Ser universitario
Ser todo un universitario significaba hasta hace poco tiempo tanto como ser docente responsable, de familia liberal, reprimido por la dictadura más que adaptado a ella; señor, en fin, de total dedicación a la Universidad. Su ser era ser un universitario. Hablamos, naturalmente, de la Universidad española, bien distinta, por ejemplo, de la altamente idealista y muy filosófica Universidad europea. Ésta rebosaba de autoridad, además de autoritarismo, y tiene uno de sus momentos culminantes en los comienzos del siglo pasado, cuando es Von Humboldt el que la diseña, y Fichte, un filósofo precisamente, su rector.Pero la alta burguesía europea, por muy sobrada que estuviera de universidad, educaba a sus hijos en casa. La Universidad era, a lo sumo, el remate, y de ninguna manera el salvoconducto para polemizar públicamente, ser erudito o formar una influyente escuela. La sacralidad universitaria era más bien la sanción cuasi sacerdotal de una manera de ver lo humano y el reflejo, muchas veces a regañadientes, de un Estado fuerte necesitado del altar del pensamiento para gozar de alguna legitimidad.
El universitario español que era todo un universitario procede de otras provincias. Vinculado a las familias más patricias o en parvenu reciclado, llegaba a la cátedra (la importancia de la cátedra es típicamente de aquí) por herencia, porque no sabía hacer otra cosa -el pecado, sin duda, más perdonable-. o porque la Universidad era uno de los pocos recintos con algún aire liberal. La historia de los últimos años está tejida de universitarios... todos unos universitarios.
Vistos más de cerca, pronto se descubría que -no eran ni tan patricios, ni tan doctos, ni tan liberales. Hijos de oposiciones en las que, si no estaba el padre, estaba un tío, o si no, un primo, con más chaleco que esqueleto, su supuesto saber era más bien la realidad de un mundo al revés. (Que hay excepciones ya lo sé. Contraargumentar recordando que no todos eran -son- así es como decir que no llueve cuando uno no se moja. Ya sé que no todos eran -son- así.)
Las cosas han ido cambiando, lo cual no quiere decir que las cosas hoy estén mejor. Dicho de otra manera: los sucesores del catedrático todo terreno son muy parecidos -quizá de apariencia más vulgar- y no sirven proporcionalmente mejor a los intereses que, en principio, habría que adscribir a cualquier actividad social. Y es que la Universidad española de al menos el último decenio heroico se han desarrollado según una fórmula que se ha impuesto machaconamente en la llamada transición.
La fórmula, aplicada a la Universidad, funciona como sigue. Del antiguo chisme o conspiración de pasillo se ha pasado a la guerra electoral entre las distintas -o, mejor, iguales- familias que la habitan, y de la real carencia de calidad científica y docente, a un reforzamiento embarullado de la Administración. Esta fórmula, que suele recibir el nombre de modernización (a propósito: ¿se entiende por modernizar crear el ya imposible hombre moderno?; ¿se trata de acercarse a no sé qué de los países más avanzados?, ¿o no se quiere decir nada, que es lo más probable?), cumple una doble finalidad: esconder que, esencialmente, poco ha cambiado, y ofrecer, sin embargo, una cierta imagen de racionalidad democrática. La fórmula, obviamente, no consigue ocultar, por mucha agua bendita que se le eche, que los enseñantes de cualquier nivel se parecen como una gota de agua a otra a los gobernadores civiles, a los alcaldes y a los concejales. Con la diferencia de que estos últimos van -y es cosa suya- de alcaldes, mientras que la Universidad puede ser una alcaldada.
Sin ánimo de destripar lo que es un mal hereditario y hasta crónico, hay tres aspectos que paralizan la Universidad hasta la muerte. Uno es el apunte tomado de otro apunte que, a su vez, procede de otros apuntes. Así ni siquiera se consigue una buena artesanía. Y en el mejor de los casos, es confundir coser con aprender. En segundo lugar, la desmesura burocrática, que añade a lo anterior los malos hábitos de una gerencia absurda. Es como confundir dedicación con reunión. Y en tercer lugar, la picaresca del listillo que, en un ambiente pesado, con una bobada puede pasar el curso admirado por la candidez del estudiante que ha caído en sus manos (o en sus dientes, aunque esto es más dificil).
Es una pena, y no una alegría, que las cosas sean así. No es cuestión de ir tras las huellas de lo imperfecto como los adivinos al hígado de las aves. Incluso si la Universidad formara parte de -algún curso fatal de la historia, habría que negarse -fatalmente- a ello. ¿Por qué no pensarla como una de las pocas zonas verdes culturales? Sólo que para ello habría que crear unas exigencias que están muy lejos de lo que hay y de las manos que están preparando lo que va a haber.
Cualquier medida en la dirección de una universidad más habitable pasa por una fuerte competencia intelectual, una presencia no menos intelectual en lo que acontece y un ponerse a prueba ante el juicio público. Es como decir que no hay que estar en la Universidad por prestigio (aunque pocos se creerán ya semejante cosa), sino que, en todo caso, porque se tiene prestigio se está en la Universidad. O es como decir que la Universidad ha de producir cultura o contracultura, pero en modo alguno ser subcultura.
Como ni con la ayuda de los hados es previsible que se logre algo semejante y como la historia no ha solido dar la razón a tan piadosos designios, lo único que queda es confiar no tanto en los asalariados, sino en los estudiantes, que son los que pagan, los que son mayoría y los que, en interés de su tiempo y de sus vidas, han de desear que no se les tome el pelo. Como siempre -y como nunca-, de ellos depende.
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