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Tribuna
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Teoría del callejón del Gato

En el principio, Madrid era una aldea. En el final, es una aldea. En los tiempos en que los monos macacos -eslabón no perdido de autoridades, industriales del botijo y otros aristócratas del Callejón del Gato- podían circular por la piel de toro de rama en rama, como peludillos tarzanes ocres, sin tocar tierra desde Donosti a Tartessos, cuentan que uno de estos golfantes viajeros del espacio se detuvo a quitarse una cana en la entonces sin nombre colina de Lavapiés, y que el desvergonzado mico hizo de perfil una ofrenda a Onán, apoyado, como un milenio después sus descendientes en las farolas, en el tronquito de un magnolio. Un rey godo que pasó casualmente por allí, y cuya numeración no hace al caso, pues Madrid, como las prostitutas, perdió con la virginidad el rastro de su cumpleaños, vio la idílica escena, confundió al macaco con un oso, al magnolio con un madroño y dijo "Hágase Madrid". Y Madrid, sobre este desvergonzado equívoco, se hizo.En el comienzo, Madrid fue un error. En el final, sigue siendo un error. Comenzó a construirse la aldea por los tejados, costumbre todavía hoy proverbial en sus pobladores, y gracias a tal inversión del orden arquitectónico, sus dioses albañiles fueron atrapando debajo de casas, manzanas y barriadas, como los niños furtivos capturan grillos con tazones boca abajo, las más irónicas y oscuras realidades. El primero de estos contrasentidos es que la cosmópolis isidril, manzana con casi cuatro millones de bichos dentro, conserve todavía intacta la estructura de cebolla propia de la aldea primordial, y que esta, para escándalo de catalanes, celtas y euskaldunes, funcione como tal cosmópolis. Como se las arreglen sus habitantes para que así sea, es motivo de intrincados estudios, todos tan inútiles como atardeceres.

La segunda cosa que nadie entiende de Madrid es como vino a sentarse sobre los reales desperdicios del mono el llamado Estado Español, un leviatán tan de vía estrecha, que así le va desde entonces. Pero no es éste el único perturbado de la Península que se ha traído sus bártulos al reino del gato, sino que entre los habitantes de las innumerables Españas hay una secreta tendencia a odiar compulsivamente a Madrid, pero también a venirse un buen día y quedarse. Por ello, el padrón municipal de la aldea es su tercer contrasentido, este con forma peninsular, pues está atiborrado de nativos de todas partes menos de una, que es Madrid mismo, o misma, pues como el de los ángeles y el del mar no está claro su sexo.

Puede decirse que hay en Madrid al menos tantos murcianos como en Murcia, no menos toledanos que en Toledo y, desde luego, más vascos que en Donostia. Es más, matritólogos insignes, como el alicantino Carlos Arniches y el grancanario Pérez Galdós, consideran indispensable, para ser auténtico madrileño, serlo de afición antes que de nacimiento, de lo que se deduce que la capital de las patrias está poblada por apátridas, cuarto contrasentido que explica por qué en la nómina de estetas de la aldea son innecesarios inventores como Luis Buñuel, André Bretón o Salvador Dalí, pues para ser superrealista en Madrid basta con abrir los ojos y escribir en un papel lo que se ha visto. Francisco de Goya, madrileño de Zaragoza, se limitó a descubrir la fotografía sin máquina.

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Ciertas peculiaridades geológicas, topos de norte imprevisible, movedizas dunas interiores y estratos de gruyere, hacen de Madrid una aldea sin sótanos. Es esta, al parecer, la causa que le ha impedido crecer hacia abajo, y lo que hace que el subsuelo psíquico e histórico de Madrid esté tan a flor de asfalto. Por ejemplo, lo que ahora se llama, con nomenclatura de golpe de Estado, la M-30, no es otra cosa que el sorprendente Arroyo del Albroñigal, corriente hidrográfica por la que jamás corrieron otras aguas que las de los orines de Chamartín y Manoteras. Bajo una cuarta de betún neoyorquino reposa el seco polvo aldeano fecundado por el padre macaco.

Esta cercanía del subsuelo al pellejo convierte a las ratas madrileñas en viandantes. Cuentan que en la cuesta del Salitre, unos metros antes de la esquina de Argumosa, una insolente familia de ratas sale en verano cada medianoche a tomar el fresco y armar bronca con los gatos del barrio. La tribu hace otoñada en Atocha e invernada en Tetuán. En Madrid, con inescrutable periodicidad, se producen fantasmales erupciones y su cáscara se puebla de éxodos subterráneos, ya sean de bichos noctámbulos tradicionales o de pandillas de insectos de nuevo cuño, que emergen de los vericuetos y laberintos de la aldea y luego se sumergen otra vez en su lunático lado oculto.

Dicen los cronistas que, en el remoto otoño de 1956, un déspota abolió de un plumazo la prostitución. Sin ley y sin casa, las golfas madrileñas siguieron la lógica de la aldea y se fueron todas de una vez al centro, a la plaza, como ratas camorristas en busca de gatos. En sólo unas horas, el católico cogollo se convirtió en una inmensa mancebía en forma de marabunta y procesión. Nadie se explicaba como podía haber, en la metrópoli de un bendito imperio sin colonias, a la chita callando y procedentes de las rojas esquinas del foro, tantísima puta.

