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MÚSICA CLÁSICA

La Sinfónica de Londres lleva a Stravinski a Granada

La Sinfónica de Londres, dirigida por Lorin Maazel, en su segundo programa en el Festival de Granada, interpretó anteayer dos obras fundamentales del repertorio europeo: la Sinfonía grande, de Schubert, y La consagración de la primavera, de Stravinski, partituras ambas de tan grandes dimensiones como inusitada belleza y originalidad, capaz de alumbrar muchos caminos del futuro.

En 1828, en pleno corazón de la primera oleada romántica, termina Schubert su Sinfonía en do. Con demasiada frecuencia se entienden estos pentagramas como epigonales del último Beethoven cuando en realidad constituyen un claro anuncio del sinfonismo posterior, que harán por una parte Brahms y Dvorak y por otra Bruckner y Mahler.Otro olvido en torno a la Novena sinfonía de Schubert es el de su especificidad austriaca, que, a su manera, anticipa una forma de nacionalismo en estado muy evolucionado. Gran parte del material básico desarrollado por el compositor procede directamente del lied, y esta forma lírica de cámara transmuta la música cotidiana, el sonido de las agrupaciones populares instrumentales de Austria y hasta los modelos del "canto de los pueblos", por decirlo al modo herderiano. Todo irá mucho más lejos en el narrativo detallista de Mahler y adquirirá más intensa expresión y vuelo expansivo en Bruckner.

La primavera

No pasará un siglo desde el estreno de la Novena sinfonía de Schubert hasta la aparición sensacional de La consagración de la primavera, en 1913. Todos, o la mayoría, recibieron el ballet siravinskiano en actitud de extrañeza. ¿Cómo podía entenderse el inédito mensaje del ritual stravinskiano? Sólo de un modo: esperando el paso del tiempo para, con la suficiente perspectiva, tomar conciencia del influjo asombroso del más grande inventor de música de nuestro siglo.Por mucha resistencia que, en principio, encontraran los "cuadros de la Rusia pagana", al día siguiente de su estreno nada en música podía pensarse de la misma manera. La consagración es una obra cerrada y a la vez una creación abierta y provocativa. Cuando nos llega con la imaginación sonora, la flexibilidad rítmica y la amplia curva dinámica logradas por Lorin Maazel y los sinfónicos de Londres, los resultados superan hasta la mínima duda razonable.

En el fondo, y muchas veces en la forma, lo popular presiona con potencia determinante y mucho mayor que la que Stravinski quiso confesar y sus analistas comprobaron. No sólo el tema inicial, sino otros varios proceden literalmente de la tradición, con lo que en 1913 estaríamos frente a la más trascendental metamorfosis de lo nacionalista en música. Hace falta sumar muchas capas de tradición cultural para reinventar este nuevo primitivismo, refinadamente intelectual y acentuadamente poético. No podría hablarse hoy, ante La consagración, de "deshumanización del arte", sino de la renovación de los tonos y las efusiones humanas. Más aún cuando el virtuosismo de la Sinfónica de Londres y los mecanismos físico-motores de Maazel se encargan de evidenciar la concreción de las combinaciones acordales, las conexiones con el reciente e imperante impresionismo, el valor del timbre como elemento puramente sonoro, pero también textual y estructural; la naturalidad del irregular discurso rítmico y hasta la teatralidad connatural del gran ballet de Stravinski.

En el mismo Schubert, las dimensiones dramáticas de la dialéctica y las formas, el valor de los temas como personajes, llevaron a Maazel a una cierta dosis de teatralidad tras la cual anidaba el intimismo de "las divinas dimensiones" de la sinfonía descubierta con asombro por Schumann, después de la muerte de Schubert.

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