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Los agravios históricos

He oído en no pocas ocasiones, tanto en los círculos literarios de Portugal como en los de España, lamentarse del mutuo- y ya casi crónico desconocimiento de sus respectivas literaturas. Estas lamentaciones son en principio objetivas, si bien muy matizables, puesto que, aunque sea cierto que la generalidad de los lectores españoles y portugueses carezcan de una visión de conjunto de lo que escriben y publican sus vecinos, ello no quiere decir que nosotros ignoremos totalmente a su literatura ni que ellos -que suelen leer, sin necesidad de que se las traduzcan, más obras escritas en nuestras lenguas que nosotros en la suya- desconozcan en absoluto la producción literaria española. La verdad es que en Portugal son muy leídos unos cuantos autores fundamentales de nuestras letras, de la misma manera que en España se conoce bien a algunos de los más importantes escritores portugueses. Quiero recordar, por ejemplo, la magnífica traducción del Quijote hecha por Aquilino Ribeiro, las no menos bellas de García Lorca debidas a Eugénio de Andrade y las de Jorge Manrique, san Juan de la Cruz, Bécquer, Juan Ramón Jiménez, Alberti, Cernuda, Aleixandre y otros contemporáneos, realizadas con singular acierto e inspiración por el poeta José Bento. De la misma manera, es muy conocida en España la versión de Os Lusíadas hecha por Ildefonso Manuel Gil, y también lo son las reediciones de novelistas del pasado inmediato como Camilo Castelo Branco y Eça de Queiroz, mientras las traducciones de narradores contemporáneos tan destacados como Agustina Bessa Luís, Vergilio Ferreira y unos pocos más van ganando un número cada vez mayor de lectores españoles. Y no creo que sea preciso recordar que Fernando Pessoa es, en la actualidad, uno de los autores más leídos en nuestro país, mucho más que en cualquier otro que no sea el suyo. Que todo esto resulta insuficiente es cosa que no puede ni debe negarse, pero también será preciso reconocer que constituye una firme y esperanzadora base de partida para el incremento de un intercambio cultural tan deseable como urgente.No hace mucho tiempo el periodista literario Nuno Teixeira Neves me preguntó, en el transcurso de una entrevista, cuáles eran, a mi juicio, las causas de que dos países tan próximos geográficamente como España y Portugal hayan dado durante los dos o tres últimos siglos continuas muestras de un verdadero divorcio cultural. Yo recordé en seguida el tópico de los llamados agravios históricos, con cuya evocación suelen justificar algunos portugueses semejantes estado de cosas, y cuya consideración crea a no pocos españoles un incómodo estado de conciencia. Cuestión ésta, o así me parece, peligrosa por mal enfocada.

Que los agravios invocados son una realidad es algo que no puede ponerse en duda, pero su comparación con otros más recientes y, al parecer, menos recordados puede hacernos dudar de que los primeros sean la verdadera causa del divorcio cultural a que acabo de referirme. Todos sabemos, por ejemplo, que la invasión de España y Portugal por las tropas napoleónicas -cuyas consecuencias fueron tan fatales para el poder político de los Estados peninsulares- no se erigió en obstáculo a la influencia de la literatura francesa, desde la romántica hasta la actual, sufrida, y declarada honestamente en ocasiones, por muchos de los mejores escritores de ambos países, y ello sin que renunciasen, por el hecho de recibirlas y confesarlas, a las características propias de sus respectivos genios nacionales. Algo más tarde, la cuestión del ultimátum de 1890, que fue un acto de prepotencia del Gobierno británico e impidió la formación de una colonia portuguesa en África que se extendiese desde las orilla del Atlántico a las del Indico, no hizo que los escritores lusos vol-

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viesen la espalda a la literatura inglesa, según muestra de manera por demás elocuente la obra de Fernando Pessoa -de cuyo patriotismo no pueden dudar sus conocedores-, parte de la cual fue escrita y publicada en inglés. De la misma manera, la puesta en práctica por Francia y el Reino Unido de la doctrina de la no intervención, uno de cuyos mantenedores, y creo que inventores, fue Saint-John Perse, no dio lugar, aunque fuese tan fatal para la democracia española combatida por los totalitarismos que desencadenaron la guerra mundial, a que los escritores demócratas españoles, que sufrimos personalmente sus consecuencias, volviésemos la espalda a las letras -ni a la pintura, ni a la música o el pensamiento filosófico- de aquellos dos países. Por ello, la mencionada doctrina de los agravios históricos me parece, cuando menos, muy insuficiente para explicar una situación tan incómoda como la que padecemos.

