España, abstracción y realidades
La mirada del extranjero puede ser decisiva en su recorrido por lo habitual, el propio país que -como una segunda piel, más refractaria- nos aleja doblemente de su conocimiento. La frecuencia del trato, o la inercia de su práctica, llega a conformar una especie de muro intangible y tanto más resistente entre lo exterior y nosotros mismos. Hasta podemos resultar extraños por ese irreconocimiento en lo ambiental y sus convenciones, y, complementariamente, cabe recuperar algunas acciones anónimas de paisanaje al reconocer hasta qué punto podemos ser más típicos de lo que tal vez imaginábamos.La escritora Jan Morris publicó en 1964 un libro que sólo la apreciación divertida y penetrante podía conseguir: Presencia de España. Va refiriendo lo que pasa -cuando pasa- ante su extraordinaria. capacidad de asimilación experiencial. Porque lo estupendo es el carácter de resolución expresiva, como de escribir con la mirada, que presenta Jan Morris. Una línea puede iluminar todo un aspecto, y ahorrar así farragosas secuencias discursivas. El libro es un engarce de apuntes concisos, en los que el humor y cierto cariño en orillar el tópico conjugan una visión entrañada de España y sus atalayas castellanas. Revisado en 1979, el viaje adquiere tonos de aviso bienhumorado respecto a la permanencia de algunos rasgos constitutivos de lo hispánico en el ensayo todavía, y esperemos que siempre en marcha de la averiguación en la diversidad y en la democracia. Algo menos unos, pero más libres, que la grandeza ya sería su resultante garantizada.
En los 15 años que median de la primera publicación a la revisión, se mantienen algunas constantes: capital entre ellas, la adhesión de la autora a unas constantes atávicas del país cuya sublimación iluminada, o algo deslumbrada, concentran casi míticamente los fulgores de la meseta. España es diversa, y bien lo reconoce Jan Morris, pero en su itinerario envolvente parece retornar siempre el llamamiento de un centro irreductible, con El Escorial como símbolo impávido y altivo, y algo desconectado. Pues El Escorial, más que irradiar los cuatro vientos del espíritu, parece quererlos concentrar en sus torres y absorberlos por sus ventanas. Es un paisaje definitivamente impresionante que invita al meridional y al mediterráneo a alejarse entre aliviado y paradójicamente nostálgico: los relieves, que tan maravillosamente cantaría la retina de Jorge Guillén, son aquí vertiginosos casi y uno puede advertir que su mundo implica la necesaria complementariedad de una geografía diorámica, más amable. Esa adustez, sin embargo, es como un silencio siempre alerta, y al silencio no se le puede rechazar fácilmente.
Cierta proclividad al tópico -la llaneza y altivez de los tipos humanos, un paisaje silueteado de curas y militares, y la crítica a los defectos propios junto a la inadmisión tajante del diagnóstico que los otros intenten hacer de lo nuestro- recorre las páginas del libro. Pero no estaría de más reparar en que, si bien Jan Morris parece demorarse algo complacida en su exaltación reiterada del ritmo lento, tal vez quien la lee confía en exceso en una aceleración del ritmo histórico. Una zona intermedia, de mejor aquilatamiento equidistante tanto de la adhesión apasionada y evocativa como de la ilusionada y operativa hacia el futuro, impondría sin duda ese sentido de un equilibrio menos inestable (acentuando el equilibrio), desde el que sólo parece posible la continuidad.
