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Reflexión en torno a la integración

El tema de la integración de España en Europa ocupa las primeras páginas de nuestros periódicos; a medida que la negociación avanza, el español medio: se familiariza con los problemas económicos que se plantean: la cuestión del vino, del aceite o de la pesca -por poner algunos ejemplos- están a la orden del día, dando pábulo a que se difunda cada vez más en nuestra ciudadanía esa imagen de la Europa de los mercaderes frente a otra idea europea -de larga tradición- que la considera como núcleo cultural, científico y filosófico, origen de lo más granado de la civilización occidental hasta fechas bien recientes.Sin ningún desprecio a lo económico, base y fundamento de toda actividad humana, la necesidad de no perder la perspectiva nos impele a hacer una reflexión sobre lo que históricamente han sido las relaciones España-Europa; un punto de partida apropiado para esa reflexión puede ser lo que hace tiempo escribiera Américo Castro, cuando se refería a los valores de la cultura española contrapuestos a los de la cultura europea corno dos órdenes axiológicos distintos.

La confrontación España / Europa aparece clara en la idea de que no se trata tanto de que España no sea Europa -de acuerdo con el chovinista proverbio francés: "Après la France, l'Afrique commence"- como de que es una peculiar y específica forma de ser europeo. La cultura española es una cultura que siempre se sintió vinculada a Europa, pues España, desde tiempos muy remotos, siempre estuvo convencida de ser una pieza del mosaico europeo. La argumentación podemos incluso llevarla más lejos, diciendo que España siempre ha definido una idea de Europa como solidaridad continental que no ha coincidido con la Europa fragmentada de las naciones y de los Estados, propugnada por la Europa central. Cuando Carlos V se enfrenta a los luteranos en Alemania y defiende la Monarquía universalis frente al Imperio como dominium mundi, lo hace como defensor de la unidad espiritual de Europa, en lucha contra las fragmentaciones y divisiones que quiere introducir el protestantismo.

España es, pues, Europa, y ha sentido lo europeo como una unidad indisoluble frente a otros conjuntos continentales y otras áreas regionales, retrayéndose a un estado de aislamiento e introversión desde el momento en que ese proyecto de unidad se hizo inviable. Cuando algunos de nuestros más eximios intelectuales creyeron que se había ido demasiado lejos en la tibetanización y el aislamiento, empezaron a reaccionar hablando de la europeización de España -como si España no fuese ya europea-, cayendo así en un quid pro quo, producto de un curioso e interesante espejismo; este tipo de literatura empieza a producirse a fines del siglo XIX y llega prácticamente hasta nuestros días, si bien con matices distintos: lo que hoy se entiende por europeización no es lo mismo que se entendía a principios de siglo. El hecho es que a fines del siglo XIX y a principios del XX se consideraba que España -dejándose llevar de tendencias casticistas muy ancladas en zonas profundas de su historia (conciencia) y de su intrahistoria (subconciencia)- se, había deseuropeizado y había que volver a europeizarla; es lo que intenta Ortega y Gasset desde el punto de vista filosófico, Ramón y Cajal desde el científico, Menéndez Pidal desde el filológico, Azaña desde el político..., para citar sólo cuatro ejemplos eminentes. El proceso cambia de signo a partir de la firma del Tratado de Roma en 1957, fecha en que la juventud española empieza a interesarse por la formación política de una Europa comunitaria. El movimiento acabó siento tan fuerte que tuvo que ser aceptado -aunque fuera retóricamente- por el régimen dictatorial de¡ general Franco. La reunión de Múnich en 1962, entre

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miembros políticos del exilio producido por la guerra civil, acabó en una declaración conjunta de afirmación europeísta: lo que empezó como una expresión literaria de descontento e insatisfacción nacional se convirtió en una opción política clara y decidida.

En cualquier caso, hoy es evidente la conciencia generalizada de que el marco político de los Estados nacionales ha quedado desfasado por el desarrollo de las comunicaciones y de la tecnología y por el simple hecho de la existencia de dos superpotencias que crean mecánica o automáticamente satelizaciones y dependencias inevitables en un mundo estrechamente interrelacionado. Ahora bien, dados los antecedentes históricos y culturales españoles, está claro que la entrada de nuestro país en el Mercado Común no será una simple operación económica, ni tampoco política. España es una potencia cultural, con una dimensión intelectual, ética, literaria y artística de carácter específico, cuya aportación ha de tener un carácter complementario a otras culturas nacionales europeas. Es evidente, en todo caso, que la integración de España en la Comunidad Económica Europea no va a ser la inserción de una pieza más dentro del toma y daca de las simples relaciones comerciales, en un engranaje del mercado comunitario, sino una inyección de vitalidad cultural que redundará en el enriquecimiento plural y compartido de la idea de Europa con su correspondiente dimensión simbólica y filosófica en todo el ámbito de las relaciones internacionales occidentales.

En esta configuración política de la unión europea es evidente que el Estado español desarrollará una política exterior acorde con su peculiar estructura. En este sentido, creemos de la mayor importancia la sustitución que se está verificando en España del viejo Estado unitario centralista, por un llamado Estado de las autonomías de carácter federalista y descentralizado. La experiencia española es un ensayo histórico de gran importancia que ha de tener una influencia muy superior a la de la mera política interna, convirtiéndose en modelo posible para otros Estados nacionales. Si la idea de una nación de naciones que ha empezado a desarrollarse políticamente en España acaba implantándose con carácter definitivo, y se consolida como estructura política exportable, su traspolación al ámbito europeo podría hacer de la Comunidad Europea una compleja red de naciones con distintos niveles de subordinación e integración entre sí, enriqueciendo en su conjunto al continente. España, como nación de naciones, no sólo se encontraría cómodamente instalada en esa red, sino que habría hallado la fórmula para resolver las viejas frustraciones territoriales representadas por Gibraltar y Portugal. Por lo que respecta al primer punto, hacemos aquí nuestras las palabras de Fernando Morán cuando dice que "sería difícil admitir a la opinión europea comunitaria que un país miembro mantenga una colonia en territorio dentro de otro país miembro"; la misma Constitución española facilitaría la solución al autorizar a las Cortes Generales (artículo 144) la concesión de un estatuto de autonomía para territorios no integrados en la organización provincial (supuesto introducido pensando precisamente en el caso de Gibraltar). Por lo que se refiere, a Portugal, la entrada de ambos países en la Comunidad necesariamente tendrá que acercar sus posiciones con puntos coincidentes en lo que se refiere al Mediterráneo y a Latinoamérica, donde ambos países tienen Intereses convergentes. En lo que hace a los pueblos español y portugués -tradicionalmente de espaldas el uno al otro-, es evidente que tendrán que empezar a mirarse mutuamente; si luego deciden o no formar parte de la misma estructura política estatal, creemos que esto sería ya una cuestión accidental de mucho menos calado y más fácilmente resoluble.

Estas breves consideraciones -a todas luces insuficientes- del tema europeo en relación con España, creo que pueden servir de plataforma para una reflexión que escape tanto a los tópicos más comunes sobre la cuestión como al estrechamiento de miras que supone el pensar que la idea de una Europa unida se reduce a una mera comunidad económica o mercado común; con esta intención, al menos, las he esbozado aquí.

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