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Una de crímenes

El Madrid de los años ochenta, escenario de novela negra

El pasado año, 90 personas fueron asesinadas en Madrid, 50 murieron por sobredosis o adulteración de heroína y 200 se suicidaron. Una muerte violenta al día es mucho material en bruto para eso que se ha dado en llamar novela negra, uno de los más eficaces géneros literarios para describir el lado oscuro de la gran, ciudad. Jorge Martínez Reverte, Juan Madrid y David Serafin son algunos de los escritores que han situado sus argumentos en el Madrid negro. Los tres han creado personajes fijos: el periodista Gálvez, el buscavidas Toni Romano y el comisario Bernal. Este reportaje cuenta las andanzas actuales de esos seres imaginarios.

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El jefe despegó la cabeza de la pantalla de fósforo verde y dijo: "Tienes que entrevistar a unos tipos para un reportaje sobre la novela negra madrileña. Es por lo de la Feria del Libro. En ese papel tienes los nombres. El viernes por la mañana quiero verte escribiendo". No dijo una palabra más. Agobiado por el cierre, volvió a la pantalla. En la nota había tres nombres: Gálvez, Toni Romano y comisario Bernal.Era miércoles por la tarde; o sea, tenía poco más de un día para encontrarles y sacarles algo jugoso. Lo más fácil era comenzar las pesquisas por los últimos sujetos que hubieran escrito acerca de los tipos de la nota del jefe. La chica de Documentación dio en seguida con ellos: "Ahí tienes: Jorge Martínez Reverte, Juan Madrid y David Serafin. No te lleves los recortes, haz fotocopias". Los dos primeros eran periodistas; el tercero, un catedrático inglés que se ocultaba tras un seudónimo. Decidí empezar con Juan Madrid. Era vecino mío e imaginaba dónde podía encontrarle.

Acerté. Juan Madrid estaba en las bodegas Rivas, en la calle de La Palma, de palique con varios individuos. Conocía a uno de ellos, un perista que tenía un puesto en el Rastro y era el campeón de futbolín del barrio.

-¡Eh, sabueso! -dijo Madrid al verme, ¿Un vermutito? Aquí los ponen riquísimos.

Me incorporé al grupo, bebí el vermú, pedí una tapa y miré a los hombrecillos vestidos de azul que alborotaban en un rincón, con los bolsillos repletos de denuncias por mal aparcamiento. Madrid había iniciado mientras tanto un combate de boxeo con las rojas y panzudas cubas de las bodegas. "Así daba Perico Fernández el croché de izquierda, así", gritaba.

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-Juan, ¿sabes dónde está Toni Romano? -pregunté.

-Trabajando en Ejecutivas Draper, una agencia de cobro de impagados de la calle. del Almirante.

Madrid aseguró que lo mejor era esperar, que él me acompañaría luego a buscar a Toni, porque éste paraba poco por la agencia. "La última vez que le vi", prosiguió, "trabajaba en el caso de un empresario que debe mucho dinero a alguien, dinero negro, claro; y que tiene un lío con una de sus empleadas. Toni está buscando pruebas para chantajearle con la publicidad del adulterio y porque el tío está casado. Ya tiene localizado el lugar donde se ven, un hotel de la calle del Correo".

Muchos vermús después Juan Madrid había explicado que Toni Romano empezó como repartidor de comestibles, luego se metió a boxeador y, finalmente, ingresé en el cuerpo. De madero estuvo poco tiempo, sin que esté muy claro por qué lo dejó. Desde entonces, Romano había sido vigilante en un almacén, matón de discoteca y auxiliar de detective.

Pregunté cuáles eran sus métodos para sacarles la pasta a los morosos. "Eso depende", contestó Madrid. "Si el sujeto es un caballero, va una noche al restaurante donde cena y le da la bronca en voz alta. El tío. paga pronto para evitar la repetición del numerito. Y si es un golfo, pues va a su casa y le rompe el dedo de un martillazo".

Chispeaba y la noche había caído sobre la ciudad como si se hubiera derramado un tintero cuando salimos en busca de Toni Romano. Nos dirigimos a pie hacia la calle de Esparteros, donde el ex policía tenía su piso. En el camino, una chica nos ofreció chocolate chachi. Pasamos. Aquello debía parecerse al hachís de Ketama como Julio Iglesias a Bruce Springsteen.

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La puerta de abajo de la casa de Romano era de madera labrada, con tiradores de bronce, y, a su derecha, un cartelito anunciaba que en el segundo trabajaba un sastre de toreros. Romano no contestó a las llamadas. Tampoco estaba en el bar La Joya. Madrid preguntó a un camarero que, parapetado tras una barricada: de tortillas de patatas, lanzaba guiños a dos guiris rubias, jovencísimas y con mochilas.

Sería la una de la madrugada cuando entramos en un local de la calle del Desengaño que respondía al nombre de First Love. Una mujer entrada en carnes daba conversación a un chaval en la barra. La chica sostenía con la mano izquierda un vaso y con la derecha parecía sujetar su inmensa pechera. Era Perlita Carioca, la mujer con la que vivía Romano.