Tras apocalípticas batidas, el déspota dio a las rameras pasaporte. Fue una caza de exterminio contra una especie de ratas multicolores que habían emergido de las alcantarillas morales de la aldea. Y así, desde la cara oculta del Callejón del Gato, junto a la esquina donde Ramón del Valle Inclán, madrileño de Pontevedra, descubrió que las superficies planas daban en Madrid imágenes cóncavas, comenzaron, sin planearse, los planes de desarrollo, con una exportación masiva de madrileñas descarriadas. Fue la única, grande y libre aportación de Madrid a la tienda de López Rodó.

Porque Madrid es, y ha sido siempre, roja. No en vano tiene montado sobre sus costillas al Estado, que nunca es de ese color. En los libros de historia, a los niños les cuentan, para que despierte su dormido asombro, las legendarias gestas de Numancia y Sagunto. Pero un día, estos niños se enteran de que Madrid estuvo, ayer mismo, cercada durante más tiempo que las dos anteriores aldeas juntas. Tres años de corral es algo que crea carácter, y Madrid sigue teniendo la honda cultura de los rebaños acosados por lobos. De ahí procede su capacidad de repliegue sobre sí misma, que es la sabiduría inmemorial de la aldea. Una honda aldea, que alberga en su seno -Madrid inventó la guerrilla urbana y la quinta columna- la libertad y la muerte de la libertad.

Nadie se explica igualmente cómo en una aldea enclavada en medio de mudos páramos castellanos se hable tanto y tan bien. La riqueza de la cultura oral madrileña proviene de cómo se las arregla para mantener su identidad en medio de ese eterno territorio hostil que, para el madrileño, es su aldea desde que la ocupó el Estado y la convirtió en metrópoli de sí misma. Los grandes lenguajes cómplices han sido inventados por subversivos adoquines madrileños encarcelados por alquitrán. El habla elíptica, que en Madrid adquiere registros magistrales -que el madrileño de Zamora Agustín García Calvo olfateó para sus hipérboles-, es obra de genios anónimos en el arte de la metáfora considerada en sentido primordial, es decir antes que como don poético como argucia de camuflaje, burla y transgresión.

Efectivamente, un madrileño puede, hablando en castellano retórico, decir a su acompañante en la cuerda de presos todo lo contrario de lo que entiende el gendarme que los vigila. Como Enrique Tierno Galván -madrileño de Soria y generador de ilustres exégetas en la compleja ciencia de la Tiernología, como es el caso del eminente tiernólogo Luis Carandell, madrileño de Barcelona- puede burlarse de su sombra escribiendo esotéricos y tronchantes bandos municipales, que son un asombroso ejercicio de talento en el arte madrileño por excelencia, que es la incredulidad, ese elegante cultivo de las formas escépticas propio de quien está estragado de contenidos. Escribir prosaicas leyes, paternales consejos y eclesiásticas admoniciones en un lenguaje que envidiaría el verdinegro Quevedo, madrileño, por excepción, de Madrid, es un lujo de gato y un ejemplo de como la cultura resistencial es una segunda naturaleza, que hace penetrar a la aldea en las nobles leyes que gobiernan el un¡verso. Así lo intuyó el madrileño de Illinois Ernest Hemingway en su cuento y loa a La capital del mundo.

Estalla hoy de vida la enorme y loca aldea hostigada. Le cubren periódicamente con una capa de cemento de mazmorra, pero el polvo aldeano encarcelado aprieta como un acné hacia fuera, hace grietas y por las ranurillas mana. Como brotan fuegos fatuos de entre los poros del tartán de Vallehermoso, donde atletas madrileños nacidos quién sabe dónde siguen sin romper ni una sola marca, tal vez hechizados por las almas en pena de los esqueletos que reposan bajo sus brincos, pues, cosa muy madrileña, alguien ordenó levantar un estadio, un templo al esfuerzo, sobre ese monumento a la gandulería que es el solar del cementerio donde dicen que Pío Baroja, madrileño de Guipúzcoa, solía acudir para alegrar el ánimo.

Allí donde la colina de Diego de León se convierte en Guindalera, hubo un pequeño y destartalado chalé, con un jardincito abandonado en cuyo centro había crecido un magnolio. En los germinales años 60 ocurrieron en él extraños y novelescos sucesos, pues el chaletito se convirtió en lugar de horror y de picadero de la clandestinidad antifranquista. Casi todos los rojos madrileños de aquel tiempo pasaron allí heladas noches con su miedo a cuestas. Un día, la policía lo rodeó y el chalefito se sumergió para siempre en el lado oculto de la luna aldeana. Luego lo derrumbaron y construyeron un moderno edificio de seis plantas, pero hoy, si se entra en los bajos y se suspira junto a los muros, huele todavía a aldea universal, a sudor frío, a tiempo perdido, a semilla humana, a magnolio.

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