Europa frente al desafío tecnológico
En la atmósfera general de optimismo y confianza creada por la resolución de los problemas pendientes para culminar la ampliación de la CEE hacia España y Portugal, Europa prepara el fortalecimiento de sus instituciones para adaptarse a la modernidad tecnológica y abordar con garantías de éxito el reforzamiento de sus estructuras económicas y la recuperación del empleo.
Si para cada ámbito de decisión hay un espacio político adecuado -como recordaba recientemente en estas mismas páginas R. Dalirendorf-, nunca como ahora ha sido tan evidente que el mayor enemigo de Europa se encuentra en sí misma, es decir, en la ineficacia de los Estados nacionales para hacer frente aisladamente a la decadencia tecnológica de sus economías, con las secuelas de dependencia política que genera. Y, sobre todo, cuando nunca como ahora ha sido tan unánime la opinión de que, en la mayoría de los aspectos relacionados con la investigación científica y las nuevas tecnologías, el espacio político de decisión idóneo es Europa.En este contexto de adaptación al nuevo orden tecnológico, imprescindible para que Europa conquiste un sentido del futuro, es donde se plantean los mayores problemas y posibilidades a la acción política de las instituciones comunitarias.
Ahora bien, cabe preguntarse si las nuevas tecnologías podrán asegurar crecimiento y empleo a la economía europea. ¿Hasta qué punto estas tecnologías son un talismán para desarrollar nuevas industrias que afronten la creciente competencia internacional, revitalicen los sectores tradicionales en regresión y den trabajo a millones de parados europeos? Y, finalmente, sería útil encontrar la respuesta a otras preguntas no menos importantes, tales como quién y cómo debe gobernar la introducción de las nuevas tecnologías y cuál debe ser la función de las instituciones políticas comunitarias en la gestión de las transformaciones tecnológicas que se avecinan.
La reconversión industrialDurante los últimos años, en Europa estamos viviendo la experiencia de racionalizar y reconvertir sectores industriales en crisis, en los que eufemísticamente se ha llegado a tasas óptimas de crecimiento negativo y en los que las innovaciones tecnológicas- se han aplicado prioritariamente a los procesos productivos, con el fin de ahorrar la cantidad de trabajo necesario por unidad de producto. Como consecuencia del impacto de esta fase del nuevo ciclo tecnológico, se dan las condiciones para un gradual y constante. crecimiento del paro tecnológico involuntario. Ni que decir tiene que, combinado con la presión que la situación de estancamiento económico ejerce sobre los salarios reales, el desempleo tecnológico tiene un efecto socialmente indeseable sobre la distribución de la renta.
¿Hasta cuándo el cambio tecnológico se identificará con el peligro para los puestos de trabajo y con la amenaza a formas de vida ya consolidadas? ¿Es posible y realista pensar que, en los próximos años, en Europa, el aspecto creador de puestos de trabajo de las nuevas tecnologías permitirá compensar los puestos de trabajo inicialmente perdidos por las reconversiones en curso?
Los estudios realizados en torno a la cuestión del impacto previsible de las nuevas tecnologías sobre el empleo ofrecen respuestas muy dispares, y no existe nadie, ni político ni teórico, que aporte una ' conclusión definitiva, universalmente aceptada y cuantificada acerca del resultado neto final de la tecnología sobre el empleo.
Lo que sí parece fuera de toda duda es que, hasta ahora, en Europa, las innovaciones tecnológicas se han dirigido a la reducción de los costes y a la mejora de la calidad más que a la renovación radical de los productos, que, en su mayoría, viven en la fase de madurez de su ciclo de vida.
Precisamente, una de las consignas que ya comienzan a propagarse en el mundo de la ciencia es la necesidad de que cambiemos la innovación tecnológica desde los procesos productivos a los productos. Así parece entenderlo el Massachusetts Institute of Technology (MIT) americano, para el que, en los próximos años, la capacidad competitiva de las economías industriales de Occidente habrá que medirla no tanto en los productos actuales como en función de los productos del mañana, y adelanta la hipótesis de que, en el año 2000, más del 50% de la mano de obra estadounidense podría estar dedicada «a la fabricación de productos que todavía no han sido inventados.