-Estoy buscando a Toni -le disparé sin presentarme siquiera.

Sólo podía responderme una cosa, y lo hizo:

-No conozco a ningún Toni.

-Es un amigo, Perlita -explicó Juan Madrid.

-Se le pusieron ojillos de chino pícaro.

-Ah, bueno. Es que con esa pinta...

Un par de horas después entró el que debía ser Romano. Vestía traje de chaqueta azul marino y corbata aflojada. Tendría entre 40 y 50 años, y su rostro, ensanchado en la mandíbula, se sostenía sobre un cuello robusto. La nariz, bulbosa, arrancaba de un entrecejo muy arrugado y terminaba en un bigote poblado.Tenía pinta de ser un tipo conservador, sobre todo con las mujeres.

Ni me miró. Se dirigió a Perlita y le dijo:."Vámonos a casa, que ya están de redada". Saludó a Juan Madrid y remató: "Estos cabrones, cuando tienen que limpiar la ciudad, lo primero que piensan es en quitar las putas de, la calle". Media hora después me encontraba abriendo el portalón de hierro de mi casa. Solo. Perlita, Toni y Madrid se las habían compuesto para deshacerse de mí.

Recomencé mis investigaciones por la mañana. Las fotocopias de Documentación decían que Jorge Martínez Reverte era ahora director de la radio y televisión de la autonomía madrileña, así que le telefoneé allí. No estaba. Una chica me dijo que podía encontrarle en el Círculo de Bellas Artes, en un seminario sobre el futuro de la tele en España.

Di con él en el salón de baile del Círculo. Estaba en un corro con otras personas, pero le reconocí en seguida. Yo tenía dos buenas pistas: una foto suya que había visto en Documentación y la chapa que le colgaba de la chaqueta y donde ponía su nombre. Martínez Reverte lucía traje marrón claro y camisa abierta, sin corbata. Le hice una pregunta.

El colega la encajó, me miró a la cara, sonrió y luego sus ojos celestes recorrieron las gruesas columnas de mármol y la alta cúpula del salón de baile. «Después de haber sobrevivido al fuego cruzado de guardias y terroristas en Euskadi, Gálvez se tiene merecido un descanso", replicó. "Ahora está en la- Administración, en el. gabinete de Prensa de un ministerio". Pensé que debía apretarle.

-¿No sabes cuál?

-Administración Territorial, Obras Públicas o Educación. Si lo averiguas, no vayas pregonándolo.

Salí a la calle de Alcalá en busca de un bar. Frente al Banco Central proyectaban una película de los hermanos Marx,con la participación estelar de tres grupos de trileros, varios iraníes que decían pestes de Jomeini y unos zíngaros que montaban el número de la cabra y el tambor. Una pareja de guardias civiles les miraba con mosqueo. Localicé por teléfono a Gálvez en uno de los ministerios.

Estaba en un despacho de la cuarta planta. Leía un periódico con todo el aspecto de haberse estudiado hasta los anuncios por palabras de los ocho matutinos madrileños. Me atendió como sólo un compañero puede hacerlo: preguntó si podía invitarle a comer. Respondí que creía que podría colocar la factura como gastos.

Tomamos el metro en dirección al barrio de la Concepción. Gálvez tenía casi 40 años y era delgado, de mediana altura y rostro vulgar. Su pelo empezaba a clarear y tenía patillas encanecidas. Apretaba con el sobaco un montón de revistas a colores. Aún tenía ganas de seguir leyendo.

Fue un viaje largo como un fin de mes. En el vagón todos movían las bocas, pero yo sólo oía los silbidos y traqueteos del convoy. Me

Una de crímenes

dediqué a contemplar las chicas. Todas estaban guapísimas. Un recién llegado me sacó de mis cavilaciones. Era joven y no demasiado mal vestido. Se situó en el centro del vagón y voceó. Sólo escuché palabras sueltas: "vergüenza", "socorrer" y "muchas gracias". El hombre recorrió el vagón con la mano extendida. Ni Gálvez ni yo le dimos un duro."Estoy aburridísimo, chaval", soltó Gálvez cuando nos sentamos en una mesa del restaurante Cullera, a pocos pasos de la salida del metro de la Concepción. Era una zona de bloques modernos, con mucho ladrillo visto y mucha carpintería metálica. Pedí el menú. Gálvez se pasó: encargó revuelto de setas y chuletón.

Contó que había llegado a la Administración con ganas, pero que aquello era una locura. Uno de los conserjes era también zapatero, y tenía instalado en un cuarto del ministerio un taller con todo el instrumental. Se pasaba la jornada laboral reparando los zapatos del funcionariado. En otro despacho perdido existía aún una Comisión Liquidadora de la Guerra de Cuba con media docena de funcionarios. Una locura. Me apresuré a interrumpirle y le pregunté si salía mucho. "Poco. Sólo al ministerio y al juzgado".

-¿Al juzgado?

-Sí, por el artículo que escribí hace siete años sobre una venta ilegal de pupitres a unos colegios nacionales. El pleito llegó al Supremo, luego bajó, y yo sigo procesado.

