El precio
Escribo esta columna en honor de la CEE rodeado de lechugas, puerros y repollos. Desde la ventana veo cómo pastan en el prado vecino tres indolentes vacas lecheras, de las llamadas ratinas, completamente ajenas a lo mucho que ayer rumorearon de ellas los diplomáticos del palacio Carlomagno de Bruselas. Los manzanos de la pomarada todavía no se han enterado de que ya es primavera en El Corte Inglés, pero los perales hace un par de días que están disfrazados de primera comunión, listos para la gran cosecha. Hacia el oeste, en pleno valle del gótico siderúrgico tardío, echan alegre humo reconvertido las chimeneas de Ensidesa. Y si miro hacia Inglaterra todavía logro atisbar en los límites del horizonte la procesión de mástiles de la flota de lastres, rumbo hacia el Gran Sol. Me había acostumbrado a esta escenografía heterogénea y fronteriza, diseñada de leche y acero, con olor a fruta y a lonja de pescado, de intenso primer plano agropecuario y brumoso telón de fondo siderúrgico. No sé si es la más adecuada para escribir, pero resulta muy estimulante de vivir. Era como estar en Europa avant la lettre, anárquicamente. Por eso mismo, cuando ya somos Europa, mi primer pensamiento es para esta escenografía pionera que corre el riesgo de hacerse añicos.Lo que ahora mismo contemplo por la ventana es el precio exacto que los españoles vamos a pagar por ser europeos. Pagamos en lechugas, acero, vacas, merluzas y vino el alto privilegio de no ser diferentes por más tiempo. En el mercadillo del palacio de Carlomagno cambiamos -es decir, sacrificamos- los viejos productos de la tierra por un pasaporte psicológico para circular por la historia con normalidad. Le ponemos puertas al campo para que por fin nos abran de par en par las fronteras culturales y se cuelen las ideas complejas.
Hoy es un gran día para este país, qué duda cabe. Pero a ver cómo le explico yo a Manolo, el de las vacas ratinas, que en estos momentos está inclinado sobre los surcos de la huerta, que esas patatas de mayo que cultiva son el precio que los de Bruselas nos han exigido para que los intelectuales de aquí dejen definitivamente de sembrar el me duele España, el somos diferentes y demás tubérculos del espíritu nacional.
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