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"No me avergüenzo de ser europeo"

Juan Arias

He podido observar que han sido muy distintos y a veces contradictorios los sentimientos despertados entre los españoles ante nuestra entrada inminente en la Comunidad Europea. Aquí, en Italia, algunos me han felicitado, mientras otros me han espetado: "¡Un día os arrepentiréis!". Quizá la pequeña historia de cada uno pueda influir en la tonalidad de dichos sentimientos frente a un hecho que, en el bien o en el mal, nos toca a todos de cerca.Algunos amigos italianos me han preguntado qué he sentido al saber que por fin voy a ser europeo a pleno título. Mi respuesta ha sido inmediata y sincera: "No me avergüenzo". Vamos, que no he podido esconder un cierto cosquilleo de gusto que he sentido en mi sangre. Por muchos motivos, a veces triviales, si se quiere, pero que tienen raíces lejanas.

Puede ser la mía una sensación de tantos que, como yo, al haber vivido fuera de España muchos años, se han sentido a veces con rabia, otras con amar gura, como ciudadanos de se gunda división dentro del viejo continente. Y creo que todo ello injustamente, ya que la Comunidad ha fermentado estos años más con verduras y agrios que con nobles razones culturales y políticas; por tanto, los diez grandes no tenían demasiados motivos para mirarnos por encima del hombro. Sin embargo, así ha sido muchas veces. O por lo menos algunos sí lo hemos sentido estando fuera. Recuerdo, por ejemplo, al llegar al aeropuerto de Londres, lo que sentía este europeo a medias cuando le obligaban a entrar por una puerta distinta de la de su amigo alemán o francés por no ser aún europeo de cuerpo entero.

Recuerdo con humillación cada vez que, frente a un problema de trabajo, por ejemplo, me espetaban un "lástima que España no esté dentro del Mercado Común, porque entonces todo sería más fácil". Ayer me pasó al revés. Resulta que he recuperado mi nacionalidad española tras haber sido unos años "ciudadano italiano". Lo había hecho, entre otros motivos, para poder trabajar mejor, para poder, por fin, votar libremente una vez en mi vida, y también para tener la satisfacción de conseguir mi carné de Prensa, que injustamente me había negado en su tiempo Fraga Iribarne.

Al preguntar al abogado de los periodistas italianos cuál iba a ser ahora mi situación, oí la respuesta, esta vez, sin humillación: "No tiene usted que cambiar nada, porque dentro de unos meses su carné de Prensa italiano será comunitario y tendrá vigencia también en España". Por fin me sentía tratado como los demás, no menos que los demás, no un pobre subdesarrollado desembarcado en estas playas como prófugo del cavernícola régimen franquista.

Podrá ser un sentimiento masoquisita, pero me alegra que no hayamos entrado en Europa por el camino ancho ,bajo los aplausos de los otros 10 países, sino a empujones, a codazos y pellizcos y frente a los pataleos de los franceses y quizá no sólo de ellos. Es la mejor señal (le que valía la pena entrar, de que, por una vez, nos han tenido un poco de miedo. Será a nuestras viñas, a nuestras naranjas, al sabor de nuestros jamones. Qué más da. Ya es algo, cuando durante tantos años, estando fuera, veías que te miraban a veces como a un ciudadano de un mundo lejano, de hambre.

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Sí, aplaudo a Morán cuando dijo con todo el orgullo español, un orgullo que se entiende mejor cuando se está al otro lado de la frontera: "Estamos donde teníamos que estar". Es verdad. Pero no todos pensaban que España merecía un puesto en la mesa de los demás europeos. Aquí, en Italia,no. Tengo que reconocer que este país, a pesar de sus mafias, de sus corrupciones administrativas, de sus pillerías, de sus irritantes informalidades, es un país maduro que nunca consideró a los españoles como a europeos raquíticos. Al revés, fueron los italianos quienes me dijeron el día que me regalaron su nacionalidad: "¿Cree usted que va a salir ganando?". Nunca en este país fui considerado de menos por ser ibérico. Si acaso, al revés, porque este país ha apreciado siempre algunas características hispánicas, que quizá no sotros subvaloramos, como, por ejemplo, la seriedad, nuestro sentido de Estado y un cierto orgullo para no dejamos pisar los callos. Y creo que este concepto positivo que Italia tiene de nosotros ha contribuido no poco a que los últimos nudos del ovillo se hayan desenredado precisamente bajo la presidencia italiana de la Comunidad. He pensado estos días si España se achicará entrando en la CEE, porque seremos como inválidos o colonizados por los problemas europeos, o si, más bien, será Europa quien, de algún modo, se hará más española.

