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Tribuna:
Tribuna
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El regreso de los bárbaros

No en balde habían madurado los últimos 22 años unidos en matrimonio. Fue lógico, por tanto, que con una mirada ambos adivinasen que ambos habían sufrido la misma revelación en el transcurso de aquel día. Acababa un martes, babeante de esa sibilina dualidad del comienzo de la semana que hace del tiempo una carga inacabable y transmite a la vez una asfixiante fugacidad. Abrumados y ahogados, dejaron de mirarse, porque, además de evidente, resultaba insultantemente mimético que, justo en el mismo día, los dos hubieran decidido abandonar familia y hogar.Si Antonia había empleado más horas de las previstas en gestiones de ventanilla y compras en arraigadas tiendas del centro de la ciudad, Miguel había consumido el crepúsculo en regresar de una inspección a una sucursal de la periferia. A Miguel, durante el atasco circulatorio, y a Antonia, mientras le medían la bayeta para unos faldones de camilla, les había asaltado la clásica certidumbre de la vacuidad de la existencia. Y al instante, como no deja de suceder cuando se es poseído por tan repugnante convicción, tanto Antonia, ante el mostrador, y Miguel, ante el volante, tomaron la decisión de cambiar radicalmente de vida. Si da lo mismo apostar al rojo que al negro -pensaron ambos, con música de tango-, o se abandona el juego (lo que tampoco) o se le roban unas fichas al distraído compañero de mesa.

Después de una noche de mucha conversación y maletas, Antonia y Miguel convocaron un desayuno de despedida. Ni la Teo faltó, por ser lunes, miércoles y viernes sus días de asistencia a aquella familia, cuya disgregación pareció segura cinco años antes y que, desde hacía cinco años, no había dejado de aumentar. En efecto, durante el último quinquenio Miguelito había elegido a sus 15 años de edad la independencia, imitado a los pocos meses por Toñita y, en cuestión de semanas, por la misma Teo que, habiendo proclamado no aguantar a la señora, no la aguantó. Al cumplir los dieciocho recorrió Miguelito, quien se declaró recién viudo y puso en brazos de los padres una primera nieta. Para entonces ya la Teo aguantaba de nuevo tres días a la semana, y poco después Toñita retornaba al hogar, aportando a la familia un arqueólogo de muy buen carácter.

A lo largo del último desayuno, Miguelito asumió el (honorífico) título de cabeza de la familia, y Toñita, que albergaba en sus entrañas una pieza de seis meses, anunció que el arqueólogo y ella ocuparían desde esa misma noche la alcoba de sus progenitores. Flora y Fauna, las dos pequeñas, en consonancia con los postulados de la novísima ideología, desaconsejaron fogosamente a sus padres la renuncia a la segura comodidad de aquella casa. Y entre las risas de la nieta y las lágrimas de la Teo partieron Miguel y Antonia en sendos taxis, rumbo a sus nuevos y sendos destinos.

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Mientras en el hogar amputado se experimentaba esa holgura que suele equivocarse con la libertad, Antonia y Miguel sentían ese rejuvenecimiento de los que, huyendo, creen escapar. A pesar de que nunca hubo más de un aeropuerto en la ciudad, los dos se asombraron al encontrarse en la misma cola de facturación de equipajes, coincidencia que, tras haber viajado en el mismo avión a la misma isla, se repitió ante la misma cinta transportadora de equipajes. Por ahorro, ahora en un mismo taxi, llegaron a la montaña, primero Antonia a la granja comunal de la ladera sur, y media hora después, Miguel, al cenobio de la ladera norte.

Impulsado por el ímpetu del neófito, a Miguel se le fueron los primeros tiempos de absoluta inactividad con la celeridad de las antiguas vacaciones. Apenas recordaba el mundo en el silencio de su umbrío retiro, y cuando un recuerdo inconsciente le traía la memoria de dónde había vivido, Miguel se felicitaba de haber perdido a la gente pequeñita e ingeniosa del trajín cotidiano y rezaba por ella. La blanda irrealidad de sus horas solitarias lo sumía insidiosamente en la beatitud. Se mineralizó. Sometió su nirvana a extravagancias fijas (abrocharse antes los botones pares que los impares, trasladar de hormiguero diariamente tres hormigas, trabajar 10 minutos en la huerta o visitar durante una hora el gallinero, afeitarse de perfil). Llenó de días vacíos la vacuidad de la existencia.

Y mientras Miguel erraba del tedio a la bobaliconería, Antonia apenas si podía disfrutar de las melancolías que siguen a los placeres. Le parecía increíble a su edad la accesibilidad de los cuerpos, su inagotable facilidad. Se bronceó, se estilizó y, cuando inconscientemente recordaba dónde había vivido hasta entonces, maldecía a la gente mezquina y viscosa del combate cotidiano, que ella había llamado sus semejantes. Amó tanto a quienes la amaban, que llegó a saber del amor que no sabía nada. Mecida por la variedad, desligada de las convenciones y rigiéndose sólo por el tiempo de la dicha, Antonia olvidó la muerte y por ello dejó de agusanarse y horadarse. Sobre la arena algunas de esas gentes líricas que abundan en las playas la tomaron por Venus, precisamente en los instantes en que ella, desmelenadamente perceptiva, se sabía Apolo.

