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Reportaje:MICOLOGÍA

Un paseo apetitoso

La búsqueda de setas, una aventura deportiva, gastronómica y mágica

Quien resida en la ciudad deberá trasladarse a territorio rural en automóvil u otro medio de transporte. Pero hay que evitar la pereza anecdótica de ciertos montañeros de Mutriku, que se desplazaban en taxi hasta la mismísima linde del hayedo. El perfecto micólogo puede olvidarse de la ciencia, de la magia e incluso de la gastronomía, pero jamás del componente deportivo de su actividad. Entre otras cosas, se impone caminar, porque los ejemplares aparecen con frecuencia en el mismo sendero que uno recorre. Un buen rastreador conoce además cuándo otros micólogos le han precedido por los pies cortados, las piezas desechadas y otros indicios, que no deben desanimarle nunca por no ser él quien primero explora la jungla ese día: el miceto es astuto y frívolo, y se camufla o hace evidente según los casos. No olvidemos su condición mimética, su capacidad para disimularse en el entorno. Al final de la expedición el setero habrá sufrido decenas de espejismos, y habrá tomado más de una piedra, flor, piña u hoja seca por un hongo. Por idéntica ley, muchos otros le habrán pasado inadvertidos: nunca se cosecha todo.En cuanto al ejercicio muscular, el micólogo lo realiza sin percatarse de ello, sin sufrir, sin imponerse el gateo gratuito hasta tal repecho ni la realización sin recompensa de continuas genuflexiones hasta el número de 20 o 100. El cuerpo no se entera porque la mente y el instinto están fijos en la mirada, y ésta en el suelo, en las escarpaduras, en los intersticios del liquen y de la maleza donde las presas se ocultan

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Por lo que se refiere al equipo, éste se reduce, fundamentalmente, a un buen bastón de espino fresno o boj, que sirva de muleta en las asperezas y riscos y de prolongación del brazo para apartar los helechos, arbustos y zarzas que dan cobijo a algunas variedades; a una cesta de mimbre y a una pequeña navaja. Opcionalmente se puede compartimentar el cesto para transportar las especies ya clasificadas y no mezclar ejemplares dudosos con conocidos. De lo que hay que huir siempre es de la nefasta y epidémica bolsa de plástico. Muchos la utilizan porque con ella cabe el disimulo de llevarla en el bolsillo y, si hay capturas, utilizarla, y si no las hay, dejarla don de está y no ir haciendo ostentación del fracaso.

En la duda, abstenerse

Pero nos olvidábamos del pertrecho más imprescindible. Omitíamos al práctico, al amigo que sabe, al entendido en hongos. A ese curtido micólogo capaz de identificar con correcto latinajo sus especímenes predilectos, de señalar desde una distancia de tres metros una difusa mancha en el prado, donde la hierba se hace más oscura, y de exclamar con ojos gozosos: "Mira, ahí hay zizas, ¿no notas cómo huele a harina?". Si es catalán, en lugar de zizas, que es el nombre en euskera de esta seta aromática y primaveral, la primera del año y por eso la más cara -están a 5.000 pesetas el kilo- dira moixernós. Y si es humanista o un entusiasta de las enciclopedial, la designará como Tricholoma georgii, para, a continuación, instruir al novato acerca de cómo este género obra el prodigio de intensificar la fotosíntesis allí donde se instala, por lo que el césped circundante, de un tono más sombrío, la delata. Maravillas de la naturaleza que luego se confirmarán sobre el mantel: la ziza es una seta regia. En Castilla se la conoce como muserón o seta de Orduña.

Aunque nada tienen que envidiarle al moixernó la ziza ori o saltza perretxiku, en catalán rossynyol y en castellano cabrilla o seta de San Juan, que aproximadamente dentro de un mes abundará en las placas de musgo de los bosques de caducifoflos. Ni la palometa o gorro de cura, en vascuence gibelurdin y en catalán cualbra, que surge más avanzado el verano. Ni el hongo negro, ni la galamperna ni las morillas, ni el níscalo, ni todo el universo micológico que en otoño salpica, pluriforme y misterioso, el campo. Bibliografía no falta. En cualquier librería la hallará el curioso. Aunque no hay como el ojo del experto, de ese lugareño que en una fracción de segundo cataloga cualquier ejemplar como lo haría con las frutas y verduras expuestas en los cajones del mercado. Sólo cuando se adquiere esa destreza visual, táctil y olfativa puede uno considerarse un iniciado. Lo cual no significa que haya que relajar la vigilancia. Algunas setas se parecen. O, para ser más exactos, parecen parecerse. Cuando esta perplejidad se produce hay que rechazar sin excusa la pieza dudosa, al menos como posible manjar. Quien alimente, además de la gula, una cierta afición a lo científico, deberá instalar el ejemplar ambiguo aparte y, una vez en casa, lo colocará con las láminas hacia abajo -en la posición natural del sombrero- sobre un cristal, para, al día siguiente, comprobar el color de las esporas allí depositadas y, con la ayuda de un manual, identificarlo.

De todo modos, la micología cotidiana se ejerce como divertimiento empírico. Transcurrido un tiempo, al novicio no se le alcanza cómo se puede confundir una phalloides mortal con una suculenta palometa, o un peligrosí-

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simo Entoloma lividum con una perfumada pardilla. Sin embargo, las páginas de sucesos están ahí, y no pasa un año sin que una familia entera pise la sala de urgencias por merendar hongos de bella apariencia y carne traidora. Por lo que el principiante deberá anteponer el conocimiento de la seta mala al de la seta buena. Resulta elocuente, en este sentido, que las distintas agrupaciones micológicas que en Euskadi operan premien, en las ferias que organizan, a las mejores colecciones de ejemplares tóxicos.

En la duda, pues, tirarla. Pero no al camino, entera, y mucho menos un puñado de ellas. El que así actúa pone al setero que le siga en la tentación de recogerlas, creyéndolas caídas por azar, y envenenarse. Téngase asimismo en cuenta que hay tradiciones equivocadas. Que jamás debe cosecharse un hongo agusanado o roído por los limacos. Que lo de la moneda de plata que se ennegrece cuando las setas son venenosas es pura fábula. flor otra parte, acéptense como consejos provechosos el de no comer setas empapadas, que producen diarreas, y mucho menos heladas. Cuando cae la primera escarcha, se terminó la temporada.

Micología y mitología

El hábitat de los géneros más apreciados es el bosque de hoja caduca. Su mejor abono, el sol que sucede a lluvias cálidas y el viento sur. Señalaremos que, con todo, el revellón o níscalo, tan sabroso para los catalanes, nace en los pinares. Hace algunos años en el País Vasco no lo cogía casi nadie -para pasmo de algún amigo barcelonés-, no se sabe si por chovinismo culinario o porque sus virtudes diuréticas, al teñir de rojo la orina, alarmaban al profano. Ahora se recolecta más, pero los paladares siguen sin hacerse a él.

Cabe indicar como curiosidad que la seta le toma apego al terreno, de modo que si le quitan al roble que le dio sombra y humus para plantar coníferas, como está ocurriendo en Euskadi, de cuya deforestación los devoradores de papel somos en parte culpables, ella sigue reproduciéndose allí, ajena al ecosistema intruso. Esta querencia a instalarse en rincones fijos hace que los setales sean rabiosamente guardados en secreto por sus presuntos descubridores, que se exceden en marrullerías y pistas falsas. Es el ingrediente irracional de este placer asilvestrado y solitario que a poco que se insista se convierte en pasión. Pruebe.

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