Mi parecer es que Europa aún tiene que descubrir a España: sus escritores pasados y recientes, su cultura más profunda y genuina, algunos de sus valores aún inéditos. Yo diría que ahora empieza sólo a asomarse a nuestras ventanas, y, por lo que palpo en Italia, es mucho el asombro, la curiosidad, la sorpresa y las ganas de bucear en nuestro mar cultural y artístico y, últimamente, hasta político. Porque aún no entienden cómo ha sido posible, por ejemplo, salir del largo túnel franquista sin sangre, sin guerras civiles, sin revoluciones y sin que la piel de toro se haya desgarrado dramáticamente.

Podría pasar incluso que España se lleve algunas sorpresas cuando, estando en la Comunidad, pueda palpar mejor que no es oro todo lo que reluce en otras partes. Es verdad que España tiene aún que recuperar mucho tiempo perdido y mucho que aprender de la Europa de la que quedó desgajada durante tantos años. Pero quien lleva, como yo, casi 20 años fuera de España y se ha recorrido más de 15 veces nuestro globo terráqueo, se da cuenta quizá mejor de que, aparte ese provincianismo de algunos españoles a los que, llegados a Roma, se les oye vocear en los autobuses: "Pues yo no veo lo que tiene que envidiar Ciudad Real a este pueblo", no dejo de reconocer que España tiene mucho que exportar además de las naranjas y el vino.

Y todo esto lo digo consciente del enorme esfuerzo que supondrá crear una Europa verdaderamente unida. Un esfuerzo que a veces pienso que es más bien un milagro o una utopía, y que quizás sea demasiado tarde. Y esto, sobre todo, porque no sé si la última hornada de nuestros jóvenes siente ya la pasión de vivir y de haber nacido en este continente, cuna de tanta civilización, que, a pesar de haber envejecido tanto, sigue siendo envidiado por medio mundo. No sé si tendrán la pasión de un Borges que me decía una noche, casi ya de madrugada, mientras recitaba versos de García Lorca, en Venecia, a lo largo de la Riva de los Schiavoni: "Hermano, yo me siento tan europeo como tú".

Hace unos días fui triste testigo en la universidad de Pescara, frente a unos 200 jóvenes, de la pasión que mueve a la nueva generación hacia otro continente que no es el nuestro. Al preguntarles: "Si yo tuviera una varita mágica y pudiera regalaros un idioma sin necesidad de estudiarlo, ¿cuál desearíais?" Respondieron a coro: "El inglés". Y Si pudiera llenaros el bolsillo de billetes de banco, ¿cuáles desearíais? Nuevo grito: "Dólares". Y si pudiera regalar un billete de avión, ¿adónde querríais ir? De nuevo la respuesta: "A América". No les pregunté cuál era la música que más les gustaba escuchar, ni las películas que más veían en el cine y en la televisión, ni cuál es la bebida que más compran cuando tienen sed, porque me lo dijeron ellos mismos: todo era made in USA.

Me consolé pensando que quizá es justo que los jóvenes amen ser ciudadanos del mundo, que quizá ellos entienden mejor el verdadero ecumenismo, que nadie ha pronunciado aún la última palabra sobre la tierra, que quizá si a un joven le gusta más un cine que otro pueda ser sencillamente porque está mejor hecho, como ha afirmado Lilliana Cavan¡. Pensaba, hablando con aquellos jóvenes, que, a fin de cuentas, los imperios del pasado se construyeron con las armas, y con ellas se impusieron las lenguas. Hoy se hace todo eso con las multinacionales.

¿Tendrán la culpa los norteamericanos o nosotros? Lo cierto es que España, en el mundo de hoy, gusta por su cultura. Se aplaude a Gades o se lee a Savater o a Vázquez Montalbán aquí, en Italia, o se hace cola para ver un filme de Saura, y lo de menos son nuestras hortalizas. La tarea está ahora en manos de los maltratados intelectuales de la era de la computadora. Pero pienso que sólo inyectando proteínas culturales en el viejo continente podremos contribuir, roto definitivamente nuestro aislamiento, a ensanchar y enriquecer un poco la historia. ¿Quién recordará dentro de un siglo la coca-cola? El Quijote seguro que sí se seguirá leyendo, y España seguirá viva por eso.

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