Pero así como Antonia cambiaba con frecuencia de nombre (hasta de los divinos), Miguel vino a enredarse a través de las llanas de la imaginación en la selva del nominalismo. Como inevitablemente sucede, por poca que se tenga, la capacidad imaginativa terminó por sustituir a la beatitud en los ocios de Miguel. Así, pues, el cenobita, viviendo sin darse cuenta de la fantasía, acabó por considerar propicios o nefastos los nombres con los que bautizaba a sus personajes, según los asociase a personas queridas o detestadas del mundo que había repudiado. Este sutilísimo proceso, que no era otro que la sustitución de la realidad por la verbalización, condujo a Miguel, como no podía ser menos, a la nostalgia. Al atardecer contemplaba el paso de las nubes con los ojos cerrados, viendo cómo pasaban las nubes reflejadas en el espejo de los rascacielos de vidrio de su ciudad. Y Miguel tenía que abrir los ojos para dar cauce a sus nostalgias.

Ya por aquellos tiempos Antonia, en la ladera sur, consumía sus crepúsculos en el amor al paisaje que produce el hartazgo de la piel humana. Amaba, sí, pero, como es usual en convalecientes de felicidad, Antonia veía en los postreros rayos de sol claustros paseados por silentes figuras. Luego se dejaba amar bajo el brillo de las estrellas y a media noche el odio (semejante a la desesperación que incuba la nostalgia) la mantenía insomne.

En consecuencia, no transcurrieron muchas lunas para que una mañana, en la cima de la montaña, se cruzaran los dos taxis que conducían a Miguel y a Antonia a sus sendos e invertidos destino ' s. ¿Llegaron a reconocerse, de taxi a taxi? No es probable, ya que Antonia viajaba cegada de misticismo, y Miguel, ciego de deseos reprimidos. En todo caso, la suposición sobraba, puesto que los esposos se habían olvidado mutua y absolutamente.

En la reserva femenina del cenobio Antonia no tardó en ser presa de ataques de furor, previos unos meses de plácida convivencia con las hormigas de la huerta. Por aquellas fechas, tras un desenfreno que causó la admiración en la granja comunal de la ladera sur, Miguel pasó del hospital a militar en el partido político de moda. No en balde, separados y amnésicos, Antonia y Miguel habían vendido el cáliz después de apurar el vino y las heces.

En la cola de facturación del aeropuerto isleño se miraron lo suficiente para intentar, sin conseguirlos, asientos parejos en el avión. A la llegada, por no descubrir a tiempo entre los que esperaban taxi a la desconocida, Miguel defraudó la convicción de Antonia de que aquel desconocido iba a proponerle un vehículo común. Se encontraron en el portal y se miraron. Cada uno pensó que el otro le había seguido. Y al unísono, quizá a causa de ese olor a lejía y a abnegación que aroma los portales familiares, se reconocieron.

Conmocionados por tanta y tan irreductible afinidad, decidieron no subir las escale ras y se trasladaron a un hotel. Intuyendo que el hogar a pares puede abandonarse, pero no debe recobrarse, pensaron incluso en regresar a la isla. No obstante, se les fue la noche en contarse las especiales circunstancias con las que habían llenado sus vidas desde la separación. Se mintieron concienzudamente, no se creyeron y comprendieron, con ese conocimiento impecable de los que renuncian a ser quienes son, que sólo la muerte los separaría, salvo que (lo que no era un presagio insensato, demostrada la recurrencia de su vínculo), los dos muriesen simultáneamente.

Al siguiente día, Miguel y Antonia, cogidos de la mano, esperaron a que la puerta les fuese abierta.

-¡Han vuelto los bisabuelos! -gritó un granujiento con trazas arqueológicas.

En el vestíbulo, Antonia y Miguel, sin soltarse las manos, oyeron, como un derrumbe, el repentino silencio de la casa. Se abrieron puertas, aparecieron niños a gatas, nueras, un anciano en silla de ruedas, Toñita voluminosa, una mulata embarazada, un fontanero, el profesor de informática de los mocitos. Alguien suspiró y la familia, de estampida, se abalanzó sobre Miguel y Antonia. En un instante parecía domingo o mañana de Navidad.

En días sucesivos Miguel y Antonia fueron identificando a los seres queridos, los floreros, la mesa camilla, los ruidos del patio, los ruidos de los grifos, el alma (de trama de visillo), en la que se sustenta la estabilidad y el orden de la tribu. A ese espíritu, impalpable naturalmente, pero con sabor a albóndigas, recurrieron antes de dos semanas, Flora y Fauna para justificar el traslado de sus padres a una residencia.

-No de lujo, pero muy apropiada -precisó Fauna.

-Porque, como comprenderéis, queridos papá y mamá -argumentó Flora-, a pesar de que hace años compramos el piso de al lado, la familia aumenta, y así, por capricho, no se puede acomodar a dos personas más que no sean mellizos recién nacidos.

-Ya que lleváis toda la vida juntos -propuso Fauna-, a lo mejor os apetece residencias separadas.

-Por supuesto -dio por sentado Flora- que vendréis a almorzar dos veces al mes y os telefonearemos una vez a la semana. Para nosotras seguís siendo nuestro padres, por supuesto.

En ocasiones, gracias al poder creativo de la memoria, Antonia y Miguel, recordaban experiencias comunes, que (no) habían vivido en la isla. Paseaban, mantenían bostezantes relaciones con otros residentes, tenían programas de radio favoritos y hasta algunas canciones las canturreaban a dúo. Cuando la Teo fue confinada allí mismo, porque siendo tres hacían rebaja, Antonia se sintió más acompañada y Miguel tuvo más oportunidades de resolver crucigramas, mientras escuchaba a Antonia y a la Teo filosofar.

-No me lo puede usted negar, señora. Para ustedes, al Fin y al cabo, la vida ha tenido variedad. Por la mala cabeza de ustedes, cuando cogieron el portante, pero variedad. Pero lo que es para una servidora, tiene usted que reconocerlo, ¿qué ha sido la vida para una servidora?, que hasta en este asilo me la encuentro a usted, señora.

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