En otras palabras, si Europa no concede toda la atención que merece a la investigación y al desarrollo de nuevos productos que a medio y largo plazo se convertirán en nuevos sectores económicos, su destino será únicamente sufrir los efectos negativos de las transformaciones tecnológicas. Y, en la última década, el deterioro progresivo de la balanza comercial europea en sectores de nuevas tecnologías así lo evidencia. Ciertamente, esta necesidad ha sido intuida por las autoridades comunitarias, que con el programa FAST intentan adivinar el futuro de los europeos para las próximas décadas a partir del análisis del papel de la ciencia y de la tecnología en la búsqueda de un nuevo modelo de desarrollo.
Sin embargo, en mi opinión, la dimensión de este empeño debe ampliarse e intensificarse para recoger las esperanzas de cambio de una sociedad crecientemente compleja. ¿Cómo puede cambiarse el mundo de los productos para que satisfagan las demandas de la sociedad europea del año 2000?
En realidad, las propuestas de cambiar el mundo de los productos todavía no se han realizado. No olvidemos tampoco que la mayoría de los productos actuales se concibieron hace décadas, para desarrollar funciones definidas con el objetivo de satisfacer necesidades del hombre, en una sociedad menos densa, compleja y fluida, y donde los diversos subsistemas (la vivienda, la producción, el transporte y el ocio) eran menos interdependientes de lo que lo son ahora. De hecho, son ya muchos los que piensan en la Comisión de las Comunidades Europeas como la instancia adecuada para identificar las especificaciones de una serie de nuevos productos, que den respuesta a las nuevas exigencias -que con mayor intensidad surgirán en los próximos años- de la interacción cada día más estrecha entre las funciones primarias básicas: vivienda, transporte, educación, trabajo y ocio.
El cambio de rumbo
Esta visión del proceso de cambio tecnológico me parece más necesaria y urgente en función de dos consideraciones básicas.
En primer lugar, los efectos de destrucción de empleo por la implantación de innovaciones en los procedimientos, sin llegar a ser dramáticos, seguirán afectando sustancialmente a la economía europea durante la próxima década. Conviene tener presente que en un futuro próximo perderá importancia la función de absorción hasta ahora cumplida por el sector servicios, pues gran parte de los puestos de trabajo del comercio, los transportes, banca, seguros y administración pública podrán ser automatizados.
En segundo lugar, el papel de las nuevas tecnologías como motor de una nueva fase de crecimiento que diese lugar a un nuevo boom de la producción y del empleo -como ocurrió en las revoluciones tecnológicas anteriores- no puede garantizarse espontáneamente.
Un nuevo discurso político
Si a corto plazo la innovación tecnológica es un requisito estratégico para sobrevivir a la competencia internacional, a medio y largo plazo el cambio tecnológico es un proceso cultural que se puede dirigir hacia objetivos socialmente deseables.
Con la transformación tecnológica -que recorrerá la fase de la implantación industrial de nuevos productos- a Europa se le presenta la oportunidad de definir un modelo independiente de crecimiento tecnológico que privilegie valores distintos. Sin duda, en ello piensa el presidente de la Comisión, J. Delors, quien no sólo ha anunciado iniciativas audaces en el terreno de la investigación espacial, sino que -lo que es más novedoso- aboga decididamente por que el progreso tecnológico se realice no sobre la base de programas militares, sino sobre nuevos productos, que promuevan al mismo tiempo el bienestar económico, el equilibrio ecológico y los valores propios de la persona humana.
Desde esta perspectiva, el discurso político sobre las nuevas tecnologías ya no sólo refleja temores, sino que abre esperanzas, y sus posibilidades pueden conquistar a los jóvenes y a la opinión pública europea. Confiemos en que frente al desafío tecnológico nuestras viejas naciones recuerden que nunca estuvieron amenazadas a no ser cuando descuidaron su cohesión y su unidad en la pluralidad.
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