Manuel Azaña
Aprendí de mi maestro Juan Reglá que lo fácil ante la historia es juzgarla y condenarla; lo difícil, asumirla y comprenderla. Pero a la hora de abordar la figura de Manuel Azaña no es necesaria ninguna predisposición tolerante. El interés o la admiración, según los casos, viene garantizado tanto por el gálibo político que le concede el haber sido la encarnación y el motor del intento más osado por modernizar España como por la decisión de mantener en su vida un eje ético al que ajustar su comportamiento. Si a esto añadimos la mordacidad de su oratoria y la pericia de su pluma comprenderemos que nos encontramos ante un personaje especialmente atractivo.Las mujeres tendríamos, además, otros motivos de encandilamiento. Fue bajo el régimen por él tutelado cuando se consiguió el reconocimiento de la igualdad entre los sexos, una ley de divorcio notablemente progresista y el voto femenino. Sin embargo, deducir de ello que nos encontramos ante un avant la lettre del feminismo español sería erróneo. Ante Azaña, como ante muchos políticos, cabe distinguir entre sus acciones públicas y sus actitudes privadas. Que de esa disociación se hayan derivado males sociales y disfunciones personales es algo que el Mayo del 68 descorchó sin contemplaciones; a partir de aquella movida, el posicionamiento de progresistas de pro ante las mujeres ha ido imponiéndose como test obligado de coherencia. Pero Azaña, perteneciente a otra época, muestra su dicotomía sin alardes ni reticencias.
El espacio que Azaña dedica a la cuestión femenina en su obra escrita es mínimo, aunque, al menos en su forma, contundente. Su disertación más importante se encuentra en La velada de Benicarló, obra que, lejos de ser el diálogo que se nos promete en su introducción, resulta ser un monólogo donde las ideas de Azaña se cruzan y entrecruzan, constituyendo su testamento político. Y cuando desde este documento se analizan las causas de la guerra civil, una inesperada aseveración surge desde el pensamiento del insigne político: las mujeres fuimos la causa de la guerra civil. Así como lo leen. El razonamiento que llevó a Azaña a tan bizarra conclusión es lineal y su comprensión está al alcance de cualquiera: las mujeres se desquitan de su opresión secular imponiendo en la educación de la progenie sus principios religiosos y políticos, aunque vayan en contra de las convicciones del cónyuge. La consecuencia inmediata de esta situación es que "los hijos de los volterianos son alumnos de los jesuitas". Éstos, a su vez, se encargarán de hacer olvidar a sus pupilos los intereses de clase que debían constituir soporte y guía de sus vidas. Y por este rocambolesco camino, las mujeres evitaron sistemáticamente la consolidación de una burguesía liberal, creando un país invertebrado que propició la confrontación fratricida.
Nadie osará rebatir a Azaña la idea de que la ausencia de una burguesía liberal haya tenido consecuencias tan notables para España como el quedar al filo entre el desarrollo y el subdesarrollo. Tan es así que los especialistas del tema han rastreado en busca del origen de tanto mal, desde la batalla de la Janda hasta los mismos aledaños del reinado de AlfonsoXIII, desde las dinámicas economías mercantilistas ribereñas hasta las estáticas economías agrícolas de la meseta. Lo que no se les había ocurrido es que la clave la tuvieran tan a mano, en su propia mujer. Porque, si seguimos el razonamiento expuesto en La velada... vemos que la balanza se inclina decididamente hacia los hombros femeninos. La intolerancia y sectarismo que anidan en nuestras almas son, según palabras de uno de los personajes, incomparables con los de cualquier otro sector social. Las mujeres, viene a decir este portavoz de Azaña, podrán callarse si las circunstancias se lo imponen, pero no hay que esperar que cedan a ninguna reflexión. "Más fácil le sería a usted convencer a cualquier general rebelde", concluye nuestro personaje; así, como quien no quiere la cosa.
Ausencia de mujeres en la política
Que en plena guerra civil se ponga la indiscriminada intolerancia de las mujeres por encima de la de los mismos generales rebeldes es un jarro de agua fría que no esperábamos. Las feministas hemos denunciado repetidamente la ausencia de las mujeres de la política, pero siempre teníamos el consuelo de habernos quedado también al margen de las violencias y vilezas gestadas desde las poltronas del poder. Pero hasta este alivio nos arrebata el señor presidente. Así las cosas, flaco lenitivo es el que otro personaje azañesco nos, ofrece generosamente. "Sin advertirlo (las mujeres), lanzaron a la muerte a sus maridos ya sus hijos. Sírvales de excusa su ignorancia". El subrayado es mío, y la lectora o lector comprenderá que es un gesto totalmente ocioso. La frase entera, por lo ajustada y aquilatada, no tiene desperdicio.
Pero como no hay mal que por bien no venga, esta visión tan calamitosa de la realidad lleva a Azaña a apostar por la emancipación femenina como vía para atajar tanto mal. Cierto que Azaña opta, por dicha emancipación con fines no exactamente coincidentes con los del movimiento feminista, puesto que pretende conseguir para el marido una independencia que con demasiada frecuencia no ejerce". Y aunque este razonamiento chirríe estrepitosamente con el marco legal que regía la familia española y que confería al marido todo poder y toda gloria, no podemos negar la coherencia interna del silogismo de Azaña. Como todos los caminos conducen a Roma, sea bienvenido el señor presidente a la causa de la mujer.
