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A la deriva del mundo

Al cruzar un instante del día, de golpe nos llegan, simultáneamente -como cuando, al recorrer con rapidez todo el dial de la radio, sintonizamos tantos rumores del mundo-, la imagen de niños desharrapados hurgando en las ruinas de la ciudad devastada por la guerra civil y la imagen del científico que en su laboratorio realiza un experimento de genética artificial. En aquel instante coincidían atentados y homenajes, seísmos y erupciones. La trama de las acciones humanas a lo largo y ancho de la superficie terrestre nos elige, indiferentes o apasionados, con curiosidad o desmemoria, pero ya sabemos que en este mismo instante hay hombres que rezan en templos de mil religiones mientras otros trabajan o sueñan, engañan o mueren.En los museos a oscuras, el legado del espíritu humano intenta preservarnos del gran olvido, al tiempo que en la jungla, junto a las altas hogueras, todavía se celebran los ritos de antropofagia. Hay un gran transatlántico en fiesta que cruza el ecuador mientras se desmorona una galería en la mina donde hombres agazapados arrancaban entrañas a la tierra para protegernos de las inclemencias de la naturaleza. Cazadores acechan su presa en el bosque. Bombean las plataformas petrolíferas incesantemente. Un campesino traza surcos con arado primitivo. En la factoría automática, el ingeniero controla a distancia los gestos lentos y eficaces de su cuadrilla de robots.

En la era de la telecomunicación, la conciencia de simultaneidad de los gestos humanos es inevitable y cada vez más persistente. Se impone, de forma acuciante, no como recordatorio, sino como vigencia. El público espera la e ecución sumaria en la plaza de la revolución: nunca falta verdugo.

Los soldados patrullan a lo largo de todos los muros de la intolerancia y mañana sabremos que en otras latitudes otros guerreros han erigido otro muro mientras en las bibliotecas del mundo otros hombres y mujeres reflexionaban sobre el tiempo y el ser, el mito y la cifra.

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Incluso en los repliegues más reservados de nuestra vida privada aquellas imágenes pueden intercalar la sensación de simultaneidad que hace coincidir nuestro gesto con el quehacer de insania o lucidez de los demás habitantes del planeta. En las aulas de los conservatorios, jóvenes principiantes se aplican al supremo esfuerzo de concordar las armonías de sus instrumentos musicales mientras la discordancia impera en otros tantos lugares donde los gritos sustituyen a las voces, y los eslóganes, a las ideas.

Encendemos un cigarrillo y en las cornisas de la ciudad pletórica de comercio y placer hay hombres que se disponen a lanzarse al vacío. Éste es siempre el viejo argumento del planeta -de cada vez más complejo con los años-, con su terrible belleza. En la remota estación antártica, dos hombres disputan la mejor partida de ajedrez de la historia, y en la nave espacial, el leve flujo de la ingravidez adormece a los astronautas. Otros conducen esos trenes que cruzan la noche del planeta y en los confines del mundo hay hombres que torturan a sus semejantes, tal vez con una copa en la mano, en nombre de cualquier ideología que apenas camufla la maldad, el odio o el absurdo.

Amanece en la ciudad donde alguien ha estado a punto de descubrir una fórmula que había de permitir que sus semejantes mitigasen el dolor mientras el oscuro huso de los submarinos nucleares merodea en lo profundo de los mares.

En la universidad provinciana, el profesor pedante le descubre casualmente al alumno distraído el mundo esencial de la poesía mientras las 24 horas del día los bombarderos otean sin pausa el territorio enemigo. Hay tropas que vivaquean antes del combate, hombres y mujeres que se dedican al difícil ejercicio de la misericordia, activistas que conspiran la otra revolución, pueblos que morirán de consunción, seres humanos en busca de la diversión y el goce. En la constante duermevela de nuestro planeta, todo cabe al unísono: el esfuerzo y la culpa, el terror y la piedad, la gloria y la finitud. Cada sensación de la deriva del mundo nos permite citar una y otra vez aquella vieja crónica que, con motivo de los terrores de una invasión de los bárbaros, decía: "Y este estado de cosas duró 400 años".

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