Marraquech,la historia petrificada
De los tres vecinos -Francia, Portugal y Marruecos-, España tiene, como ocurre siempre, memorias agrias de batallas ganadas o perdidas. De Francia se piensa todavía en la invasión de 1808, y de Portugal, queda el leve recuerdo histórico de la guerra de las naranjas, iniciada por el inepto Godoy. Con Marruecos, en cambio, la pelea ha sido larga y tenaz. Con cretándonos a nuestro siglo, y olvidando aquella campaña de África que tuvo la suerte de ser descrita en letras por la plu ma de P. A. de Alarcón y en pintura por el pincel de Fortuny, no ha habido apenas 10 años sin haber sentido la presencia de nuestro vecino del Sur: 1909, Barranco del Lobo; 1921, Annual; 1934, moros en Asturias; 1936, moros en todas partes; 1956, ataques en lfni; 1975, la marcha verde..., y hoy, reclamación de Ceuta y Melilla.Y sin embargo, no hay en el español corriente animadversión hacia los moros, como los denominamos vaga y simplísticamente; como si los lazos de sangre fueran más fuertes que los recuerdos bélicos, el español va a Marruecos con la curiosidad de quien se asoma a su propia historia, de quien bucea en su propio pasado.
Efectivamente, si hay algún sitio del globo donde la Edad Media se ha detenido es en Marruecos, en Fez, en Marraquech; en la primera de estas ciudades detuve al guía cuando íbamos a entrar en una estrecha calle de la Medina y le señalé el dintel de madera que la cruzaba:
-Esta calle... ¿la cierran por la noche?
-Así es. ¿Cómo lo sabes?-Porque es lo que hacían en las de Cór doba en el siglo XII.
Sí, el pasado está allí. Cuando los musulmanes corren la pólvora, realizan el alarde que describen nuestras vetustas crónicas; cuando besan la mano al rey, repiten lo que hacía Rodrigo Díaz de Vivar, y cuando Hassan II regala palacios a sus fieles cortesanos; no hace más que repetir los generosos actos de un Abderramán...
Siglos XII, XIII, XIV... Todo Marruecos es una transposición al ayer. Pasear por Marraquech, por ejemplo, es resucitar a través del tiánel del tiempo. Todo se ha quedado inmóvil, petrificado en el recuerdo. Es el único sitio del mundo donde no tiene cabida el pastiche. Si yo construyo un castillo en la meseta hispánica, el efecto será ridículo; pero si levanto una casa en Marraquech, como han hecho algunos de mis amigos, nadie se reirá del intento de reinventar el pasado, porque el pasado en Marruecos no se ha muerto. Y así, los obreros que construyen la casa no sólo son descendientes de los que labraron las de Córdoba y Granada, sino que la harán con la misma paciencia de aquéllos. "El moro que las labraba / cien doblas ganaba al día, / y el día que no las labra / otras tantas se perdía".
Y además empleará los instrumentos que utilizaron. Igualmente repetirán gesto y material antiguo los alfareros, los plateros, los doradores. Quien se pierda por la ciudad antigua de Fez puede encontrarse de pronto en una calle sin salida, con una sensación que le sacudirá como una borrachera; mientras el acre olor de la piel curtida le entra por- el olfato, los ojos se le llenarán de los fuertes colores -verde, rojo azul- de las distintas cisternas donde chapotean los tintoreros exactamente igual que hacían en la vieja España sus antepasados en el oficio.
Hay que asomarse a la plaza Mayor de Marraquech para darse cuenta de que el reloj de pulsera se ha vuelto de sol, de agua o de arena. al retroceder cientos de años. Es la plaza del Poema del Cid, la de La Celestina, la del Corbacho, la plaza completa y total, como existía antes, cuando la incomodidad de la vivienda arrojaba a la gente desde temprana hora a la calle lugar donde se desarrollaba la vida entera del ciudadano. Allí se come, se bebe, se negocia, se conspira, se discute, se juega -los mayores, por dinero; los niños, por diversión- y, sobre todo, se ven cosas en el más redondo espectáculo del mundo, como en un circo dividido en segmentos para todos los gustos y todas las edades. Allí están los equilibristas, los domadores de osos, del mono y de la cabra; están los vendedores y los compradores en esa discusión constante de los precios, que es, además, parte importantísima de la vida social. Alá te guarde, forastero, de rechazar un producto sólo porque el precio que te han icho te parece demasiado elevado. Ofenderías mortalmente al vendedor, que hace el regateo sobre una taza de té, motivo de su existencia diaria.
Y sobre todo están los que más anudan el presente de hoy con aquel pasado. Son los juglares, los que cuentan historias fantásticas exactamente igual que se hacía en la Edad Media. La inmensa mayoría de sus oyentes, como entonces, no saben leer ni escribir, y por ello tienen que encomendar a los oídos lo que no pueden conseguir con los ojos. Están allí absortos, atentos, alrededor del hombre casi siempre viejo, casi siempre bajado de las montañas, que va contando, rítmica y entonadamente, historias asombrosas de guerreros valientes, de dulces princesas, de malvados genios que quieren el mal y de audaces caballeros que imponen el bien en la eterna tradición que va desde Sigfrido a John Wayne. El estilo, como en el del Cantar del Cid, es coloquial, emplazando al oyente en cada momento a vivir la situación evocada. Recordáis: "Vierais tantas lanzas subir y bajar", cuando se describe el combate, o "si en este momento apareciera el Cid Campeador", cuando hace falta un suspense que impresione a los oyentes. Cuando termina, igual que en el siglo XII, los oyentes le dan unas monedas y se retiran a sus casas para volver a soñar lo que han oído, mientras los espectadores exóticos -nosotros, los occidentales cristianos- entramos en el hotel para caer bruscamente en el siglo XX.
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