Terminamos el almuerzo y pedimos sendas copas de coñá. El tío estaba crecientemente animado. "Mira, no te subo a casa porque se me ha metido en el comedor una tribu de sudaneses, ocho lo menos", dijo. "Están en el Ramadán y se pasan todo el día durmiendo. Hay tres o cuatro que lo hacen con los ojos abiertos".

Admiraba al compañero que estuvo a punto de darle la puntilla al franquismo con sus investigaciones sobre Serfico, pero comprendí que de estaba contando su vida. Entonces recordé que Martínez Reverte me había advertido que cuando empezaba con el coñá Gálvez se convertía en un plasta. Así que pagué, recogí la factura y le dejé contándole al camarero sus aventuras con los africanos.

Sólo me quedaba uno. Fui al periódico y desde allí llamé a la editorial que publicaba las novelas de David Serafín. Me dieron el teléfono de la cátedra de Oxford donde ejercía el tal Serafín.

Llamé a Inglaterra y pregunté por él. La chica no hablaba castellano, yo no hablaba inglés y además le estaba preguntando por un seudónimo. Pese a todo, pareció entenderme. Pensé que así se construye un imperio. Escuché algo así como "guork in Madrid. Biblioteca Nacional".

Fui para allá pitando. Ya era media tarde y el taxi perdió minutos preciosos en el atasco de las Ventas. Llegué a la Biblioteca y entré. Había muchos jóvenes. Me extrañó que pudiera haber tantos interesados en los libros, pero deduje que debía de ser porque era gratis y se estaba fresquito.

La sala de lectura tenía un techo altísimo y Heno de escudos heráldicos, y marmolillos en las paredes con los nombres de Quevedo, Cervantes y otros próceres. Recorrí lentamente las filas de lectores y le identifiqué al instante. Estaba inclinado sobre un pupitre y tapaba la parte inferior del rostro con una bufanda a cuadros escoceses. Intenté no decirlo, pero se me escapó: "David Serafín, supongo", solté.

Se transformó. Se bajó la bufanda, dejó el manuscrito de Los milagros, de Berceo, me cogió del brazo y me empujó hacia la calle. Detuvo un taxi y le indicó que nos llevara a la Red de San Luis. Hablaba muy bien nuestro idioma.

Estaba de suerte. Serafín cenaba esa noche con el comisario. Yo había leído en las fotocopias que Bernal no era un policía corriente. Su obsesión era buscar pruebas, y sus principales armas, acudir al lugar del crimen, los informes forenses, las huellas dactilares, las colillas y las muchas horas que pasaba en su despacho de Sol dándole vueltas al caso. Bernal nunca cazaba sospechosos hasta tenerlos bien amarrados. Por eso, nunca daba una bofetada.

Policías

Para hacer rato hasta la cita con el comisario, Serafín entró en un bar situado frente al teatro Príncipe, donde ponían El cianuro... ¿solo o con leche? Me contó que el último trabajo de Bernal. había tenido como escenario Cádiz. "Un asunto de política internacional, con los americanos de Rota, la Armada española y marroquíes que reclaman Ceuta y Melilla" '

A las diez de la noche en punto entramos en el restaurante Pagasarri, de la calle del Barco. Delante habían apostadas cuatro o cinco chicas con minifaldas desmesuradas. Pero el susto estaba dentro. En una mesa había un tipo que era él, el extinto caudillo Francisco Franco a la edad de 60 años. Serafín me tranquilizó: "Es Bernal". Hechas las presentaciones y los pedidos, el comisario me atendió. Yo no podía despegar los ojos del bigotito que le bordeaba el labio superior.

,Explicó que seguía viviendo en un ático de la calle de Lagasca, una vivienda en cuyo ascensor, de caoba y cristal, muy bonito, se podía subir pero no bajar. Llevaba años intentando convencer a Eugenia, su mujer, -de que debían cambiarse de piso, pero Eugenia era muy tradicional, muy chapada a la antigua. El piso era incómodo y más aún la compañía de Eugenia.

Todo eso estaba muy bien, pero tenía ante mí a un destacado funcionario y debía ser más incisivo. Una camarera vestida de negro acababa de ponerle a Bernal un plato de salmonetes cuando lancé mi ataque: "Y por el cuerpo, ¿qué tal?", dije. "Pues estoy pensando en jubilarme. Van a trasladarnos desde Sol a un edificio moderno, con muchas computadoras que no entiendo ni quiero entender". Se estaba poniendo melancólico y quemé mi último cartucho. Le pregunté por el espionaje policial a periodistas y partidos políticos. Sonrió por primera vez en la velada.

-Ese asunto confirma que existe una policía paralela, que la social sigue funcionando, pero disfrazada.

No había encontrado ningún fiambre, pero tenía una noticia. Ya estaba viendo el titular a cuatro columnas: "El comisario Bernal confirma la persistencia de la policía paralela". Esa noche conseguí otra exclusiva. En un momento en que David Serafín fue al servicio, el comisario me sopló: "Se llama Ian Michael". Perfecto. El jefe no tendría queja.

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