Los contornos son demasiado netos, la luz se expande con excesivo rigor insistente. El socorrido realismo español tal vez sea un espejismo producido por los relieves acusados de cosas y de figuras, tan palpables que su materialidad evidente se nos escapa y sublima en la mera traza aparencial. ¿Hay algún secreto en lo hispánico? No me refiero a los contrastes, otra evidencia que sublimaría con sus versos ("¡Oh blanco muro de España! / ¡Oh negro toro de pena.") Federico García Lorca. Ni tampoco a esa convocatoria ritual de público y coso en la tarde: "Toda la tarde es cartel. / Todo el sol es redondel", de Antonio Espina, o "Público en tarde redonda / no es masa que el alma esconda", de Jorge Guillén. Ni siquiera a la reflexión lírica de un Espriu oblicuamente coral que con su pell de brau levanta el atestado de las ruinas civiles "perquè pugui pot ser, ajudar algú, a Sepharad" ("para que pueda serle útil a al guien, en España"). Aludiría, mejor, al secreto de las voces que se entienden en un claroscuro permeable, a la fervorosa voluntad de ser y quererse saber distintos y, por tanto, menos dependientes de unas esencias tan rotundas que sueñan con realizarse en el descuartizamiento. A la identidad esencialista habría que oponer una desidentidad trans versal y permeable cuyas ondas nos mantuvieran en la permanente atención por los circuitos europeo y americano de mejor
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España, abstracción y realidades
Viene de la página 11 interés práctico y rentable. Y esto, que sí que es soñar, ha de acompañar al sueño de la identidad, si no quiere acabar en pesadilla excluyente. Observar, pensar y referir van urdiendo la trama fluida del discurso de Jan Morris. Los comentarios que le sugiere la consideración de la Dama de Elche, alarmantemente realista, configuran el capítulo tal vez más libre en sus zigzagueos aproximativos a la refractariedad característica española. Otro capítulo decisivo es el referente a cuatro ciudades (Salamanca, Ávila, Segovia y Toledo) que simbolizarían, respectivamente, la gloria triste, el amurallamiento tan escenográfico que parece menos místico, la fuerza algo alada del humanismo urbano y la excesiva gravedad de lo centrípeto. Lo mejor de Toledo es la entrega de ese grito arrebatado (tormenta y pincel) en el que supo transformarla El Greco. Segovia es, desde luego, la mejor y más amable de las atalayas, una conciliación -tras emprender la carretera que atraviesa la sierra- con el perfil más escueto de Castilla, que un buen yantar rubricará fraternalmente.
España, desde el telescopio de Barcelona, parece una hacienda inmensa y aristocrática cuyo subarriendo eclesiástico intenta sobrevivir -y lo consigue- frente a mílites arrendatarios suspensos en las viejas espadas de tiempos gloriosos (es decir, de tiempos en los que aquellas espadas no eran viejas, como afirmaba el sabio Mairena, -entre un Machado y un Martínez más o menos apócrifos).
"El centro de la mayoría de las catedrales españolas está dominado por el coro... El coro recuerda más a una biblioteca que a un santuario, o acaso al gabinete de estudio de algún teólogo misógino". Estas palabras iniciales de Jan Morris determinan la andadura de su relación. Se trata de establecer un punto referencialmente intenso, a partir del cual edificar el comentario: es un punto de vista que importa no olvidar. En efecto, ¿qué ocurre en una catedral, por muy vasta que sea -y precisamente, si lo es-, cuando su centro aparece ensimismado en el rosario de su inaveriguable intriga? No lo sabemos y, ciertamente, ese oscurecimiento de los interiores catedralicios es inquietante. Apunta a una desconexión entre un núcleo y su contorno que permite abrigar recelos sobre la necesaria. reciprocidad comunicativa. Pero hay que vivir, y es imprescindible seguir hablando para ahogar cualquier discurso cocido en el conciliábulo de los notables, aunque éstos hayan superado un penoso examen de teología. Hay que abrazarles fraternalmente para que no se nos puedan escapar, en lugar de acechar expectantes a la espera de su veredicto. Y esa centrifugación es Madrid, no El Escorial; Barcelona, no Montserrat; Bilbao, no Begoña; Sevilla, no el Rocío solo de cualquier romería litúrgica.
Está el coro, pero hay un trascoro inmenso que siempre agradecerá por otra parte el insustituible consuelo alegórico de los cánticos religiosos en el momento del tránsito definitivo. Mientras tanto, conviene escuchar el Cántico raso y bastante del hombre entre sus trabajos y sus días. La diversidad y las asperezas, y la irremplazable campechanía de los paisanos, podrán ser así mucho mejor disfrutadas y las páginas de Presencia de España se parecerán menos a la proyección del pasado que al cierre de una época cuyo recordatorio sea, precisamente, el libro que ha dado pie -y espoleado- a estas cavilaciones entretenidas de un "casi provenzal que conservará los valores comunes de la Europa meridional". (Aproximación que establece, para el catalán, Jan Morris.) Menos fijos en la ermita, y pensando más y mejor en la fuente y el río y en su cauce natural, las ciudades. Pues sólo en el desenvolvimiento urbano sucesivo de Europa consiste nuestra desembarazada esencia y capacidad de futuro y de democracia.
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