La curiosidad ante este fenómeno se hace más punzante cuando se comprueba su actitud de rechazo por aquellas mujeres que irrumpieron en la vida política dispuestas a cambiar la situación de la mujer. Verdad es que la atención que dedica a ellas en sus memorias es exigua y pasajera, pero los comentarios que le sugieren son sabrosos y significativos. Y ninguno tanto como la reacción de Azaña ante la intervención de Margarita Nelken en las Cortes a propósito del asesinato de guardias civiles en Castilblanco: "La Nelken, que es diputada por Badajoz, se ha entrometido en esto ( ... ). Que la Nelken opine en cosas de política me saca de quicio. Es la indiscreción en persona. Se ha pasado la vida escribiendo sobre pintura (...). Mi sorpresa fue grande cuando la vi candidata por Badajoz (...). El partido socialista ha tardado en admitirla a su seno, y las Cortes, también (...). Se necesita vanidad y ambición para pasar por todo lo que ha pasado la Nelken hasta conseguir sentarse en el Congreso".
Contradicción e irracionalidad
Pasando por alto el posible significado de esa jacarandosa alusión a la Nelken y constatando que Azaña nunca escribió -pongamos por caso- de el Maura o el Sanjurjo, lo más significativo del caso es la calificación de "intromisión" a la intervención de una diputada que constituye, cuanto menos, una contradictio in términis. Si además consideramos que la diputada lo era por Badajoz, en cuya provincia precisamente habían ocurrido los hechos que dieron pie a la pataleta de Azaña, la cosa adquiere ribetes preocupantemente irracionales.
Por otra parte, si bien es verdad que Nelken escribía fundamentalmente sobre pintura -cosa nada deshonrosa, por cierto-, no lo es menos que en 1919 había publicado La condición social de la mujer en España, una de las obras más incisivas del feminismo español, cuya aparición provocó un fuerte rechazo en los ambientes conservadores del país. Es extraño que Azaña, inmerso en aquel mundillo cultural, no recordara el caso. Más chocante aún resulta el enfurruñamiento del presidente al considerar la larga lucha de Nelken hasta conseguir su escaño. Cualquiera diría que Azaña había heredado el trono del rey su padre. Muy al contrario, también tuvo que pasar por sendas derrotas en 1918 y 1924 antes de sentarse en el Congreso.
Es cierto que el presidente tampoco se mordía la lengua con sus enemigos políticos varones.. La diferencia estriba en que, ante las mujeres diputadas, el sexo primaba sobre la ideología. El distanciamiento, la sorna y los juicios subjetivos que invariablemente emplea hacia ellas no guardan ninguna relación con sus posiciones políticas. Así, el 1 de octubre de 1931 anota en sus memorias: "Combate oratorio entre la señorita Kent y la señorita Campoamor. Muy divertido. La señorita Kent está por que no se conceda ahora el voto a las mujeres (...). La señorita Campoamor es de opinión contraria. La Canipoamor es más lista y elocuente que la Kent, pero también más antipática. La Kent habla para su canesú y acciona con la diestra como si cazara moscas".
La forma y el fondo del párrafo dejan poco espacio a la especulación. Pero vale la pena detenerse en la expresión "muy divertido". A falta de otra explicación, parece desprenderse del contexto que tal diversión se deriva del hecho de que sean mujeres las que protagonicen el debate. Cuando, líneas más abajo, en su diario, Azaña se decanta a favor del voto femenino, no hará más que evidenciar la contradicción entre el animal político y el señorito alcalaíno.
Si ante estas incongruencias concluyéramos que Azaña fue todo lo machista que su sexo y época aconsejaban, habríamos empleado la misma lógica que aquel oficial que cada año explicaba a sus reclutas que las balas no caen por la fuerza de la gravedad, "como se dice", sino por su propio peso. Sin embargo, si intentamos encontrar el punto crítico donde se bifurca el pensamiento de Azafia, quizá logremos avanzar en el conocinúento del origen de la misoginia practicada por tantos varones progresistas e ilustrados. J. Marichal nos brinda en su obra La vocación de Azaña un argumento de gran utilidad. En él se señala cómo la personalidad de nuestro presidente pudo quedar condicionada por la ausencia masculina durante su infancia, ausencia que fuera compensada por mujeres enérgicas. El pánico que Azaña siempre mostró ante la mujer-matrona española, y que hemos visto expresarse a través de pasajes de La velada... y de sus Memorias, es remitido por el propio Marichal a experiencias familiares, nada difíciles de imaginar.
Inútil negar que las mujeres, responsabilizadas en las sociedades patriarcales del cuidado y educación de los hijos, solemos imbuirnos de tan sagrada misión con una fruición notable, circunstancia que aprovecha el progenitor para zafarse de tan enojosa tarea. Que la energía y abnegación de una madre proteccionista puedan llegar a crear en el futuro varón adulto un recelo generalizado, cuando no un rechazo patológico del sexo contrario, es algo que a nadie beneficia negar o infravalorar.
Volviendo a Azaña, tendríamos que convenir que pone el dedo en la Haga cuando señala el implacable papel de las mujeres como reproductoras de ideología. Donde el presidente pierde la razón y el norte es cuando de modo tan inefable exculpa a los gallos del corral patriarcal, olvidando que las mujeres cumplen esta misión por encargo de la sociedad y como consecuencia de su propia marginación. Y más aún cuando no puede reprimir su rechazo visceral ante aquellas mujeres dispuestas a modificar esta situación. No tendríamos por qué exigir a Azaña que se comportara como un pionero de nuestra emancipación. Nos habríamos contentado con que, en su calidad de varón ilustrado, hubiera atendido al clamor que ya en el siglo XVII lanzara sor Juana Inés de la Cruz: "Queredlas cual las hacéis / o hacedlas cual las buscáis".
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