El uso y el abuso
"Abusus non tollit usum" ("El abuso no impide el uso"). Esta frase que circuló en la sociedad de Cicerón y de Fulvia (la mujer que mandó asesinar a Cicerón y se dio el placer de pinchar con una aguja la lengua de este orador que tanto le había herido) no parecen entenderla muchos súbditos del monarca Reagan, incluso traducida del latín al inglés. El fanaticismo no es una planta que brota solamente en el jardín religioso. Donde menos se piensa crece la planta fanática con fuerza y rabia. En este país, donde se cree a pie juntillas que todo el monte es orégano democrático y que la palabra fanático es un término obsoleto del museo lingüístico estadounidense, encuentro hoy a un tipo de fanático muy en boga que podríamos denominar el fanático del colesterol y de las vitaminas.
El colesterol es el demonio, y las vitaminas, las indulgencias plenarias. La misma obsesión y los mismos escrúpulos que pueden anidar en el que se ocupa y preocupa en todo momento en la salud o salvación de su alma pueden darse en el que se convierte / pervierte en una marioneta del horror al colesterol, de la fobia a la sal, de la devoción al jogging o del culto a las vitaminas. Ha florecido una especie de religión laica de la salud, con sus creencias, supersticiones, devociones, demonios y tabúes. El alto ejecutivo, el profesor de universidad, la estrella de cine, los ciudadanos más civilizados de la democracia más democrática y del país más libre del mundo -según el credo político al uso- han excomulgado de su mesa la sal, el azúcar, el café, el tocino y han desterrado para siempre el tabaco.
Ninguno de estos ciudadanos libres y liberales osará ingerir alimento alguno sin cerciorarse previamente sobre el colesterol que pueda proporcionarles. Ninguno de estos ciudadanos que creen guiarse por la luz de su razón, de sus ordenadores y de sus científicos de Harvard se acostará sin ingerir un cuarto de kilo de vitaminas de todas las letras del alfabeto. Hace unos días un director de cine mexicano, no iniciado todavía en las costumbres de la tribu estadounidense, se llevó el gran susto al sorprender al dueño y presidente de un canal de televisión ingiriendo ritualmente su ración habitual de pastillas vitamínicas -casi todas ellas del tamaño de habas y garbanzos- El pobre mexicano, demudada la color, fue corriendo a advertir a un compañero suyo: "Mister Tal se está suicidando".
Me acaba de comunicar un médico español que ha surgido una nueva enfermedad made in USA: la vitaminosis. Se trata, si entiendo bien, de un desequilibrio que se crea en el organismo de este norteamericano primo carnal del malade imaginaire de Molière, que se atiborra diariamente sin ton ni son de vitaminas. Con frecuencia, el pobre estómago tiene que apechugar con atraco de hamburguesas, de helados y de vitaminas. Hamburguesas los lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábados y domingos, sin que falte el helado correspondiente y muchas vitaminas, la A, la B, la C (muchas pastillas de la C), la E (la E es muy importante), palomitas de maíz para ver la película, y chicle que no falte (luego queda pegado en los bancos de las iglesias y en las butacas de los cines). La sal es uno de los grandes tabúes que va siendo visto cada vez con peores ojos por el liberal en política y fanático en salud. %Por qué te empeñas en envenenarte? ¿No te importa tu salud?", me increpó con mirada inquisitorial un director de empresa delante de varios comensales en un restaurante en Milwaukee. Todos parecieron asentir con este reproche científico, civilizado y al día. "Mire usted, mi querido amigo", le contesté, "en la cultura española se cataloga como soso al predicador que es capaz de hacer bostezar al Cristo del altar; al político tal vez inteligente y sensato, pero falto de gracia y chispa. Un poco de sal y hasta un poquitín de pimienta hacen más grato al paladar un buen filete y una buena película. Al español no le gusta ni la comida ni la gente sosa". "Porque tal vez la cultura española anda algo rezagada y tal vez se ha quedado estancada en el siglo pasado. Como usted sabrá, es un hecho científico que la sal daña la salud. Ahora bien, si usted quiere empeñarse en tener un ataque de corazón, allá usted. Échese bien de sal, ya verá qué bien le va". Este tipo de creyente beato y supersticioso -la superstición científica es una de las más irracionales- no atiende a razón alguna. Se traga cuanto le echan por la tele, por los periódicos o por las revistas acerca de los últimos productos que producen cáncer, colesterol y alta tensión. Punto. La fe de carbonero en los modernos brujos disfrazados de sabios de Harvard que manipula a estos distinguidos ciudadanos en el tema de la salud es en verdad sorprendente.
