Un sueño para la libertad
Un mural de 5.000 metros cuadrados rodea la nueva prisión de Orense
FELICIANO FIDALGO, ENVIADO ESPECIAL, A 100 kilómetros por hora, en automóvil, en tierras de Lalín, provincia de Pontevedra, "se venden ideas", reza un cartel-anuncio-espantapájaros que, desde un promontorio, distrae e inquieta al mismo tiempo. Camino de Orense, con el fotógrafo, gallego, y con un escritor, gallego, porque sobre las colinas que arropan esta ciudad, en Carvelle, las gentes del arte también sueñan con vender una idea, insólita, única; vienen a la memoria los oestrymnios, que debieron ser los primeros pobladores de estas tierras, antes de que los celtas, que hocicaron a este pedazo de geografía amorosa y bella en el albero de la historia, se divirtiesen por primera vez, aquí, con el uso del hierro, que debió de ser la tarea anunciadora del invento del cemento armado, que, a su vez, iba a prefigurar la soga de la libertad del hombre bajo esa razón social que, en el mundo de los vivos, dice cárcel, penal, prisión, o el talego, de acuerdo con la jerga de intramuros.
La idea es simple y generosa: en las bucólicas cercanías de Orense, urbe que ya cuenta con la comisaría más moderna de Europa (de esto se presume), en la que los helicópteros pueden posarse en el techo de la dicha real academia del orden público, se remata la construcción de la cárcel provincial que desearía soñarse como la gallina de los huevos de oro de otra libertad: un mural de 5.000 metros cuadrados (un kilómetro de largo por cinco metros de alto), será como la barrera de una plaza de toros (la cárcel propiamente dicha) donde se va a lidiar la muerte de la vida. ¿O será un espejo, canalla, de la libertad perdida? Ese mural, hoy, aún acordona hierros, garfios, vómitos de cemento armado, granito del que los gallegos fueron preñados por los siglos de los siglos para nutrir sus mitos, para facer catedrales, moradas y monasterios y para que su ribeiro no llegue a vino por falta de raíz.
Godot en San Quintín
El fotógrafo dispara ansioso y, en un respiro, medita en voz alta: gracias al mural kilométrico de tres pintores orensanos, "los presos aquí se sentirán menos presos". El escritor acompañante frunce el ceño y apenas remueve la lengua: "Vete a saber, vete a saber; ya veremos si no se sienten más presos cuando se harten de ver esas pinturas; esto de la libertad, o el sueño de la libertad, es una carallada de muito cuidado".
Un pájaro, una mujer, un ángel, un monstruo al acecho de una escalera mirando o gritando la libertad; uno de los frescos se define como "la peregrinación al fin del mundo de los gallegos"; superrealismo, magia, Wagner, muerte, vida, libertad, ansia, ansia maldita y gloriosa.
La historia no es nueva, pero sí puede serio. En noviembre de 1957, en la legendaria cárcel de San Quintín (EE UU), a una fogosa banda de actores del Actors' Workshop de San Francisco se le ocurrió vender una idea a las autoridades del orden, que iba a pasar a la historia del teatro mundial: interpretar para los 400 inquilinos del penal la obra que en aquellos momentos volvía tarumba a la crítica de Nueva York, a la parisiense, a la de Londres: Esperando a Godot, la obra más esotérica, que no cuenta nada, urdida en torno a cuatro personajes irreales, vagabundos de toda la historia de la cultura del vacío. Ni un solo preso abandonó la representación de la obra, contrariamente a lo que ocurría en las salas de la inteligencia del mundo mas inteligente: en Madrid (y otro tanto acaeció en las grandes capitales de Occidente), en el Colegio Mayor San Pablo, 70 universitarios del centro se acomodaron en la sala al inicio de una lectura escenificada de la obra, y hasta el final sólo resistieron 11; los 400 fuera de la ley de San Quintín, perplejos, apiñados en el refectorio de la cárcel como cadáveres resucitados, según las crónicas de la época, permanecieron petrificados durante la representacion, y al final todos temblaban: Esperando a Godot resultó, quizá, la imagen más sublime de su espera informulable.
