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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Romancero gitano

EL EMPAPELAMIENTO, de Rafael de Paula -un matador de toros gitano, nimbado por la leyenda antes incluso de que sucediera este lamentable episodio judicial- ha suscitado una oleada de irracionalidad antigua y coplera y ha sacado a la superficie los más detestables atavismos -discriminadores, machistas y acomplejados- de la sociedad española. Queda a salvo la presunción de inocencia del acusado; a menos que una sentencia firme condenatoria de los tribunales estableciera lo contrario, los principios constitucionales y la ética humanista exigen la aceptación de las reiteradas declaraciones del inculpado, que: niega su presunta inducción al asesinato -frustrado: o al susto, o a la corrección- del hombre que mantenía relaciones con su esposa, de la que se había separado. La irracionalidad no está en las discusiones de inocencia o de culpabilidad de Rafael de Paula, sino en las de quienes, aceptando como buena su participación en esa hipotética acción delictiva, la consideran normal.Se puede hacer abstracción de los nombres propios y de la casuística de este asunto, en tanto no haya decisión judicial, para reducir la cuestión a un esquema: ya, en nuestro país, las relaciones de pareja son civiles, contractuales, y pueden deshacerse con la reglamentación corirespondiente a ese tipo de contratos; ya nadie está obligado a convivir con nadie, ni el cuerpo de una mujer significa una posesión definitiva por parte de un hornbre. Ya el adulterio no es un delito, ni siquiera perseguible a petición de parte. Cada uno es libre de sentir desesperación o amargura por una ruptura sentimental no deseada o por un desengaño amoroso; pero nadie -hombre o mujer- lo es para volver su decepción en agresión contra el otro, porque eso sí está justamente penado por la ley. Las desinencias del sentido del honor no las justifican ya ni Calderón de la Barca ni el romancero gitano: ni puede haber bodas de sangre, ni Bernarda Alba tiene que matar a Pepe el Romano, y Carmen la Cigarrera no tiene por qué morir a la puerta grande de la plaza de toros. Quédese todo para unas muestras literarias de una sociedad felizmente pasada.

Sin entrar en cuestiones de culpabilidad o de inocencia penal, este asunto ha reverdecido una mentalidad medieval de inculpación dirigida contra la mujer y su comportamiento, una especie de condena que se manifiesta incluso en las peticiones públicas de indulto del acusado: una palabra que supone ya la existencia de la acción, pero también su insignificancia. Y al pedir ese indulto hay una justificación, por la imaginación de una mala conducta de la esposa. Esto es enteramente repugnante. Tan repugnante como la frivolidad de quienes reservan el amparo del principio de la piresunción de inocencia para uso exclusivo de las figuras conocidas o las personalidades célebres y se lo niegan al tiempo a los ciudadanos anónimos.

Este caso ha trascendido por la popularidad del acusado, un torero de arte al que José Bergamín, tan gran escritor como veterano aficionado, dedicó un bello libro sobre La música callada del toreo. Aunque el escándalo pueda rendirle momentáneamente beneficios no queridos a Rafael de Paula, aclamado por los tendidos de la sevillana plaza de la Maestranza como un héroe o como una víctima, la excesiva prensa del asunto también puede volverse contra su suerte. Dos injusticias. Pero, desgraciadamente, las páginas de sucesos están llenas cada día de crímenes pasionales, en los que culpables y víctimas no ofrecen grandes distinciones de sexo, edad o circunstancias. Hay que borrar no sólo la leyenda española del honor que mata, sino atenuar la universalidad vengativa de los celos como reflejo de la posesión. La irracionalidad con que se defiende, no la falta de culpabilidad de Rafael de Paula (protegido hasta que se celebre el juicio por la presunción de inocencia), sino su eventual derecho a la venganza, y el tipo de propaganda a que da lugar la trascendencia de su figura pública parecen tratar de alentar, en lugar de repudiar, esos fragmentos de la España negra; y se vuelven repentinamente contra la larga lucha de la mujer por conseguir su mayoría, su igualdad y su independencia.

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