El tabaco es el tabú de los tabúes. El llamado médico general general, ejerciendo
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más de general que de médico, ha impreso en los paquetes de tabaco una amenaza tajante: "El médico general ha determinado que fumar daña la salud". En un artículo mío publicado en varios periódicos españoles / hispanos titulado El animal fumador (horno fumans) me atreví a diferir del médico general, arguyendo que el hombre no sólo funciona con productos químicos, sino con ideas, sentimientos y preocupaciones. Si daña un poco de sal -algo químico-, no daña menos la obsesión, que está alcanzando cotas neurasténicas y paranoicas, del pobre ciudadano cargado en todo momento con las fabias y terrores que le ha impuesto el médico general y otros botarates satisfechos. Tal vez el placer que produce el toque de sal -bien emocional- compense con creces el efecto negativo que produce -mal quimico-. Tal vez dañe más a la salud un sermón soso -político, religioso o ideológico- y una merluza sosa que el daño que pueda causar un granito de sal. Tal vez el gusto y distensión nerviosa que les proporciona a Churchill o a Arturo Rubinstein un cigarro puro fumado a gusto mejoren su salud en un 90%, aunque la nicotina la empeore en un 10%. El médico general, al imprimir esta superstición científica, amén de imprimir algo en mi opinión antropológicamente descabellado, contribuye a crear una nueva preocupación neurasténica y, en definitiva, a dañar más el sistema nervioso del pobre ciudadano norteamericano, que tiene que apechugar con toda una horda de ogros infernales que le amenazan en todo momento: el colesterol, el cáncer y la falta-de-vitamina-E.
Me llamó por teléfono un periodista desde Estados Unidos a Madrid. Había enviado mi artículo del homo fumans traducido al inglés a uno de los tres periódicos más distinguidos de Estados Unidos. "Me ha encantado su artículo. Lo publicaremos la semana que viene en las páginas editoriales. Ya era hora de que alguien pusiera el dedo en la llaga y ridiculizará tanta sandez disfrazada de ciencia. Ya puede prepararse. Los fanáticos creyentes le van a pulverizar. Le felicito, mientras me fumo una pipa. Debo confesarle que me ha quitado un peso de encima. Más de un fumador se lo agradecerá". El santo inquisidor de este ilustre periódico liberal lo censuró, siendo él mismo un creyente beato en estas supersticiones científicas de moda. Si hubiese hablado de cualquier otro tema y hubiese puesto a caldo a cualquier político, incluyendo al presidente, o hubiese razonado a favor de cualquier causa perdida, un periódico liberal me hubiera abierto las puertas. Pero en un periódico liberal, como en un país liberal o en un sabio liberal, puede colarse el homo fanaticus en algún rincón del "inconmensurable hueco de la mente hurnana", como dijo don Benito, el genial pensador canario de Madrid. (Entre paréntesis, me muero de ganas de dar el nombre del santo inquisidor y de este ilustre periódico estadounidense, pero como no tengo pruebas escritas para certificar la censura de este artículo parece prudente no incitar a este caballero a que me lleve a juicio y me amenace con varios millones de dólares por injurias y calumnias. En Prado del Rey censuraron la emisión de un programa mío titulado El tótem, y alguien me comentó: "¡Oye, Jáuregui, que esto no es Estados Unidos!". Cuando me censuraron mi Homo fumans en Estados Unidos me vino a la memoria esta frase.)
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