar que una vez más todo quedará en suspenso. El mundo continuaría improvisándose, con vocación de caos y breves paréntesis de armonía. Hoy por hoy, los indicios de barbarie son, ciertamente, los más categóricos. El gran defecto de la década de los ochenta es que cada vez hay más gente y menos personas.

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