Bach o el placer de razonar
Una buena forma de homenajear a Johann Sebastian Bach en el tricentenario de su nacimiento, que ahora celebramos, puede ser, por ejemplo, la de escuchar de nuevo las seis suites para violonchelo solo, interpretadas por Pau Casals. Este Bach de las partituras para violín y violonchelo, libre de aderezos, desnudo e intenso, nos pone en consonancia con el mensaje más esencial de aquel prolífico personaje. Ni los juegos de voz en otras de sus obras, ni los desgarrones y fugas del órgano, ni las destrezas tonales aprendidas de los barrocos italianos distraerán al que viva la aventura que supone irse perdiendo suavemente en los sones de un único instrumento, de extraviarse con la a un tiempo, más simple, abstracta y profunda de las melodías.Nadie duda que la obra de Bach se cuenta entre aquellos 15 o 20 monumentos del espíritu creador de los humanos de todos los tiempos que resultan insustituibles. Si hubiera que salvar de cualquier amenaza un mínimo de obras de la cultura universal, no cabe duda que la música de Bach estaría al lado de las obras de Shakespeare, Dante o Botticelli.
De hecho, cuando Herman Hesse fábula en su novela El juego de los abalorios con la creación de una nueva orden o sociedad ideal, no duda en recordarnos a cada momento la figura insustituible de Bach. José Knecht, el protagonista del libro, recibirá del magister musicae como regalo de aprendizaje, un cuaderno de preludios corales de Bach. Éste era uno de los métodos imprescindibles para adentrarse y perfeccionarse en aquella nueva sociedad, que estaba destinada a hablar una especie de lenguaje universal; una sociedad fiel al culto, a la armonía, y llena de infinitos ejercicios secretos, en los que la música, las matemáticas, el arte y la filosofia jugaban un papel fundamental.
Bach es un paradigma porque resume de forma magistral cuanto se había hecho en su especialidad inmediatamente antes y después de él, y porque su arte admite de forma interdisciplinar la concordancia entre artes y ciencias. Antes de Bach escribió música Vivaldi. Cuántas veces no nos hemos preguntado lo que Bach debe a Vivaldi y qué derroteros habría seguido su obra sin la influencia lírica y refrescante del italiano. Después de Bach llegó Beethoven a romper barreras y a suprimir límites en los sentimientos con una obra excesivamente humana. A Bach le estará encomendada la misión de resumir y templar, de forma magistral, la fantasía veneciana y el descriptivismo beethoveniano, el juego espiritual y la pasión arrebatada. Por ello, su mensaje recorrerá toda la escala de la sensibilidad humana, arrancando las raíces del ser para remontar a éste a las más altas esferas.
Sin duda, el día más decisivo de Bach fue aquel en que su primo Walther le abrió a las fuentes de la música italiana: a Frescobaldi, a Corelli, a Vivaldi. Pero ya herrios dicho que el músico de Eisenach supera -tras recrearla y parafrasearla- esa música que le llegaba de Italia. Aprovechó la perfección y la ductilidad barroca para mostrar la gravedad -la sima- del alma humana. Contra la exaltación por la exaltación de los sentimientos plenamente románticos se adelantará para defender y propugnar, de forma casi obsesiva, el placer de razonar con la música, la práctica profesionalizada, casi artesanal, de ésta.
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Pero, en el fondo, no se trata de entrar en comparaciones y de saber si el lirismo emocionado e intenso de un Vivaldi fue superado o no por las suites para orquesta de Bach, o por algunos de sus conciertos de violín. Bach, empapando de humanidad y razón su música, quizá nos entrega un mensaje más profundo, más global, porque sus notas recorren todas las fibras del ser humano, las sensibles y las insensibles.
Su obra es un continuo ascenso y descenso de las simas de lo demasiado humano a las esferas de lo inaprehensible, de cuanto está detrás o más allá de la realidad aparente. Entre las sima del dolor y las más altas esferas del placer se extiende el friso de todo lo humano y lo divino, la palabra entreabriendo el dolor por medio de las dramáticas arias de las Pasiones, o la imaginación sin límites, que a veces estalla de forma apoteósica, como en los 65 compases del cémbalo en el número 5 de los Conciertos de Brandemburgo.
"He trabajado mucho; cualquiera que se esfuerce lo que yo podría haber hecho lo mismo", nos dijo, no sabemos sin con falsa modestia o con una sinceridad brutal. Nos dejó estas dudosas palabras a sabiendas de que entre sus antepasados se contaban hasta 27 músicos y de que el esfuerzo de una voluntad ingente no basta para justificar una obra compleja e inspirada como la suya. Bach supo dar con ese punto de equilibrio tan ansiado siempre por los artistas, y tan inalcanzable; ese punto que no es otro que el de la verdad expresada armoniosamante. Mesura y libertad son características extremas que Bach domina y aúna, pero, ¿gracias a qué extraños mecanismos se realiza esa misteriosa fusión y se produce el milagro de la melodía inspirada, de la melodía que inspira?
Volvamos a la versión irrepetible de Casals, a su violonchelo, que, suave y sinuosamente, hace vibrar el aire, adensa nuestro tiempo fugitivo. El instrumento juega sin prisa, fantásticamente, con las notas, pero éstas ponen, a su vez, medida y cerco a nuestro entusiasmo. La mano de Casals va de la sima a las esferas, del negror a la luz, sorteando caminos demasiado conocidos por el dolor humano, vaciando -en la medida de lo posible- ese dolor para llenarlo de gozo.
O viceversa: el violonchelo arrasa toda idea de esperanza por medio de una melodía excesivamente sobrecargada de pesadumbre, excesivamente peligrosa. Todo este exacerbado combate de extremos quedó muy bien expresado por el propio Casals cuando nos dijo que Bach tuvo la virtud de "volver humanas a las cosas divinas, y divinas, las cosas humanas".
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