Habrá., pues, que buscar las causas de nuestro mutuo desconocimiento en hechos y circunstancias más convincentes y generales que el recuerdo de unas rencillas históricas que, arrancando de la batalla de Aljubarrota, en la que fueron derrotados los españoles, y pasando por el reinado de los Felipes en tierras lusitanas, llegó a la llamada guerra de las naranjas y se mantuvo debido a una secuencia de suspicacias políticas, menos espectaculares que los recién citados acontecimientos. Yo pienso que la principal de dichas causas es la variable, y creo que insuficienternente estudiada, relación entre poder político y cultura.

Es evidente que en determinadas épocas históricas la carencia de poder o su subordinación al de otras potencias se ha visto conipensada en algunos Estados por el esplendor de sus culturas liteirarias. No hay, para convencerse de ello, sino pensar en los débiles Estados de la Italia de los períodos humanista y renacentista, donde la escasa proyección política de las cancillerías se vio corapensada en gran parte por el liderazgo italiano en la cultura occidental. En este sentido, no será preciso insistir, por ejemplo, enque Petrarca se formó intelectualmente a la sombra de Aviñón, ciudad papal por él execrada, cuya política, servida a regañadientes por el poeta, era sierva obediente de una Francia que, desde el punto de vista literario, aperías había empezado a superar los límites estilísticos e ideológicos de la baja Edad Media, ni que no mucho después de la muerte del cantor de Laura, autor de una obra que tanto influyó en la cultura de los países más poderosos de su tiempo, los poemas heroicos de Boiardo, Ariosto y Tasso, de no menor repercusión europea, fueron escritos a la sombra de la corte de los países del Este, cuyo escaso poder político pesó muy poco en la balanza del equilibrio de poderes de la época.

En cambio, las nuevas circunstancias sociales y económicas hicieron que su relativamen" te tardío Renacimiento coincidiese en España y en Portugal con su entonces decisivo poder político. Y fue tal y tan grande el impulso que ambos países imprimieron a sus artes y a sus letras que durante los ya decadentes decenios del barroquismo -que coincidieron con la institucionalización, pero también con el final del principal de los agravios históricos-, la cultura procedente de la península Ibérica alcanzó un inusitado e influyente esplendor.

De manera semejante, desde la segunda mitad del siglo XVII hasta tiempos todavía cercanos, Francia e Inglaterra se impusieron como potencias políticas y ,culturales, lo que parece justificar que no sólo Portugal y España, sino también el resto de los países occidentales, tomasen a las literaturas de aquellas dos nuevas grandes potencias por modelos casi indiscutibles. La persistente y profunda influencia del neoclasicismo francés llega en nuestras tierras hasta poetas como Meléndez Valdés y Filinto Elísio, contemporáneos de los primeros, románticos de lengua inglesa y francesa. Y la influencia del romanticismo inglés sufrida por Almeida Garrett se corresponde con la de las escuelas románticas gala y británica, patente en la obra de nuestro duque de Rivas. Ambos escritores, cuyos exilios políticos coincidieron en Londres, están simbólicamente unidos en la edición de El moro expósito, al frente de la cual hizo imprimir Rivas una cita de la Adozinda, de Garrett.

Como consecuencia de este desplazamiento del poder político y cultural, se comprende perfectamente que los escritores y los lectores portugueses de los últimos siglos no tomasen en cuenta a la literatura española en la misma medida que a la francesa y a la inglesa -y a partir del siglo XIX, a la alemana y la italiana- y que los españoles ádoptasen una actitud semejante frente a la portuguesa, fenómeno que se extendió al conjunto de ambas culturas vecinas y que se debió, o así me parece, a causas externas y no a las internas provocadas por el recuerdo de los tan traídos y llevados agravios, que aquí no se niegan, pero tampoco se considera, ni mucho menos, como los principales y casi exclusivos causantes del divorcio cultural ibérico. No- somos los españoles y los portugueses tan pasadistas (por emplear una expresiva palabra lusa) como para subordinar nuestras relaciones culturales a cuestiones ya superadas por el tiempo.

La situación internacional ha ido cambiando tanto que, aunque en la actualdiad coincida la hegemonía política con la supremacía de la cultura tecnológica, no puede asegurarse que coincida también con la madurez de la cultura humanística, una de cuyas rainas es la literatura. Sucede además que los Estados occidentales menos influyentes en la política mundial no sólo están asimilando rápidamente los nuevos adelantos técnicos y científicos, sino que han contribuido y siguen contribuyendo de manera decisiva con lo que un conocido político francés acaba de llamar su inagotable materia gris, a hacer posibles dichos avances. Ello parece estar dando lugar -y no creo que el futuro próximo me desmienta- a un equilibrio de poderes e influencias en el que llegará a ser muy importante el peso de las culturas nacionales más o menos replegadas sobre sí núsmas a consecuencia de circusntancias de todos conocidas. ¿No se aproxima, pues, el momento de que España y Portugal traten de volver a comprenderse, tanto en el terreno literario como en los demás, con objeto de contribuir más y mejor al equilibrio de que tan necesitado se encuentra el mundo en estos críticos momentos?

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