El director de la compañía, Herbert Blau, antes de que se levantara el telón, sobre la escena, intentó preparar a un respetable tan específico, y comparó la obra que iba a representarse a una melodía de jazz, "que debe escucharse para hallar lo que cada uno pueda". ¿Pensó también en el acontecimiento del penal de San Quintín el arquitecto que parió la idea del mural en particular y de la orensana cárcel diferente, más libre, por decirlo de alguna manera tirando a subversiva? En todo caso, Juan Rodríguez de la Cruz dice cosas que recuerdan aquello; el arquitecto de la cárcel de Orense aventura que "esto es un riesgo, yo creo que será relajante para los presos, pero no lo sé; lo que sí hemos pretendido es crear un espacio de libertad que cada cual podrá modificar a su antojo; que podrá verlo cuando le plazca, porque el muro de cinco metros de alto en ningún lugar impide la vista del campo maravilloso que rodea la prisión; mirará el mural y podrá sugerirle algo o no. Pero puede ser un error todo esto, podemos estar locos todos nosotros".
Un sueño para la libertad
No desmiente al arquitecto uno de los tres pintores, Xaime Quessada (los otros dos son Alexandro y Vidal Souto): "La primera lectura de este mural es utópica, porque es una utopía creer que su efecto sobre el preso no es una incógnita". Quessada califica la obra de "revolucionaria, porque todo lo que es nuevo es revolucionario, aunque resulte pedante esto". Ni el arquitecto ni los pintores han querido hacer una obra de izquierdas o de derechas. Han buscado una realización humanista y antirrepresiva; el proyecto fue aprobado por las autoridades de UCI) cuando el centrismo era el gestor de la naciente democracia española; el izquierdismo se sublevó, "como un fascismo cualquiera", rotundiza Quessada, "porque nuestra obra fue considerada como un agente colaborador con la represión"; los pintores recibieron ocho millones de pesetas, "un regalo", valora el arquitecto.Carga erótica
El erotismo zascandilea a las claras por muchos espacios del mural, y Quessada desgrana con lujo y convicción: "Claro que hemos erotizado nuestro trabajo, y aposta además; pero es una carga erótica fina; yo prefiero que los presos se masturben gracias a un ángel pintado por mí que a costa de una señora de Interviú".
"Yo quise hacer algo para el preso, y no sólo un lugar de represión": así habla el arquitecto, Rodríguez de la Cruz, que ha construido una cárcel con un 70% de espacio dedicado a la vida social, digamos, del preso, con aulas, laboratorios, celdas con paredes de cristal, bibliotecas. El muro, en su cabeza, era el límite de la libertad. ¿Como justificar ese límite? La solución fue el mural. ¿Qué idea tiene del arte este señor que dice que España goza del sistema carcelario más progresista del mundo? "El arte es una sensación intuitiva de alguien que tiene algo que decir, pero esto es válido si es útil socialmente; de lo contrario se trata de lucubraciones".
Quessada, en su cárcel privada, una colina desde donde divisa el Miño, tras 25 años de trotamundos, pregona con violencia pacífica que ha vuelto del extranjero "para rehacer la cultura gallega", y que la cárcel sin rejas es también Galicia, tierra universal que no hace aún más que asomar un brazo. Todo lo demás es deseo, sueño, más que otra cosa; campo santo de cultura de donde sólo, o casi, no emerge mas que Dios con sotana, y donde el arquitecto inventor de ¡a cárcel sin rejas se entusiasma con "la eclosión de las potencialidades de Galicia para el año 2000".
Casi no tienen nada que ver, porque sus filosofías se dan la espalda, pero todos son gallegos: el Iíder, el desalmado pensante de la nueva música pop gallega, Antón Reixa, y su grupo, Os Resentidos, no hace tanto aún fueron a tocar a un psiquiátrico de Vigo, "porque quizá sea ése nuestro público natural"; los locos jaleaban el ritmo del rock duro, y una anciana se enamoró del bajista, un rapaciño.
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